Por EDUARDO AGUIRRE ROMERO
“No puedes volver atrás y cambiar el comienzo,
pero sí puedes empezar ahora y crear otro final”.
C.S. Lewis
Nada más difundirse que el Papa Francisco haría, en noviembre de 2019, una visita pastoral a Japón me propuse escribir un artículo sobre ello. No soy un experto en este país, me motivó la lectura de un viejo libro del periodista Luis De Oteyza, destinado en 1943 a Venezuela como embajador: En el remoto Cipango. Jornadas españolas (Ediciones del Viento, 2013), pero también mi íntima sospecha de que el bien sobrevive incluso a las bombas atómicas. Cubrir la visita in situ superaba mis posibilidades y me decidí por otra clase de viaje: el que va desde mi biblioteca personal a la Biblioteca Pública de León. Recomendaré libros y filmes acerca de las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki, sobre todo desde la óptica nipona. Me evité aeropuertos y estaciones, pero aun así no cabe calificarlo de paseo, pues hube de cribar lo que sabía de lo que creía saber. No basta con reconocer la imagen aérea de los hongos atómicos, Hiroshima y Nagasaki son mucho más que iconos de la cultura de masas. “¡Qué importancia tiene morir por un balazo o por una bomba atómica!”, había espetado poco antes un mandatario de Washington… pero cómo combates al mal si lo tiene. El Eje era el mal, sin duda, pero a mí me interesaban también las víctimas inocentes. Lectura a lectura, visionado a visionado, deambulé por uno de los mayores sufrimientos infringidos por el hombre al hombre.
El 6 y el 9 de agosto de 1945, dos bombas −la primera, de uranio; la segunda, de plutonio−, lanzadas por el Ejército estadounidense, mataron a unas 120.000 personas, otras miles quedaron heridas y muchas irían falleciendo por la radiación. En segundos, vidas y edificaciones quedaron volatizadas. Los bombardeos sobre Tokio habían causado aún más víctimas mortales, pero en Hiroshima y Nagasaki los heridos envidiaron a los muertos. ¿Ha superado Japón aquel sufrimiento? Hasta que comprendí que la pregunta debía ser otra: ¿debe ser superado?
El Proyecto Manhattan agrupó en Estados Unidos a más de 130.000 empleados, quienes trabajaron en secreto y en grupos aislados entre sí. Tuvo un coste de 2.000 millones de dólares. Grandes científicos, liderados por Oppenheimer y bajo la supervisión del general Groves, fueron reunidos para construir algo capaz de conseguir la rendición incondicional. Además de los complejos problemas técnicos que debían ser resueltos, en algunos científicos iban surgiendo dilemas éticos para los que no tenían la respuesta. Los nazis también intentaban fabricar una bomba atómica, pero sus científicos no lo lograron. Una vez derrotado Hitler, un grupo del Proyecto propuso que la bomba fuese arrojada sobre una isla desierta, para que los japoneses conociesen su poder destructivo y se rindiesen. No se les hizo caso.
Durante los años de la ocupación, MacArthur ordenó que se aplicase una férrea censura acerca de los daños, reforzada por la propia autocensura japonesa. Los hibakusha, supervivientes de los ataques nucleares, padecieron la estigmatización de parte de la sociedad, que les consideraba “infectados”. Y además estaban sus sentimientos de culpa por haber sobrevivido. El belicismo puso al país al borde de la destrucción total, pero no todos los japoneses eran “demonios amarillos”. Antes, lo intuía; ahora, tras mi viaje, lo sé. Las bombas atómicas no hicieron distinciones entre inocentes y culpables, como tampoco las hacen las ametralladoras, pero el terrible logro de la ciencia llevó a Oppenheimer a afirmar: “Los físicos hemos conocido el pecado”.
El presidente Truman lo justificó con que había sido necesario para evitar la muerte de un millón de soldados estadounidenses. Algunos historiadores aún lo mantienen así, como Martin Higgins, pero hoy predomina la convicción de que en agosto de 1945 la mayor parte del alto mando japonés estaba dispuesto a rendirse, si se les garantizaba la continuidad del emperador. Según esto, las bombas fueron arrojadas, no para derrotar a un enemigo ya derrotado, sino como advertencia a la URSS. ¿De haberlas tenido el Ejército nipón las habrían utilizado? Sin duda, sus científicos también buscaban armas de gran capacidad destructiva.
Estos libros y filmes que voy a citar no son canon, sino propuesta. Mi iniciación, mi viaje. Pretendí limitarla a la visión nipona pero enseguida percibí que, por ejemplo, el halo de bondad que recorre Nagasaki, de Yamada, dialoga −no necesariamente de forma consciente− con la que impregna Los mejores años de nuestra vida, de Wyler. Gran parte de los autores japoneses aquí citados conocieron directamente el horror de los ataques atómicos, ellos o sus familias. El problema, tan viejo como el mundo, es que el enloquecimiento de una minoría contagió a mayorías, y las que no se dejaron contagiar −los inocentes− padecieron desde ambos lados, lo que viene a ser como morir dos veces.
