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Zbigniew Herbert: «La suerte de los pájaros en los tiempos difíciles»

Poeta enorme y ensayista también enorme, Zbigniew Herbert (Lvov, 1924 - Varsovia, 1998) fue reconocido, entre otros, por el Premio Austríaco de Literaturas Europeas (1965), Premio Herder (1973) y Premio Jerusalén (1991)

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Estaba, pues, yo cerca de la mitad del libro editado por Lumen que recoge la poesía completa de Zbigniew Herbert, cuando me tropecé con un poema titulado “Mona Lisa”, como ustedes bien saben y Gombrich bien lo apunta en su Historia del arte, es una obra que de tanto ser vista la hemos olvidado: “Acabamos por hastiarnos de verla tan frecuentemente en las tarjetas postales e incluso en tantos anuncios”, por lo que leí el poema sin gran interés y con la intención de no detenerme en él hasta que me tropecé con “las cáscaras vacías del destino” y allí me detuve ante esta imagen, releí dos veces el poema, comprendí que el poeta ofrecía la perspectiva de quien venía caminando desde el paisaje de fondo, como si desde atrás se estuviera aproximando a la Mona Lisa. Un ángulo inesperado. Busqué la imagen, en Google –por supuesto–, y con los dedos ampliaba el borroso y esfumado paisaje, entonces me enteré de que el fondo del cuadro era o es uno de los grandes temas para los estudiosos del arte. Gombrich, a quien recurro por mis básicos conocimientos de arte, informa de la técnica inventada por Leonardo: el sfumato. A ella se le atribuye la fascinación que tal cuadro despierta junto a lo que él llama un paisaje fantástico quebrado en el horizonte lo que ofrece dos perspectivas del cuadro según el lugar donde uno se pare a observarlo. Así tenemos un texto que revela unos ojos que han mirado seguramente la obra y no una reproducción y tal fascinación lo lleva a escribir este poema que forma parte de un poemario escrito en 1961 titulado Estudio del objeto. En él, ubica el mundo del pintor por encima del mundo de Dios como premisa de su propuesta.

Releo:

“entre el segundo y el tercer dedo

de la mano derecha

hay un hueco

y en ese surco introduzco

las cáscaras vacías del destino”(p. 235).

Encontrar entre los dedos de la mano derecha de la Mona Lisa el destino, la mano de esa mujer “raptada de su casa y de la historia” –vean qué bella imagen para señalar lo que el arte hace: raptar–, me llenó de asombro y emoción. Lleguemos a los versos finales:

“entre su espalda negra

y el primer árbol de mi vida

yace una espada

un abismo fundido”.

Es ese abismo que se observa difuminado detrás de la mujer. Herbert no describe el cuadro, lo vive y lo hace suyo con impecable maestría. Penetra en él después de haber sido penetrado, ese es el movimiento de la creación poética, la yunta entre el poeta y el afuera, entre el afuera y el poeta. Ser penetrado y penetrar, ese es el movimiento que marca el ritmo del poema. De la contemplación, lo pasivo que recibe, a lo activo que escribe.

Y esto es lo que hace la poesía: te devuelve como algo extraordinario aquello que perdió brillo y se convirtió en común de tanto verse, de tanto decirse, de tanto hacerse.

Zbigniew Herbert, quien trabaja con las más inesperadas cosas cotidianas, es un poeta y un maestro para tiempos difíciles. Su fortaleza interior y su don poético le permitieron mantener viva la levadura del arte y la cultura a pesar del oprobio, la destrucción, la pérdida que marcaba a su geografía y su tiempo. Su manera de responder a la famosa afirmación de Adorno: “escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad”, ha sido la de un hijo que no ha permitido que se le aparte de las raíces de su tradición, del corazón de su madre. No es fácil transformar el horror, la dificultad que implica poner orden a un caos que se está viviendo en el momento es grande. Los mecanismos totalitarios aniquilan al sujeto, lo anulan, lo ponen en presente, le borran el pasado, al futuro lo hacen aún más incierto. Resolver el día a día, abrumar con demandas burocráticas, sentir la pérdida de la libertad ciudadana, la anulación de la intimidad –gracias Orwell por ser uno de los que lo avizoraron–, ser despojado de hasta la más mínima garantía vital, vivir en el miedo a perder lo poco o nada que se atesora, conduce a la aniquilación del yo y, en consecuencia, del eros creador. Mantener encendido su fuego en medio de tal situación exige coraje y furia (1), arrebato; una madera de singular carácter.

