Por MARÍA MATILDE SUÁREZ / CARMEN BETHENCOURT
Las últimas horas
Morir es adversidad e infortunio. Para unos es descansar del sufrimiento y acercarse a la infinitud, para otros es la desolación y la pesadumbre de un final que no tiene respuesta. Misterio insondable, expresión de soledad extrema que a todos iguala, es la clave para entender la fragilidad del ser humano. José Gregorio Hernández se encontró inesperadamente con la muerte el 29 de junio de 1919, poco después de las dos de la tarde. Era un domingo de coincidencias. El título de Doctor en Medicina de la Universidad Central de Venezuela le había sido conferido hacía 31 años, el 29 de junio de 1888. En el calendario religioso, ese domingo correspondía a la celebración de San Pedro y San Pablo. Mientras los feligreses acudían numerosos a rendir tributo a los santos apóstoles de la cristiandad, en las iglesias abiertas desde muy temprano para celebrar la misa dominical, por toda Caracas circulaba la noticia de la firma del tratado de paz en París, en el Palacio de Versalles, entre las naciones aliadas y Alemania. Aniversario de graduación, festividad religiosa de particular trascendencia y la buena nueva que anunciaba el fin de una guerra fueron hechos simultáneos en un día que también fue de una rutina repetida una y mil veces en lo cotidiano.
Se levantó en la madrugada. Como siempre rezó sus oraciones, tomó su baño acostumbrado, se vistió y salió de su casa situada entre las esquinas de San Andrés y Desbarrancados N° 3. Se encaminó a la iglesia de La Pastora para cumplir con el precepto dominical, comulgó como lo hacía cada vez que asistía a misa y de regreso aprovechó para adelantar la visita domiciliaria a sus pacientes que vivían en los alrededores. Al llegar, su hermana menor María Isolina del Carmen Hernández Cisneros, quien tenía ya cinco años dedicada al cuido de ese hogar, solícita como siempre, le sirvió el desayuno. Dio gracias a Dios y bendijo los alimentos poniendo en práctica el ritual que precedía cada una de sus comidas. Fue frugal y sin perder mucho tiempo preparó lo necesario para ir a la casa de los pacientes que aún le faltaba visitar. Como a las once salió de nuevo a la calle, atendió enfermos hasta las doce del mediodía y se dirigió entonces a la iglesia de Santa Capilla a visitar al Santísimo Sacramento, donde estuvo orando un rato. Finalmente, regresó a su casa y como era usual en él, tomó otro baño para refrescarse antes de almorzar. De repente, tocaron a la puerta. Una señora de servicio de nombre Mana Meza le traía de parte de su cuñada Dolores de Jesús Briceño, casada con su hermano César Benigno Hernández Cisneros, una jarra de carato de guanábana. Le dio una moneda para agradecer el mandado, se mostró contento y con particular complacencia, porque se trataba de un regalo muy apreciado, degustó dos grandes vasos con el almuerzo.
Adormecido por el calor, se sentó a reposar en su mecedora al lado de una imagen de San José que estaba en la entrada de la casa, cerca de la puerta de la sala donde recibía a sus pacientes. Pero tocaron de nuevo a la puerta y al atender al recién llegado, supo que una humilde anciana que vivía en las inmediaciones, entre las esquinas de Amadores y Cardones, solicitaba con urgencia que fuera a atenderla. No tardó mucho en arreglarse y con paso rápido se marchó, cerca de la una y media, a la dirección indicada. Debía estar de regreso prontamente, porque esperaba a su hermano César Benigno, quien todos los domingos, en compañía de sus hijos, acostumbraba visitarlo entre las dos y las tres de la tarde, y en esa oportunidad tenían que conversar sobre un viaje que estaban planeando. Como el hermano sufría de la vista, le había sugerido que se hiciera examinar por un prestigioso médico especialista radicado en Curazao. Había dispuesto entregarle en ese encuentro una carta de presentación y el dinero para costear los gastos. Pensaba, además, precisar con ellos algunos detalles de un viaje que debía ser aprovechado por toda la familia. Les había aconsejado, para el regreso, tomar un barco de Curazao a Puerto Cabello, detenerse a descansar unos días en el balneario de aguas termales de Las Trincheras y que luego tomaran en Valencia el ferrocarril alemán, con destino a Caracas, para que así pudieran disfrutar de una travesía que les permitiría conocer el paisaje de los valles de Aragua y Carabobo.
