En este espacio hemos insistido en la determinación de argumentar cómo las políticas de Trump implican una peligrosa regresión para Estados Unidos en materia de derechos humanos y civiles, y el tema lo abordamos como parte de nuestro libro las 94 paradojas para pensar el siglo XXI. En su momento, abordamos los terribles acontecimientos de Charlottesville como lamentable expresión de este retroceso, tras los cuales, por cierto, todo ha empeorado. Como si no fuese suficientemente difícil lidiar con la pandemia, ahora enfrentamos una crispación en el país, tras el asesinato de George Floyd, en Minneapolis.
Ha sido una semana de protestas, por lo general masivas y pacíficas, impulsadas por la indignación y un justificado clamor de justicia, debida a la deuda histórica con la comunidad afroamericana en Estados Unidos. La nación rechaza un racismo sistémico, cuyo cese pasa por una reforma de la justicia penal y la cancelación inmediata de los excesos en las prácticas policiales, entre otras manifestaciones de desigualdad racial en Estados Unidos.
George Floyd murió gritando: «No puedo respirar»… y así se sienten millones de estadounidenses. La sensación de opresión creció después de que su verdugo, el oficial de policía (cuyo historial de brutalidad es vergonzoso), fue acusado de asesinato en tercer grado, en clara manipulación legal para ubicarlo en la sanción más leve. Como si el país en pleno no hubiera visto las imágenes de la muerte por sofocación de George Floyd, un hombre rendido ante la autoridad, esposado, rogando por su vida, así como a los muchos testigos que pedían al oficial que dejara de actuar con alevosía y odio.
El caso de George Floyd es uno de los muchos que suceden a diario, y se suma a una dolorosa lista de recientes situaciones que han llamado la atención e indignación del país entero. Es parte del grueso y doloroso expediente de las injusticias procesales contra personas de color en el sistema penal estadounidense, que llegaron al extremo de condenas a pena de muerte por crímenes no cometidos por los acusados, aplicadas por jurados prejuiciados racialmente o manipulados para llegar a esos fallos judiciales por policías, fiscales y jueces comprometidos en dicha injusticia. Se suma también al flagelo de la encarcelación masiva de afroamericanos y latinos, privados de libertad a partir de enjuiciamientos que no resistirían un examen objetivo y que ha redundado en privativas de libertad. Para contextualizar esta afirmación vale la pena dar lectura al informe apartidista de la prestigiosa organización Sentencing Project, presentado a la relatoría para los derechos humanos de la ONU. Allí se documenta en detalle la injusticia, por ejemplo: Aunque los afroamericanos y los latinos representan 29% de la población de Estados Unidos, integran 57% de la población carcelaria; y la razón de este exceso es que resulta más probable que los fiscales acusen a las personas de color por delitos que conllevan penas más pesadas que a la población blanca, a todo nivel. Son muchas las causas, incluyendo, además de los prejuicios, el acceso a una defensa adecuada que no es posible para las poblaciones vulnerables o en situación de pobreza, fundamentalmente, personas de color. Pero más aún, la acción policial suele enfocarse prejuiciosamente en contra de las comunidades de color, por los mismos hechos, como demuestra el informe citado. Entre muchas otras cifras y hallazgos los afrodescendientes tienen 3,7 veces más probabilidades de ser arrestados por posesión de marihuana que los blancos, a pesar de que su tasa de consumo de marihuana es comparable. Esa realidad se ha agravado, expresándose como una tendencia en todas las ofensas legales; y las cifras son igualmente alarmantes cuando se examinan las dificultades de reinserción a la sociedad, después de cumplir condena penal, para la población afroamericana o latina, comparados con los exconvictos anglosajones.
No podemos, pues, sustraer nuestra mirada de la esencia de este movimiento contra la injusticia racial; y limitarnos a señalar responsabilidades por los disturbios aislados y la violencia que conllevaron, unas veces, por la acción deliberada de los agitadores, otras, por oportunismo y otras más, como respuesta a la desmedida represión de la policía. Mucho menos podemos admitir la manipulación que intenta deslegitimar la protesta tildándola de violenta por diseño o sugiriendo que obedece a una agenda ideológica o de desestabilización. No. Ese no es el caso. La realidad es que hay un déficit de justicia racial, que se evidencia en muchos órdenes; y su único responsable no es Trump (cuya visión de las cosas y ejercicio como presidente es parte crucial del problema), pues se trata de una cuestión sistémica, que requiere correctivos en distintos planos, desde el ámbito federal hasta el nivel local de gobierno.
Como el presidente Obama escribió esta semana, en un magnífico artículo, o lo que expresó Joe Biden, el martes, en un discurso brillante en Filadelfia, la fuerza del movimiento radica en evitar la violencia o los saqueos, que en última instancia podría afectar a los negocios de personas de color; pero sobre todo, en reivindicar la legitimidad del derecho fundamental «de congregarse y exigir al gobierno reparación por los agravios», como se establece en la Primera Enmienda de la Constitución. Las protestas en Estados Unidos, como subrayan Obama y Biden entre muchas otras voces y líderes sociales, son esencialmente pacíficas y legítimas. Están basadas en un reclamo de justicia. Eso es lo que debe abordarse adecuadamente y de buena fe, para evitar la desviación indeseable hacia el círculo vicioso de represión y violencia.
El presidente Trump ha sido muy controversial y divisivo. Se ha negado a escuchar los reclamos de justicia racial, causal de estas protestas. Da la impresión de que, por falta de empatía, no los entiende ni encuentra cómo relacionarse con ellos. Más bien, ha respondido hablándole a su base política, que incluye a muchos que son parte del problema que se denuncia. Su reflejo ha sido aumentar la represión. Y, lo más peligroso, con prescindencia de la norma constitucional, amenaza con desplegar a los militares dentro de los estados contra sus propios ciudadanos, y sin que medien solicitudes de intervención por parte de los gobernadores. En su discurso frente a la iglesia St. John’s en Washington DC, Trump se abrió paso luego de reprimir brutalmente una protesta pacífica en la plaza Lafayette, frente a la Casa Blanca; y además de hablar de la militarización de los estados, en lugar de sanar las heridas de la sociedad, abrazando el planteamiento de la defensa de los derechos civiles y proponiendo una reforma al sistema de justicia, aludió a los derechos de los ciudadanos bajo la segunda enmienda de la Constitución, usando la técnica que en comunicaciones políticas se denomina “silbato canino”, para sugerir que quienes no están de acuerdo con las manifestaciones, pueden volverse contra otros ciudadanos con sus propias armas si es necesario (o para apoyar su agenda). Es una pesadilla. Un uso, en extremo imprudente e irresponsable, del poder presidencial.
La pandemia, contexto en el que se producen las protestas, ha expuesto las inequidades que afectan a las comunidades de color con asimétrico descomedimiento. El porcentaje de personas infectadas por covid-19, fallecidas y cuyos trabajos o negocios se perdieron, son personas de color en medida muy superior al resto de la población. Por lo tanto, ningún contexto podría ser más peligroso para la intolerancia, la demagogia y el libreto del populista autoritario.
Urge un discurso reparador y un debate sosegado sobre reforma, igualdad ante la justicia, oportunidades e inclusión racial, para fortalecer nuestra democracia y revitalizar nuestro contrato social. Esto exige liderazgo con empatía. Ideas concretas. Bipartidismo. Requiere que todos escuchemos y nos unamos. No escalar en la represión, ni mucho menos atizar los ánimos ya caldeados con la gasolina del cinismo.
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