Bien lo advierte en su primer libro, Cuerda de luz, escrito en 1956: “Donde termina el canto comienza el crepúsculo” (p. 27). Para mantener viva la civilización es necesario el canto, la poesía y más en una sociedad cuya atmósfera opresiva lo lleva a reconocer que “Al silencio le fue retirada la respiración” (p. 28). La voz de un pájaro hace la confesión desgarradora: “yo pajarillo conozco conozco bien mi lugar / encadenado a la rama quisiera ser una hoja /esa hojita más pequeña que se estremece” y continúa: “sacrificar las alas duele al principio / pero a partir de este dolor el canto es posible” y luego se dirige a otro pájaro, ya estamos en las últimas cuatro líneas del poema:

“guarda la pluma en ella están los colores

del miedo del amor y de la desesperación

y tal vez con ella escribas un poema

sobre la suerte de los pájaros en los tiempos difíciles” (“Pajarillo”, pp. 138-139).

Y sobre este drama, en torno a este acontecimiento se funda la obra de Herbert. Los tiempos difíciles. Alguien podría alegar que todos los tiempos son espinosos, complicados, pero cuando confluyen la pérdida de libertades colectivas e individuales con el fin de anular el sujeto, para mantener un poder hegemónico, estamos ante un verdadero tiempo difícil.

Por eso la poesía de Herbert, su monumental obra, es aleccionadora para otros pájaros encadenados. ¿Cómo responde el poeta ante el tiempo difícil, cómo mantiene su voz? En su escritura poética se dan dos movimientos que le dan solidez a su canto: el apego a los objetos que lo mantienen conectado al presente oprobioso y el vuelo que le dan la mitología y la cultura occidental. Estos serían la trama y la urdimbre de su tejido poético: “qué sería el universo / si no lo completara / esa incesante ajetreo del poeta / entre las aves y las piedras” (p. 96).

En sus poemas logra elaborar con consciencia creadora un discurso cuyo tejido tupido integra ambos extremos con un dinamismo que a veces deja desnudo al objeto y otras al mito o al contenido cultural que lo ocupa. Este discurso busca darle de nuevo su brillo a lo que se nombra y esto, luego de haber descubierto su voz en aquellos cuadernos editados por la UNAM, me lleva a un par de versos que quedaron latentes en mi memoria leídos en alguna revista digital y que ahora para mí adquieren una dimensión más plena: “no os sorprendáis de que no sepamos describir el mundo/ tan solo hablamos a las cosas con ternura por su nombre de pila” (p. 101). Y así, “Ternura”, titula uno de sus últimos poemas publicados. Quien haya leído algunos poemas de Herbert habrá apreciado que la ironía es uno de los rasgos resaltantes de su lenguaje, por ello sorprende la palabra ternura y esa familiaridad con el mundo que subraya. En estos dos versos nos deja claro que su poética en torno al objeto es ajena al simple registro o a la descripción.

Tal vez porque yo también tengo un taburetico amado que me acompaña desde hace veinte años, objeto que a veces contemplo con cariño, me quedé saboreando ese poema de amor que simplemente titula “Taburete” (p. 59) y que forma parte de su primer poemario. Allí está esa ternura, esa confianza que le permite designar por su nombre de pila a ese mueble básico tan sin importancia en el entorno doméstico.

Su manera de mirar el mundo le permite elaboraciones complejas a partir de lo más sencillo. “De la tecnología de las lágrimas” (p. 209) es un poema que demuestra la originalidad y maestría de Herbert: la asociación es simple, las lámparas de lágrimas de cristal relumbran y puedo imaginarme al poeta contemplando la forma tallada de una lágrima iluminada, para luego construir la belleza a través de sus palabras. Es inevitable aquí recordar el lugar común de que un poeta ve distinto el mundo. Y esa posibilidad puede salvar del horror.

Un horror plasmado en una pequeña escena cotidiana en el poema “La sal de la tierra” (p. 71). Lo aquí poetizado solo puede comprenderse en profundidad, en plenitud por quienes han perdido todo, aquellos que viven bajo el oprobio. Una mujer tropieza y se le caen unos cubos de azúcar: toda una tragedia para quién llevaba un tesoro.

El poema “Los cinco” llama la atención sobre cuál es la sustancia que debe tratar el poema al cuestionarse a sí mismo por cantarle a temas habituales de la tradición poética. Cinco hombres son fusilados y escribe con su lúcida conciencia poética: “no me he enterado hoy de esto / lo sabía no precisamente desde ayer / entonces por qué estuve escribiendo / fútiles poemas sobre flores” (p. 125), pero él no se coloca en una encrucijada sino en un camino donde confluyen las diversas vertientes de la realidad, todas sustancias para el poema, así el amor, el paisaje, las flores son temas tan legítimos como el horror que lo rodea y, a causa de ello, finaliza el poema con: “una rosa ofrecer / al mundo traicionado”.