Quería regresar a tiempo para asistir a la reunión familiar y atender la visita prometida por el hermano. Reconoció a la anciana, hizo el diagnóstico y resolvió ir hasta la botica de la esquina de Amadores a comprar personalmente los medicamentos que le había indicado. Este era un comportamiento usual con sus pacientes de escasos recursos y una manera de prestar a las urgencias un auxilio inmediato. Llegó hasta la botica y entregó al dependiente la prescripción, pero a partir de ese momento los acontecimientos comenzaron a precipitarse. Una última coincidencia, trágica esta vez, estaba a punto de suceder y con ella la rutina de todos los días se interrumpiría para siempre.
El tranvía de La Pastora, identificado con el N° 27, subía desde la esquina del Guanábano y se detuvo al llegar a la esquina de Amadores. En esa misma dirección y detrás del tranvía subía un Hudson Essex, uno de los pocos automóviles que en esa época circulaban por Caracas, conducido por un chofer llamado Fernando Bustamante, quien ponía en práctica lecciones de un aprendizaje reciente, puesto que el certificado que lo autorizaba para conducir automóviles con motor de gasolina, firmado por el secretario general de Gobierno del Distrito Federal, le había sido entregado trece días antes, el 16 de junio. Justamente en la esquina de Amadores, Bustamante aminoró la marcha para ceder el paso a un muchacho que bajaba con una carretilla; luego, impaciente, adelantó al tranvía detenido, aceleró para cambiar la velocidad, pero no advirtió la figura de José Gregorio Hernández que salía de la botica e intentaba cruzar la calle con los medicamentos que acababa de comprar en la mano. El automóvil lo atropelló de lado con el guardafango. Al recibir el impacto trató desesperadamente de mantener el equilibrio, pero sus piernas vacilaron sobre el empedrado del pavimento, su cuerpo sin control pegó contra un poste metálico y luego cayó de espaldas golpeándose la base del cráneo con el borde de la acera. Sólo atinó a exclamar «Virgen Santísima» antes de quedar exánime, inmóvil, tirado en la calle boca arriba, sangrando copiosamente. El golpe, violento y certero, fue en la región occipital, fracturó la base del cráneo destruyendo el tallo cerebral y el cerebelo. Con estas lesiones de gravedad extrema, quedó inconsciente, cesaron de inmediato las funciones vitales, la tensión arterial se apagó, dejó de respirar y se produjo un paro cardíaco. Fue una muerte instantánea, sin agonía, ocurrida prácticamente en los segundos que duró el dolor fulminante de sus heridas.
Ese accidente que desbordó las coincidencias y puso un fin trágico a un día de rutina fue el comienzo de una historia en la que un doctor en medicina se convertiría sucesivamente, de acuerdo con el procedimiento de canonización de la Iglesia católica, en Siervo de Dios y Venerable, pero también de acuerdo con el saber del pueblo, en un santo sanador y milagroso que ha sido inspiración constante, durante los 81 años transcurridos desde el día de su muerte, de una de las devociones más acendradas en el sentimiento religioso de los venezolanos.