Empecé con visiones generales, necesitaba comprender por qué aquella sociedad ensalzaba la obediencia ciega y tenía la rendición como el máximo deshonor. Me fueron de gran utilidad El imperio japonés (Siglo XXI, 1968), de J.W. Hall, historiador estadounidense nacido en Tokio e hijo de misioneros, también Breve historia del Japón (Alianza Editorial, 2000), del californiano Mikiso Hane, hijo de padres japoneses. Seguí con Japón 1941. El camino a la infamia. Pearl Harbor” (Galaxia Gutenberg, 2015)”, de Eri Hotta, también nacida en Tokio. A los japoneses se les inculcaba desde la escuela que habían nacido en un país divino y que el emperador participaba de esa divinidad. No era alentado por este, sino por quienes deseaban tenerlo así alejado del poder terrenal. Con la lectura de Hirohito. La abdicación de un dios (Bruguera, 1966), de Leonard Mosley, concluí que incluso él fue víctima de quienes creen que la guerra es una oportunidad para medrar a costa de la sangre de otros.
El crisantemo y la espada, patrones de la cultura japonesa (Alianza, 2003), de la estadounidense Ruth Benedict, fue un encargo de su gobierno para que les diese pautas culturales para relacionarse con los japoneses, de cara a la ocupación. Un clásico que ha envejecido mal, analiza desde la superioridad. ¿Acaso no lloramos todos en el mismo idioma?
John Hersey publicó en 1946 su Hiroshima (Debate, 2015), primero en New Yorker, que le dedicó el número entero. Habló con supervivientes, utilizando una técnica luego muy imitada, entre otros por Frank W. Chinnock en Nagasaki. La bomba olvidada (Bruguera, 1973) y por G. Thomas y M. Witts en Enola Gay (Plaza y Janes, 1978). Años después, Hersey volvió a hablar con parte de ellos y lo incluyó en las nuevas ediciones del libro. Obra maestra del periodismo.
Historia de los bombardeos (Turner, 2012), de Sven Lindqvist, me sirvió para conocer la evolución del ancestral anhelo de destruir desde arriba. El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia (Paidós 2012) contiene la correspondencia entre el filósofo vienés Günther Anders y Claude Eatherly, este desde su avión dio el visto bueno al Enola Gay para que arrojase la letal carga; sus remordimientos, con intentos de suicidio y reclusiones en psiquiátricos, le llevaron a ser voz de la conciencia antinuclear. Curiosamente, Thomas y Witts lo convierteron en el malo; en cambio, el piloto jefe en la operación, Paul Tibbets, afirmaba que a él no le había producido ningún problema de conciencia. Esto, ¿debe tranquilizarnos o, por el contrario, llenarnos de inquietud?
En la red encontré poemas. En Haremos nacer, de Sadako Kurihará, una partera moribunda ayuda a dar a luz tras el bombardeo de Hiroshima. Puesto de auxilio, de Hiroshi Miroshita, comienza: “Pensando en el susto que me puede dar/mi cara monstruosa nadie me presta /un espejo/ “.
Lluvia negra (Libros del Asterisco, 2007), de Shigematsu Shizuma, es una obra maestra como lo es su adaptación al cine, por Imamura (1990). El espejo pasado a lo largo de los escombros y de la nada. Valga un pasaje: tras el bombardeo de Hiroshima, un soldado es abordado por un pequeño ser carbonizado que le llama por su nombre. “No te conozco”, le contesta con recelo. “Soy tu hermano”, le insiste. Pero él sigue receloso, hasta que lo identifica por la hebilla del cinturón. Tras estas dos tormentas, encontré cobijo en Nagasaki. Recuerdos de mi hijo (2015), de Yojo Yamada. La bomba atómica puede matar a los buenos, pero no puede destruir su bondad.
La vanguardista Hiroshima, mon amour, de Alain Resnais, una producción francesa-japonesa, aporta una profunda mirada sobre cómo las guerras siguen matando mucho después de que hayan concluido. El guion lo escribió Margarite Duras.
Hay películas japonesas cuyas tramas transcurren antes de los bombardeos atómicos pero los percibimos latentes. Fuego en la llanura (1959), de Ichikawa, muestra el canibalismo en el frente de Filipinas. Y las tres entregas de La condición humana (1959), de Kobayashi, son una atroz denuncia de la degradación moral que conlleva el belicismo. Hay un axioma que recorre los filmes de Kobayashi: “Mientras estemos vivos podremos volver a encontrarnos”. Y lo hice mío.
El sacerdote vasco Pedro Arrupe residía en las afueras de Hiroshima y lo cuenta en Yo viví la bomba atómica (Mensajero, 2010). De Kenzaburo Oé, Nobel de Literatura 1994, leí su Cuadernos de Hiroshima (Anagrama, 2011), donde aborda el dilema entre callar y contar, también los rifirrafes entre las organizaciones antinucleares. Toyofumi Ogura escribió Cartas desde el fin del mundo por un superviviente de Hiroshima (Ediciones del pasado y del presente, 2012). Me gustó la novela corta Las flores de Hiroshima (Círculo de Lectores, 1962), de Edita Mora.