Las circunstancias, como ahora sabemos bien, tiñen todos los acontecimientos y el poeta cuando habla de su tiempo no puede eludir la atmósfera oprobiosa del totalitarismo. Cómo hacerlo si su presencia está gravitando hasta en los más pequeños e íntimos actos. Ante esto Herbert integra, y esto me parece muy importante y es un camino abierto para estos tiempos, los extremos y sus matices, lo oprobioso y lo sublime, la belleza y el horror. Eso sí, rechaza el uso de la poesía como ornamento, posición que deja clara en el poema “Ornamentadores”.

Tal integración se manifiesta claramente en sus poemas de temas mitológicos que transitan toda su obra. Su vinculación con los cuatro elementos asoma en varias ocasiones a lo largo de sus libros, pero también su mundo simbólico y mitológico está pleno de significados cristianos. “Jonás” es uno de sus poemas más famosos. “Nique cuando vacila” (p. 66) es una expresión del diálogo entre el mito y la historia, su escritura es una incesante reelaboración de los mitos, a los cuales introduce de manera despiadada en la vida común contemporánea, tal como lo hace con el rey Midas, con el Minotauro, con Ícaro. Para quien tenga alguna referencia sobre mi obra sabrá que un poema titulado Prometeo, me despierta un interés particular –ese mundo de los titanes lo atravesé con los trabajos interminables–. Pero este “Prometeo de viejo” (p. 374) que nos ofrece Herbert es una dolorosa sombra del titán, un bagazo de su ímpetu que lo llevó a robar el fuego para los humanos. Ahora, es un hombre casado, resignado, que escribe sus memorias; el ambiente de la casa donde está tiene las coordenadas claves del mito: un alegre fuego en la chimenea, un águila disecada y el elemento perturbador y esencial de este poema escrito en prosa que el autor deja para el final, como si un puñal clavara: “una epístola gratulatoria del tirano del Cáucaso y que gracias a la invención de Prometeo logró reducir a cenizas la ciudad sublevada. Prometeo esboza una sonrisa. Tal es ahora su única forma de expresar su disconformidad con el mundo.”

Y la mención del tirano me lleva a otro de sus poemas emblemáticos: “Un país”. El uso del símbolo de la araña, su tela y su saliva como representación del poder hegemónico es especialmente expresivo de la asfixia existencial que crea la falta de libertad ciudadana. Asfixia que lleva un ritmo como el que elabora en “La canción del tambor”: “por fin marcha la humanidad entera / por fin todos van al mismo paso / un cuero de becerro y dos baquetas / derribaron torres y soledades/ y quedó aplastado el silencio / la muerte no es terrible si es en masa” (p. 136). Para finalizar con: “y quedará solo un tambor tambor / dictador de músicas aniquiladas”. Sobre la banalización del asesinato en masa, escribirá ya casi al final de su vida un poema sobre cómo las personas se fascinan con los detalles del asesinato de una persona y no se conmueven ante los asesinatos en masa.

La línea temático-expresiva resultante de la cita entre la ironía y el humor para caricaturizar el mundo, muchas veces en clave ideológica, se observa especialmente en Inscripción (1969), el poemario previo a la aparición de Don Cogito (1974), libro que marcó un hito en su escritura poética. Con ese mismo humor trata a la mitología, dos poemas para ilustrar estos, son: “Intento de disolución de la mitología” (p. 230) y “El nudo que falta” (p. 231). La ironía es un mecanismo de denuncia contra el poder, dejando claro desprecio hacia los gobernantes que se creen absolutos: “… el emperador ahora es un ciempiés que se arrastra por el suelo buscando restos de comida” (p. 211). Pero esa ironía también se manifiesta en “La gallina” (p. 188), esa que le “recuerda a ciertos poetas” que cacarean en torno a un poema escrito.

Pero detengámonos en Don Cogito quien emerge como un alter ego pues no lo veo como un personaje sino como la expresión de la suma de un mecanismo psicológico y de una estrategia del eros creador, para poner una distancia prudente entre el alma del poeta y el afuera que percibe, tal maniobra le permite hablar de cómo se percibe a sí mismo también. El poema “Las dos piernas de Don Cogito” tiene una hermosa ligereza y se limita a describir cómo son esas dos piernas la de la izquierda y la de la derecha. La primera es Sancho Panza, la segunda es el Quijote. Esto nos habla del equilibrio que se busca en la vida en medio de las contradicciones y los alteraciones sociales y existenciales, pero eso sí deja en claro que es un equilibrio tambaleante. Esta es la primera lectura que le podemos dar al poema pero si seguimos los indicios que Herbert nos ha dado a lo largo de su obra, establecería otro nivel de lectura que tiene que ver con las ideologías pero es sólo una sospecha de lectora. Ya en esta etapa de la poesía de Herbert se nota un discurso marcado por la carnavalizacion, la parodia y la inversión, el llamado mundo al revés. El poeta ya tiene 50 años cuando publica este libro, es un poeta de cierta edad (v. p. 363) que “juega y pierde / estallando en una falsa carcajada” (p. 365). Es este el momento cuando aparece con firmeza la imagen de perdedor en el horizonte de su discurso.