La noticia
El cuerpo de José Gregorio Hernández fue recogido por el chofer Bustamante con la ayuda de Vicente Romana Palacios, un carpintero vecino de la parroquia Altagracia, que se encontraba de visita en una casa próxima al sitio del accidente, y en el mismo automóvil conducido por Bustamante fue trasladado al Hospital Vargas. En el trayecto, el carpintero, que guardaba en el bolsillo un pequeño libro de oraciones, rezó la recomendación del alma. Al llegar, el cuerpo fue colocado sobre una pequeña cama en uno de los primeros cuartos a la izquierda de la entrada, y de inmediato, el capellán del hospital, presbítero Tomás García Pompa, le impuso los santos óleos y le dio la absolución. Mientras tanto, como no se encontraba presente ningún médico y había sido recibido por los bachilleres Rafael Otamendi y R.V. Astorga, Bustamante, acompañado por Otamendi, salió en el automóvil a buscar al doctor Luis Razetti, quien al llegar, sobrecogido por la tragedia que truncaba aquella amistad entrañable, constató que había fallecido y que tenía fracturada la base del cráneo. Presentaba también una pequeña herida y un hematoma en la sien derecha, edemas bajo los párpados, hemorragias por la nariz, los oídos y la boca, y en ambas piernas, más arriba de las rodillas, una franja amoratada. Comenzaron a llegar otros médicos que sobrecogidos por la noticia se agruparon alrededor de aquel lecho de muerte. El maestro Luis Felipe Badaracco, conocido de la familia Hernández, quien casualmente viajaba en el tranvía, fue el que se ocupó de llamar por teléfono a la casa de la hermana María Isolina Hernández para comunicar que el doctor Hernández había sido atropellado por un automóvil y que lo habían llevado al Hospital Vargas. En medio de la consternación que produjo la noticia, unos fueron a avisar lo ocurrido a la cuñada Dolores de Jesús, otros se quedaron en la casa, acompañando a María Isolina, mientras que el hermano César Benigno y el sobrino Ernesto Hernández Briceño, quien posteriormente sería uno de sus más connotados y consecuentes biógrafos, decidieron marcharse rápidamente al hospital, atravesaron el puente del Guanábano, en esa época de madera, y el callejón Guzmán, pasaron por la planicie del cuartel San Carlos y la esquina de San Rafael para ir por el terraplén directo al hospital. Al llegar, uno de los presentes les informó que había muerto. Desconsolados se acercaron a la cama donde yacía el cadáver, tenía los ojos abiertos y los brazos adosados a lo largo del cuerpo. Le tocaron el pecho bajo la camisa desabotonada y sintieron la frialdad del cuerpo. La corbata, el cuello de la camisa, el chaleco y el saco habían sido colocados en un colgador. El pantalón, del lado derecho, estaba rasgado a la altura de la rodilla y todavía tenía los zapatos puestos. César Benigno, el hermano, sin poder contenerse lloraba inconsolable, le besó varias veces el rostro y luego le cerró los párpados. Le limpió la sangre de la cara y de la cabeza con su pañuelo y le cruzó los brazos sobre el pecho. Los que allí se congregaban tampoco podían reprimir el llanto.
En un ambiente de sincera congoja, los miembros de la familia comenzaron a plantearse cómo proceder ante lo inusitado e inexplicable de la tragedia. Llamaron a las hermanas de San José de Tarbes para que amortajaran el cadáver y decidieron llevar los restos a la casa donde habitaban los hermanos José Benigno, Avelina y Hercilia Hernández Escalona, situada en la Avenida Norte, entre las esquinas de Tienda Honda y Puente La Trinidad, N° 57, porque al ser más espaciosa y mejor ubicada que las de los otros miembros de la familia, resultaba más adecuada para atender a la gente que asistiría al velorio que tendría lugar durante la noche. Mientras todo esto ocurría, Benigno Hernández Briceño, otro de los sobrinos, se encontraba en el Ministerio de Relaciones Exteriores recabando noticias sobre la firma del tratado de paz. Al tener conocimiento del accidente se dirigió a la casa de su tío, el doctor Hernández, de San Andrés a Desbarrancados. Cuando María Isolina le informó de la muerte apenas llegó, se desmayó cayendo al suelo sin sentido. De inmediato lo acostaron en la que había sido la cama de su tío y llamaron al doctor Vicente Peña para que lo atendiera. En un primer momento, como no reaccionaba, se pensó que la dolencia podía ser fatal. Al recuperarse se marchó corriendo, junto con su hermano Ernesto, a la casa donde se iba a efectuar el velorio.
Un grupo de médicos, presidido por el doctor Rafael Requena, quien era inspector general de Hospitales Civiles del Distrito Federal, quiso embalsamar el cadáver para que pudiera estar en capilla ardiente por tres días, pero César Benigno, dejándose llevar por lo que supuso podía ser el deseo de su difunto hermano, en nombre de la familia, agradeciendo el gesto, se opuso con firmeza.
