“Si ganamos, ¡qué importa morir!; y si perdemos, ¡qué importa vivir!». Consigna en la guerra civil española
Un paso más en la larga ruta a la santificación del siervo de Dios, José Gregorio Hernández, se cumple cuando nuestro país más necesita recuperar la confianza en sí mismo y en su fe. ¡Aleluya!
El evento contiene, no solo una enorme connotación religiosa sino que, además, trae a nosotros, aunque sea por un instante, un reencuentro compatriota en torno a valores y sentimientos compartidos. El pueblo todo celebró con sincera alegría el acontecimiento, si bien volvió abrupto a la tragedia de su detestable y patética realidad.
22 años después de la llegada del ahora difunto al poder es menester advertir que como legado, entre otros perniciosos todos, figura el de haber dividido y opuesto a la nación, provocando también un descalabro, un éxodo masivo de compatriotas, desarraigados, desmembrados, un contingente conmovedor que prefería la incertidumbre y la xenofobia a la miseria y la desesperanza. El órgano viviente llamado Venezuela se partió en varias partes.
Son los venezolanos, así lo registran las organizaciones internacionales, el país con mayor número de desplazados y refugiados o muy cerca de constituirlo en el mundo. Alguna doctrina de esas que sensibiliza nuestro drama podría advertir que, fenomenológicamente, hemos sufrido y soportamos una suerte de guerra civil y ya veremos por qué se le podría denominar así.
No solamente hemos sido testigos y víctimas de una confrontación con elementos armados y con episodios repetidos sangrientos, baste recordar el 11 de abril del 2002, sino que siguió una hilera de capítulos con ataques, combates, ejecuciones sumarias extrajudiciales y se produjeron y se repiten frecuentemente entre venezolanos, desconociendo y violando la norma constitucional y legal, mediatizando la institucionalidad. Son los mismos compatriotas, con la misma lengua, cultura, valores, historia, los agresores y los agredidos.
Varios cientos de muertos son prueba irrebatible de lo que escribo sino que acotamos, la aplicación de una legislación propia de conflictos de otra naturaleza, contra conciudadanos, privándolos de su libertad a muchos y sometiéndolos a vejámenes y torturas. Se les imputa traición o terrorismo a quienes protestan o denuncian, aún como representantes electos por el cuerpo político y provisto de las inmunidades que concede el ordenamiento jurídico nacional.
Decenas de miembros del Parlamento nacional están exilados o en las mazmorras del régimen y, la impunidad de las gestiones de los órganos de seguridad y especialmente me refiero a cuerpos de seguridad política, forjando expedientes y persiguiendo, reprimiendo a la disensión son conocidos y publicitados para llevar miedo, terror a los adversarios o más bien, ¿enemigos?
Es una guerra interior. No se libra con otro u otros Estados y contra contingentes equipados y del exterior, sino que se trata de una confrontación entre miembros de la misma nación, solo que por lo general un ejercicio de ciudadanía, un reclamo, encara a grupos paramilitares o a policías o militares que se comportan como parte del sostén a una de las partes involucradas y se permiten incluso asesinar a los osados manifestantes.
Es una guerra sórdida que se despacha entre los que se imponen con el uso letal y amedrentamiento a los que se resisten. Los que creen en la libertad y la democracia y los que prescinden de tales consideraciones para conculcarlo todo, a cambio de imponer en la apariencia una ideología redentora, pero que por el contrario se sirven cínicos de ella para atornillarse en el poder, al que consideran ya propio y maniobran ominosos, entre simulaciones y la comisión de los hechos que sea menester, para sostenerse en la cima.
No es una guerra asimétrica que opone dos contingentes armados como otras famosas guerras civiles pero, no por ello, deja de ser, un conflicto interior, a ratos armado y sangriento que, desconoce, discrimina y transgrede los principios de nacionalidad y ciudadanía, además de usurparlo todo y todas las instituciones, sofocando a las mismas con la presión de un mandato ideologizado que también conlleva, la perversión del hombre bestia que caza y somete al hombre presa. Como bien escribió mi amigo y correligionario Gerhard Cartay Ramírez, el “chavismomadurismomilitarismocastrismo” extinguió la soberanía o la falseó, la desangró, la adulteró, como mínimo, digo yo. El esbirro es el adecuado para las guerras civiles y aquí se cuentan por legiones.
Presenta una violencia extrema porque en Venezuela una de las partes tiene las armas y la otra no, pero ha supuesto el recurso sistemático a la criminalización de la ciudadanía y la judicialización de la política cuando ha hecho falta. El discurso del régimen es de odio y enajenación, aunque en la falacia y el sofisma revolucionario pretenda lo contrario.
Ese elemento es clave para desnudar la naturaleza de la confrontación y la teoría de las guerras civiles lo destaca. Desde freír las cabezas de adecos y copeyanos, a los programas semanales para acusar, calumniar, difamar, insultar y amenazar, apropiándose de los canales y emisoras del Estado que ya no son del mismo sino del régimen usurpador, carente de legitimidad de origen y más aun de legitimidad de desempeño, tenemos exuberante evidencia de ello.
Se trató todavía en paralelo, como un plan de batalla, de desplazar sino destruir, a toda la organización social y a la sociedad civil. En Venezuela, ni partidos, ni sindicatos, ni colegios profesionales, ni organizaciones vecinales o comunitarias. No queda nada con independencia. Todo ha sido ocupado o mediatizado. ¿No es eso acaso una guerra civil?