Atacar la razón es uno de los motivos de la existencia de este alter ego, se detiene ante aspectos cotidianos y reflexiona. Destaco “Don Cogito y la música pop” (p. 367) no solo por su originalidad sino por ser “sobre la estética del estruendo” cuya presencia sigue ganando presencia año tras año. La maravillosa perspectiva del autor asienta: “el problema radica / en que el grito escapa a la forma / es más pobre que la voz / que sube / y baja // el grito toca el silencio / pero por su ronquedad / y no por la voluntad / de describir el silencio”. Para finalizar con “suplica una muerte violenta / y le será concedida” (p. 368). El ruido es una manifestación de lo no acabado, de lo crudo según lo que plantea Levi-Strauss. Este poema se convierte en la expresión de un conflicto que nos es altamente conocido y que está cristalizado en Doña Bárbara: la civilización versus la barbarie.

Este libro de 1974 culmina con una tornada, el término llega a nosotros desde la literatura medieval trovadoresca y se refiere a una conclusión o un mensaje que se le da al lector o a quien escuche el poema. La “Tornada de Don Cogito” nos da, entonces, este mensaje: “ve erguido entre los que están de rodillas / (…) te salvaste no para vivir / tienes poco tiempo has de dar testimonio// (…) ve pues solo así serás aceptado en el círculo de las frías calaveras / en el círculo de tus antecesores: de Gilgamesh Héctor Roldán / de los defensores del reino sin linde y la ciudad de las cenizas // Sé fiel Ve”. Xaverio Ballester, encargado de la versión en español, nos advierte en las notas que los héroes nombrados representan tres perdedores épicos en las literaturas sumeria, griega y francesa (v. p. 633) y es quizás el reconocimiento de su filiación con la posición existencial que las circunstancias le otorgaron. De esta manera, el perdedor tiene un linaje y es el verdadero héroe de la sociedad contemporánea. Don Cogito “acepta su papel de segundón / no habitará en la historia” (p. 392).

Pero desde el lugar de los perdedores nos advierte en “Ajedrez” (p. 600): “cuando nuestra mente se pone a dormir / las máquinas se despiertan // debemos volver a empezar / la travesía en pos de la imaginación” porque, hasta el final, Zbigniew Herbert se mantuvo firme bajo el designio que había recibido: ser el vidente de su tribu aunque como confiesa en su poema “Vejez”: “no necesito el desarrollo del tema / porque todo se repite // ahora es mejor / no siento curiosidad”. Un mayor distanciamiento ante la vida y sus acontecimientos nos anuncia la muerte que se acerca, él lo sabe porque tiene buen trato con el tiempo y excesiva lucidez. Por ello, la estrofa final de “Tejido”, poema que cierra su Poesía completa nos dice: “Tenue luz de la conciencia repiqueteo monótono / que mide los años de la isla los siglos / para al final traer hasta la orilla cercana / la barca y la trama la urdimbre y la mortaja”.

Este breve recorrido por tan monumental obra nos revela que el imaginario de Herbert hunde firmemente sus raíces en la cultura occidental para ofrecer un ramaje frondoso que atiende al aire de su época y momento. A esto se suma un camino inevitable para cualquier poeta: el autor deja repetida constancia de su trato con la poesía y la palabra, también de las exigencias y padecimientos que enfrentó en el mundo de la postguerra y detrás de la cortina de hierro.

Zbigniew Herbert ha venido no solo a deslumbrarnos con su palabra poética exacta y justa, con su capacidad de abarcar un inmenso universo cultural para condensarlo en cada poema que escribía, su voz en este momento nos está diciendo que, aunque enjaulados o amarrados, la suerte de los pájaros en los tiempos difíciles es seguir cantando.

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Notas

(1) Me refiero a la furia latina, “el acceso de locura, el arrebato de mente, el extravío violento y una fuerte agitación”. http://etimologias.dechile.net/?furia

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Referencias

Poesía completa. Zbigniew Herbert. Versión, prólogo y notas de Xaverio Ballerter. España: Lumen/ Random House Mondadori, 2012.

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