UNA
(… ma non troppo?)
Es miércoles y puede que se trate de un asunto muy doméstico: hay paro de profesores en la Escuela de Letras de la UCV, uno de tantos más. Lo de siempre: algunos profesores lo asumen, otros no; algunos estudiantes, muy pocos, en verdad, por distintas circunstancias, deciden ir a la universidad y otros no, tampoco van. Y en las últimas oportunidades –me he dicho– voy, voy a ir, ahora estoy en el ánimo de ir (mañana no sé), uno está en la Escuela por otras cosas y es posible que nunca se resuelva el problema de los salarios, basta mirar por el camino que va la UCV, el país, la economía, es todo un desplome, una avalancha; qué quieres que te diga, le decía a un amigo, mientras estemos “aquí” por ahí van los tiros (“los tiros”, vaya…). Y casi sin dejarlo hablar seguí con mi matraca: bueno, te lo digo con pesar, que jode, así que voy, voy a la Escuela, voy.
¿Y qué? Nada, es un arranque, uno más dentro de esta mar de bajas pasiones que se ha vuelto el país comandado por una terrible patota que quiere controlar desde las elecciones –y las emociones– hasta el más sencillo bocado que la gente logre probar (ya el amigo desapareció y me quedo yo solo dando vueltas en el asunto). Ajá, ¿y qué? Nada, es otro arranque, en voz baja, creo que en este otro momento de enormísimo riesgo si alguien –en pleno paro, si se lo quiere saltar– tiene la mínima gana de moverse para la UCV e intentar su clase, si puede, si tiene con qué, no debería desdeñarse esa mínima seña del ánimo. Ajá, ¿y entonces? Sí, dilo, ¿por qué hago esta vaina, por qué –y para qué– clases en estas condiciones? Ni yo mismo lo sé. O sí y no sé cómo decirlo. Lo intentaré así: veo cada vez más en la Escuela –no por Ella misma, que es un don, vivo presente en tantos cuerpos, sino por las circunstancias tan desgraciadas– un pedazo de país que se puede ir al carajo en cualquier momento y ahí se me aparece –¡uy, paradojas!– una tablita salvadora (laminita frágil, casi cartón piedra), pero tablita al fin; y cuando se caiga todo, o cuando todo siga en su terrible lentitud despedazándose, que viene a ser casi lo mismo, pues veremos cómo se arma o desarma (más) la tablita, lo que de ella queda; y mientras, sigo, me lo repito, la tablita, la tablita, esa tablita que nada te “resuelve” (no es un “resuelve”, todo lo contrario, ¡y menos mal!) y sí mantiene la continuidad de ciertos vínculos, de ciertos interlocutores, de ciertas experiencias que hacen todo el desbande un tanto –un tanto, dije– menos aparatoso.
Ajá, perfecto, ¿y qué? Cuando el Estado se destroza desde sus propias entrañas para erigirse –¡ay, paradojas!– como el gran ductor del caos que bien sabe engendrar, cuando las instituciones declinan (por obra de lo que el Clown aquel llamó “la molienda”, es decir, “la revolución”), cuando los tejidos que sostienen las experiencias comunes amenazan con deshilacharse, ahí, justo ahí, más que nunca, privan las decisiones más personales, las que por suerte no dicta ninguna “norma”, ni están escritas en una cartilla, ni las dicta ningún partido, porque solo emergen –digo yo– desde el fondo de la consciencia, o la gana. Será.