Al llegar a la casa del velorio colocaron el cadáver sobre un lecho en la segunda de las habitaciones y ahí permaneció rodeado de sus hermanos y sobrinos mientras se hacían las diligencias para conseguir un ataúd. No fue tarea fácil porque los que estaban a la venta en los comercios eran demasiado grandes para la mediana estatura que tenía el difunto. Este inconveniente fue superado gracias a Roberto González, de los Almacenes Liverpool, quien había adquirido recientemente una urna que se adecuaba a las circunstancias. Con la mayor deferencia, por tratarse del doctor José Gregorio Hernández, se la entregó a los familiares sin costo alguno.
Entretanto, la noticia ya era conocida en toda Caracas, se habían hecho los preparativos para el velorio en la sala de la casa y comenzaban a llegar decenas de amigos y conocidos a expresar sus condolencias. Se fueron ubicando en los patios y corredores, la casa se llenó de gente y tuvieron que llamar a la policía para poner orden. Poco a poco se formó una multitud que, agolpada afuera, en la calle y en las aceras, se dejaba escuchar por el murmullo quedo de las conversaciones.
Durante toda la noche representaciones de los gremios, de las asociaciones y de los distintos sectores políticos, sociales y económicos se hicieron presentes en aquel desfile interminable queriendo compartir con los deudos tanta pesadumbre. El velorio del doctor Hernández, esa noche de rezos y oraciones, fue el comienzo de un duelo que, por las demostraciones públicas habidas hasta ese momento, anunciaba que iba a ser extraordinario.
Las exequias
Por disposición del presidente provisional de la República, Victorino Márquez Bustillos, el mismo día del fallecimiento del doctor Hernández, la Dirección de Instrucción Superior y Especial del Ministerio de Instrucción Pública resolvió que el Paraninfo de la Universidad Central de Venezuela, el cual se encontraba clausurado desde el 1 de octubre de 1912, debía abrir sus puertas para que el féretro que contenía sus restos permaneciera en capilla ardiente en el gran salón, hasta la hora del funeral. Esta resolución, firmada por el ministro Rafael González Rincones, declaraba que la muerte del doctor José Gregorio Hernández, profesor de la Facultad de Medicina, era motivo de duelo para todas las facultades de estudios superiores en el país.
Al día siguiente, lunes 30 de junio, los titulares de los diarios capitalinos anunciaban que el doctor José Gregorio Hernández había fallecido víctima de un accidente de automóvil. El Universal en la primera página decía que por haber sido un eminente médico y filántropo la desaparición física del doctor José Gregorio Hernández había causado una honda consternación en toda la ciudad y que la patria y la ciencia estaban de duelo por tan sensible pérdida. La nota editorial de ese mismo periódico presentaba una necrología destacando los atributos personales y el aporte que hizo el doctor Hernández a la medicina de la época. Asimismo, anunciaba los actos que se realizarían con motivo de las exequias: la Adoración Perpetua del día, en la Santa Capilla, sería ofrecida por el eterno descanso del alma del difunto a solicitud de la señora Gertrudis de López de Ceballos; el Ilustrísimo arzobispo de Caracas y de Venezuela, monseñor Felipe Rincón González, había dispuesto celebrar personalmente una misa de cuerpo presente, a las siete de la mañana, en la casa de familia donde se estaba efectuando el velorio. El Concejo Municipal, al invitar al entierro, hacía notar que el doctor José Gregorio Hernández era digno de los honores
que la patria sólo reserva a sus meritísimos servidores.
La Academia Venezolana correspondiente de la Real Española, la Academia de la Historia, la Academia Nacional de Medicina y la Academia de Ciencias Políticas y Sociales suscribieron también invitaciones al entierro y realzaron el acontecimiento al asignarle un alcance nacional.
Como una expresión de duelo ciudadano, la retreta dominical, en la plaza Bolívar, fue suspendida, así como los espectáculos en los teatros y cines. Los comercios cerraron sus puertas por lo que la gente liberada del compromiso de sus trabajos podía acudir a los distintos actos contemplados para las exequias.
