Pensar o buscar significar que los captores, terroristas poderosos, resultan buena gente, afables, humanos, hermanos, razonables, condescendientes, comprensibles en su accionar, o que con ellos se puede llegar a acuerdos con resultados aproximados a lo óptimo, no es ninguna novedad. Tanto así que existe el síndrome de Estocolmo. Aquel en el que la víctima reconoce las bondades de quien con ella ha ejecutado uno de los actos más viles de la humanidad, como sin duda lo constituye la privación ilegítima de la libertad.
En Venezuela el secuestro, acto terrorista penado en todas partes del mundo, atentado y violación de los derechos humanos, tiene gradientes. Acá se secuestra hace años por motivos políticos. Recordemos la pérdida de la libertad por años del empresario norteamericano William Nihaus, en su momento, hasta este de toda la población, el secuestro más largo de la historia venezolana; a manos de la «combativa» izquierda que entonces decía que justamente luchaba de ese contradictorio modo por nuestra liberación de las supuestas garras mortales, empobrecedoras, del capitalismo y otras babiecadas.
Más recientemente se ha profundizado el uso de la privación ilegítima de la libertad en manos de los cuerpos militares y policiales del «Estado» venezolano. Allí está la inmensa cantidad de presos políticos, de sometidos a régimen de presentación. En realidad, prisioneros nos encontramos todos, rebasados por las ilegalidades que nos mantienen cautivos y a la deriva. Tanto que en nuestro país da prácticamente igual estar bajo las mazmorras de los esbirros del régimen que en casa, confinados por el covid-19, o por las «autoridades» (in)»competentes». El valor del pasaporte (costo al que casi nadie le ha prestado atención; nos sujeta, nos oprime también. El equivalente de más de un año de trabajo sin gastar en más nada para un profesor universitario) nos convierte en impedidos prácticamente a abandonar el país por el motivo o el tiempo que sea. Cautivos y atropellados, vejados.
La pandemia ha permitido que el régimen imponga sus criterios para nuestra ida y vuelta de la casa por cárcel. Contenidos, represados, reprimidos. Sin casi medios de comunicación libres, donde poder expresarse, sobre los cuales la censura resulta implacable hasta el cierre o la confiscación. Sin partidos políticos con mediana libertad de ejecutorias. Allí están la expropiación de Copei, la vulneración permanente de Voluntad Popular, y, ahora, la tropelía contra Acción Democrática. Así todos y todo resulta secuestrado. Tanto las personas como las instituciones democráticas o las empresas a la deriva poderosa de quienes detentan las máximas posibilidades de (co)acción en el país.
Cada vez se distancia más la posibilidad de entender el querer acudir o planificar eventos electorales, negociaciones abiertas o a hurtadillas, la tan chocante cohabitación como encuentro político conforme a los requerimientos del deseado y deseable reencuentro en paz de los venezolanos. Todo esto solo es explicable científicamente, bajo el manto protector del síndrome de Estocolmo. Librémonos de ese síndrome después de entenderlo y procesarlo bien. No quiero para mí, tampoco para nadie más y mucho menos para el país, tener, bajo ninguna circunstancia, que aplaudir, comprender y reconocer alguna gentileza disfrazada en nuestros captores.
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