Otro aspecto que se debe tomar en cuenta es propio de las guerras civiles y lo menciona, por cierto, Giorgio Agamben en su relativamente reciente trabajo sobre la materia, muy citado y traducido en el orbe académico, Stasis: La Guerra Civil como Paradigma Político (2015), que articula como su novena producción dentro del Homo Sacer, lo significa, la recurrencia a la declaratoria de la excepcionalidad, que permite al poder recurrir a las vías de la informalidad y la prescindencia de las garantías constitucionales y legales.
Trae Agamben a colación aquella angustia expuesta por Walter Benjamín antes de suicidarse en Portbou, que hoy apreciamos con legítimo estremecimiento, de acuerdo con la cual “el estado de excepción se ha vuelto la regla.” En Venezuela tenemos más de tres (3) años sometidos a reiterados decretos que declaran los estados de excepción abusivos y traumáticos, muchas veces denunciados, por la cátedra de Derecho Constitucional de la UCV, de la cual formo parte. Solo los hechos y no el derecho es la consigna de los que, rabiosos gritaban que revolución es más que Constitución.
Cabe destacar que la temática de marras contraría “per se” la teoría democrática que se sostiene en los fundamentos de coexistencia, paz, consenso, justicia, orden y diálogo que, son también el blanco impretermitible de las revoluciones y de allí, originan una confusa asimilación con la guerra civil aunque a menudo son fenómenos simbióticos. En Venezuela y vale evocar nuevamente pero, esta vez a Benjamín y a Schmitt y su debate, por lo visto nunca concluido, la ciudadanía es el enemigo y el poder el soberano.
La persecución a los periodistas y temerarios buscadores de la incómoda verdad, hasta anular, acallar, apagar los medios de comunicación para reducir la noticia a la versión oficial, se atreven impúdicamente porque se asisten para ello de la violencia instrumental necesaria.
El país es un caos y la ruindad propia de los procesos bélicos se experimenta evidentemente, con la disminución del tamaño de la economía que según los expertos se remonta a 70% en los últimos 6 años con una expectativa para este 2020 que pudiera andar en 20% de decrecimiento en un espantoso escenario de depresión.
Cual Ucrania, Siria, Irak, “mutatis mutandis” exhibimos una economía, sin exagerar, propia de los estados en guerra, solo que allá con màs obuses cayendo. En Venezuela, la destrucción viene del pillaje, el saqueo, la proverbial ineptitud y la irresponsabilidad de actores de un lado y me temo que por momentos del otro también. ¿No es eso una resulta consecuente con una guerra civil?
Puedo seguir en el diagnóstico porque la sintomatología del desastre y del morbo lo permite, pero, en suma, todos sabemos que somos un pueblo que vive sometido por las armas y sin reales esperanzas de recuperar nuestros derechos y establecimientos, empobrecido, roto, precarizado, exhausto, desfigurado.
Imagino al médico trujillano de andar rápido y un tanto descuidado, con su volátil mente en otras latitudes menos espaciales y más atemporales, pensando, sin embargo, en los cursos de medicina que debía impartir en esos días, en la sospechosa de sedicente UCV, como lo era, lo fue y lo será nuestra universidad y consciente de la elevada morbilidad y mortalidad que diezmaba a los compatriotas, hambrientos y desnutridos muchos, tuberculosos otros y vulnerables los más.
El beato, nacido en la más humilde morada de la provincia, formado en Paris, Berlín, Roma; poliglota, voraz lector, hombre de espíritu, hacía de su vida, un tránsito samaritano, a ratos como médico y siempre como cristiano. Vino a dar y no a demandar, a servir y no servirse.
En un tiempo dispuesto a abrazar los hábitos y el sacerdocio, la salud frágil enervó sus planes pero no le impidió advertir las falencias, carencias, debilidades de su patria, a la que amó con pasión y contribuyó con toda su energía.
Santo en vida –me contaba mi padre que le conoció– y luego después de la muerte, presente en el sentimiento para ayudar al triste, al adolorido, al desesperado, al desahuciado, fue subido a los montículos del reconocimiento que la Iglesia Católica, exigente por demás, acuerda a los que son recordados por el amor al prójimo, el sacrificio y especialmente, la trascendencia en favor de los que deben ser oídos en la desdicha para interceder con Dios mismo y obtener de él aquello que va más allá de lo posible y explicable.
Hace unos días me pareció que el tiempo nos encontró a todos los venezolanos en inesperada sincronía, contentos porque se le reconocía uno de esos muchos episodios en que José Gregorio consiguió de Jesús una intervención a todas luces y ciencia, extraordinaria, y la niña con disparo en la cabeza y casi muerta sanó, para tirar de rodillas y con genuina emoción a los que cercanos no daban crédito a lo que veían y vivían.
Ni siquiera el abogado del diablo encontró cómo negar la proeza y por fin la hierática jerarquía admitió que un milagro se había dado y con la inobjetable mediación de nuestro compatriota, de traje negro y sombrero o de bata blanca, con rostro sobrio pero no lejano.
Oré y siguiendo las recomendaciones de la Iglesia venezolana, le pedí con fe al criollo llevar a las instancias más altas nuestra situación como pueblo que no para de sufrir y padecer.
Los venezolanos de la diáspora y aquellos que estamos acá cuidaremos hasta sanar a nuestra Venezuela, que enferma de mentira, resentimiento, ojeriza, vanidad, codicia, pobreza espiritual y amargura, se resiente y aún no ha sabido superar sus patologías del alma. José Gregorio puede y debe ayudarnos también.
@nchittylaroche
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