Al otro día, 1 de julio, el mismo diario El Universal anunciaba en los titulares de la primera página que la sociedad y el pueblo de Caracas habían tributado a la memoria del doctor José Gregorio Hernández una expresión de duelo sin precedentes. La crónica periodística destacaba que en muchos años no se producirían en Caracas manifestaciones de aflicción más solemnes, unánimes y espontáneas como las que tuvieron lugar en los actos fúnebres que se cumplieron con motivo del entierro, y que esa muerte era para el país una catástrofe social.
El Universal relataba lo sucedido diciendo que, a las diez de la mañana, para dar cumplimiento a la resolución del Ministerio de Instrucción Pública, el féretro fue conducido en hombros por los estudiantes de la Escuela de Medicina, desde la casa familiar donde se efectuó el velorio hasta el Paraninfo de la universidad, en un recorrido que duró más de una hora. El cortejo fúnebre, ante la mirada de los vecinos que salían de sus casas a rendirle el tributo de sus oraciones, pasó por las esquinas de Tienda Honda, la Merced, Mijares, Santa Capilla, Principal, Las Monjas y San Francisco, precedido por gente humilde y trabajadores de los distintos gremios, quienes portaban en sus manos coronas de flores frescas recién traídas del Ávila. Acompañaron al cortejo los ministros del Interior, Relaciones Exteriores e Instrucción Pública, al igual que el secretario de la Gobernación del Distrito Federal. Una vez en el Paraninfo, donde los restos reposaron en capilla ardiente hasta que fueron trasladados a la Catedral, los discípulos del tercer bienio de ciencias médicas formaron una guardia de honor, que en grupos de cuatro se turnaban cada media hora. En las calles adyacentes y alrededor del Capitolio, familiares, amigos, vecinos, miembros de las asociaciones y gremios, formaron una multitud heterogénea que esperó pacientemente el momento del traslado del cadáver al Cementerio General del Sur. Antes del mediodía, llegó al Paraninfo el presidente provisional de la República, Victorino Márquez Bustillos, acompañado por el ministro de Instrucción Pública, Rafael González Rincones, por el secretario general de Gobierno, Elías Rodríguez y el Cuerpo de Edecanes, quienes en representación del Ejecutivo Nacional expresaron con toda solemnidad a los deudos las condolencias del Gobierno.
El Universal reseñó que el 30 de junio de 1919 se habían agotado las flores en los jardines de las casas y en las faldas del Ávila, porque todas fueron recogidas para ofrecerlas al doctor José Gregorio Hernández como un tributo público de afecto y agradecimiento. Se recibieron alrededor de un millar de coronas que fueron dispuestas alrededor del féretro en el salón central del Paraninfo. Entre los oferentes se contaba el general Juan Vicente Gómez, comandante en jefe del Ejército y presidente electo; el presidente provisional; el vicepresidente; los ministros del Despacho Ejecutivo; el gobernador del Distrito Federal; el secretario general de la Presidencia; los secretarios del Comando Superior y de la Gobernación; las Academias y las Asociaciones Científicas y Literarias. Artesanos, gente humilde y prestigiosas familias manifestaron también su pesar sumándose al numeroso envío de coronas.