(anoto estos fraseos que van y vienen y me detengo en tantas situaciones que se vuelven jabonosas, intratables, las que pueden presentarse tan claras y contundentes pero en un giro repentino muestran su otro lado, el contiguo, no siempre tan “claro”, justo en el que yo me veo ahora, cuando voy y vengo desde la angustia hasta la exaltación y el duro asentimiento –¿asentimiento?– ante todo lo desprovisto de serenidad y belleza… en dos platos y un golpe (¡vaya, golpe y golpe!): las dificultades –todas– están ahí, el país se desmorona cada vez con mayor velocidad y el avance de lo que doy por dado va sosteniéndose en su relativísimo y muy personal equilibrio)
DOS
(forte)
Es jueves y me detengo en la exposición de Xiomara Jiménez en el Centro Cultural Chacao. Se llama Precario y al rompe me veo en la médula incierta de estos tiempos, aquí, como si esa palabra que da título a la muestra le diera un rostro cada vez más humano y desesperado y definitivo al “campo” –muy a la venezolana, claro está– que se ensaya por estos lares con mucha salsa (mala), mucho control (terrible), muchos “señorones” (patéticos) que bailotean mientras el hambre y la miseria se usa como método de control (Clap para hoy, hambre para mañana: ¡ay, los hospitales, los colegios y los liceos maltrechos, las callecitas oscurísimas, las camioneticas destartaladas, las perreras suicidas; ay, tantos ay juntos, el agua que va y viene, los apagones, la inflación, las partes inmensas de este aparatoso tablón apocalíptico: la pornografía de los precios hasta en los cuchitriles más modestos, el aire acondicionado que se robaron en la dirección de la Escuela, el salón de profesores desvalijado, ay, los “vengadores”, sus maniobras!). Y aquí, en series y series de cajas, abiertas, como unos insectos de laboratorio, como unos cuerpos de la morgue, descosidos y suturados, la artista despliega un ejercicio de la austeridad y el desparpajo, un baile alrededor de los materiales más discretos, la certidumbre de que todo caduca y poco sobrevive y el país se vuelve metáfora en una sala expositiva: cajas, cajas que pueden ser cobijas, cajas que son traumas y suturas, cajas que son abortos, cajas que le cantan a lo que resiste en medio de la precariedad, cuando es tan duro ponerle nombre a la experiencia y el hocico tiembla y la mano tropieza; cajas, cajas que navegan en los basureros, cajas rescatadas y remendadas, cajas envueltas y pintadas, los escombros que se transmutan en obra.
Dos muchachas hacen fotos en la sala. Se llevan el souvenir de la pobre vida venezolana, el recuerdo de su tarde “atípica”, la interpelación silenciosa de la materia extendida en los muros blancos; ahora, en una rápida toma, se llevan su república en dos “cajas” sin adiós, la alegoría de lo que resiste a volverse desecho, el escombro y la huella, el trazo y la costura, la bella cita al arte “povera”; prefiero estas piezas que parecieran navegar al garete en el naufragio de la sala –¿la tablita de la artista?– que un arte excesivamente limpio y formal; prefiero ya mismo una metáfora del país entero –y lo que va siendo, con sus muertos y sus presos, sus ultrajes y sus fraudes– y sus violencias cotidianas, en el gran bastidor y en el muy pequeño.
Tras varias vueltas por la sala, tras leer el texto sobre Precario que hace Igor Barreto (habla de matrices, úteros, dolores), corroboré una intuición muy personal: esta muestra no era para verla el día de su inauguración, mejor hacerlo solo, porque esa emoción de lo precario que bien sabe transmitir Jiménez solo puede alcanzarse –es mi conjetura, es mi fantasía ya mismo– en la más solitaria de las disposiciones.
Y me fui de la sala, reconcentrado en mí mismo, harto y sin saber qué hacer, ni a dónde ir, ni con quién hablar, desconcertado y perplejo, rumbo a no sé dónde, con mi ruego roto en la boca.
Y de pronto me vi en el medio del bulevar, muy cerca de la estación Plaza Venezuela; bajé con mucha prisa las escaleras –a lo lejos pude sentir el rumor de hojalata que anunciaba la aparatosa llegada del tren– y en eso pegué otra carrera más hacia la puerta; sonó el pito y di un salto más o menos largo, el vagón estaba a punto de largarse y tenía más de medio cuerpo afuera; cuando la puerta estaba ya casi casi cerrándose, un niño –casi un clochard, casi un fool– me agarró del brazo y terminó de jalarme hacia adentro.
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