La ceremonia en el Paraninfo de la universidad concluyó con las palabras del ministro de Instrucción Pública y del doctor David Lobo, presidente de la Academia Nacional de Medicina. Hubo un breve acto litúrgico y el féretro fue cargado por los colegas médicos y discípulos para conducirlo a la salida del Paraninfo y de allí a la Catedral donde se le rendiría un postrer homenaje. Fue éste un caso de excepción, pues el 26 de octubre de 1910 había sido dictada una medida sanitaria que seguía vigente, con la cual el Gobierno prohibía terminantemente que los difuntos fueran llevados a las iglesias, para prevenir el contagio de la peste bubónica. Las autoridades, al permitir que los restos del doctor Hernández fueran llevados a la Catedral, trataban de darle un mayor realce a las exequias. El cortejo estuvo presidido por el Venerable Capítulo Metropolitano, el deán monseñor Nicolás E. Navarro y el clero regular y secular. Una vez en la calle, el féretro fue conducido en hombros lentamente entre la multitud por médicos y estudiantes, seguido de los miembros de las Academias, los familiares, los ministros del Ejecutivo Nacional, el secretario general de la Presidencia y los compañeros médicos y estudiantes de la Facultad de Medicina. Cerrando la comitiva la Banda Marcial, bajo la dirección del maestro Pedro Elías Gutiérrez, ejecutó una elegía que éste había compuesto en memoria del difunto al igual que las marchas fúnebres de costumbre. Una muchedumbre visiblemente acongojada se sumó al final del cortejo. Las niñas de las distintas escuelas de Caracas, vestidas de blanco y portando coronas de flores, formaron una doble fila al borde de las aceras para rendir el sentido homenaje de la juventud al paso del féretro entre las esquinas de San Francisco y Las Monjas.
Ya en la Catedral las autoridades eclesiásticas ejecutaron los oficios religiosos durante casi una hora. Concluido el acto litúrgico, la salida de la Catedral a las cinco y media de la tarde fue apoteósica. La multitud calculada en 30.000 personas colmaba las calles, las plazas, los balcones y las azoteas de las casas.
«La actitud de la ciudad fue verdaderamente insólita. Se paralizó la algazara y el vértigo cuotidiano, la vida social tomó otra fase de acuerdo con la amargura de la pena y no hubo quien no se irguiese a la altura del deber… se unieron para llevar a cabo la manifestación más suntuosa e imponente que la República ha rendido a un varón… Aquello fue una apoteosis de amor…”
Cuando el féretro iba a ser colocado en la carroza fúnebre que esperaba en la calle para conducirlo al cementerio, el pueblo, la gente humilde de Caracas, se adelantó exclamando:
“.. ¡el doctor Hernández es nuestro!., ¡el doctor Hernández no va en carro al cementerio!…’’
Las personas que aún se encontraban dentro de la Catedral se alarmaron con el ruido que hacía la gente en la calle, por lo que fueron tranquilizados desde el púlpito por el padre Lovera, quien les explicó lo que sucedía. Superado el incidente, el ataúd fue tomado con el mayor respeto por brazos anónimos que lo elevaron sobre una muchedumbre que unida por el agradecimiento, pero sobre todo por el afecto, se apropió de aquellos restos para llevarlos en hombros al cementerio.
El cortejo inició entonces el traslado encaminándose hacia el sur, pasó por las esquinas de Gradillas, Sociedad, Camejo, Santa Teresa, Cipreses, Hoyo, Castán, Palmita, donde cruzó hacia el este siguiendo por Tablitas, El Sordo, las Peláez y en vez de tomar rumbo hacia Alcabala y pasar por Puente Sucre, vía que usualmente seguían los entierros, cruzó para acortar camino hacia Guayabal y Puente Hierro, sitio donde estaban apostados dos agentes de la policía que cerraban el paso. Un grupo del cortejo se adelantó y les pidió que no intervinieran. En efecto, los guardias persuadidos por aquella imponente manifestación de duelo se retiraron en silencio.
Al llegar a la Roca Tarpeya y al Portachuelo anochecía. La gente prendió antorchas y velas que iluminaron el resto del camino. Eran las ocho de la noche cuando llegaron al cementerio. Con el ataúd en tierra y bendecida la fosa por el capellán encargado de los entierros, pronunciaron emocionados discursos los médicos Luis Razetti y Pedro Acosta Delgado, así como también el señor Rafael Benavides Ponce y los bachilleres Pedro P. Serrano Ortiz y P. Rodríguez Ortiz. Había llegado el momento de colocar el ataúd en la fosa. Los sepultureros hicieron su trabajo y luego sobre la tumba formaron un túmulo con las coronas. Concluidas aquellas exequias que hicieron historia en las crónicas caraqueñas, la gente resignada se fue retirando. Había sido una muerte sentida como absurda e irreparable.
*José Gregorio Hernández. Del lado de la luz. María Matilde Suárez y Carmen Bethencourt. Fundación Bigott. Caracas, 2000.
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