Los niños de Hiroshima (1952), de Kaneto Shindo, sobrecoge con su belleza artística y moral. De Kurosawa volví a ver Rapsodia en agosto (1991), con uno de los finales más bellos del cine, y descubrí su Crónica de un ser vivo (1955). En Regresaron tres (1950), dirigida por Jean Negulesco, el responsable de un campo de concentración japonés para mujeres cuenta a una prisionera que acaba de perder a su esposa e hijos en Hiroshima, ella se apiada y le dice: “Todos llevamos en el corazón a nuestros hijos”. En la siguiente escena el japonés observa a unos niños del campamento coger desperdicios de la basura y se los lleva a su propia casa con la promesa de darles de comer. Una vez allí, rompe en sollozos.
Una de las cumbres internacionales del comic es el manga Pies descalzos. Una historia de Hiroshima (Debolsillo, 2005), de Nakazawa.También alcanza gran calidad artística, pero sin sus niveles críticos, la versión anime (1983), de Mori Nasaki, y su continuación (1986). Asimismo, centrado en los bombardeos sobre Kobe, La tumba de las luciérnagas (1988), de Takahata, a partir de la novela de Nosaka (El acantilado, 2017), sobre dos huérfanos que morirán de inanición; su versión con actores es también excelente. Vi En este rincón del mundo (2016), de Katabuchi. Y el documental animé En un día trágico de verano…Hiroshima (1988), de Mitsuko Ono, sobre la muerte de las niñas de un colegio. El manga Autobiografía (Astiberri, 2013,) de Mizuki, es otra visión sin concesiones de la violencia de los suboficiales contra sus propios hombres.
La figura de Takashi Nagai ha sido uno de los grandes descubrimientos de mi viaje. Réquiem por Nagasaki (Arcaduz, 2017), de Paul Glyyn, es la biografía del médico católico Takashi Nagai, autor de la célebre Las campanas de Nagasaki. “En lo más profundo de nuestro dolor podemos descubrir algo hermoso, puro y sublime”, escribió. Nagai estuvo considerado, ya en vida, un santo.
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Al demoledor Flores de verano (Impedimenta, 2011), de Tamiki Hara, le siguió Diario de Hiroshima de un médico japonés. 6 de agosto-30 de septiembre 1945 (Turner, 2005) de Michihiko Hachiya, quien en sus últimas páginas ofrece un testimonio sobre el primer contacto con la fuerzas médicas de ocupación: “Al recordar la bondad de esa gente no puedo concebir la venganza; y todavía hoy, ahora, siento calor en el corazón al evocar los días pasados y la bondad compartida”, concluye. Tampoco todos los estadounidenses eran “demonios blancos”.
“¡Qué país tan extraño es Estados Unidos, capaz de hacer películas maravillosas y de tirar bombas atómicas!”, exclama el espíritu del hijo muerto, en el filme de Yamada. Y me pregunté qué sentirían en 1954 los japoneses al escuchar en El intendente Sansho, de Mizoguchi: “Si una persona no siente caridad no es una persona. Incluso ante tu enemigo hay que sentir caridad”. Y visualizo al bondadoso Nagai buscando entre los escombros algún resto de su mujer, hasta que da con algo carbonizado que identifica como sus dedos pues tienen fragmentos de su rosario… entonces, siente alivio porque concluye que cuando fue volatizada se encontraba feliz… en su cocina y rezando. No supera el olvido, sino el corazón.
Según Manuel Leguineche en La guerra Infame (Círculo de Lectores, 1995), Hiroshima ha quedado convertida en un parque temático sin autocrítica. No lo sé. Y recordé El largo viaje (2013), de Jonathan Teplitzky, la historia real del preso británico que muchos años después localizó a su torturador japonés y, tras superar su plan de venganza, logró perdonarlo.
Nada envejece más rápido en cine y en literatura que aquello que es únicamente propaganda. Gran parte del cine estadounidense de aquellos años mantiene su calidad artística, pero hoy resulta evidente el dirigismo para que la opinión pública aceptase los bombardeos sobre ciudades japonesas. “Destruirnos antes de que sea demasiado tarde”, ruega a los pilotos estadounidenses que bombardean Tokio el padre de un fanático militar nipón en Tras el sol naciente (1943), de Dymitryck. En El corazón Púrpura (1944,), de Milestone, aviadores estadounidenses apresados por bombardear Tokio prefieren ser ejecutados a delatar desde dónde partieron; al escuchar la sentencia, el capitán proclama: “Pueden quitarnos la vida pero volverán más bombardeos… arrasarán vuestras ciudades día y noche, por miles….. hasta que no quede nada en pie de vuestro asqueroso imperio”. La propaganda había creado en la opinión pública el sentimiento de que el ataque contra Pearl Harbor debía ser vengado. Y Truman era un político.
En la excelente Eran cinco hermanos (1944), de L. Bacon, uno de ellos asegura tras escuchar por la radio que Pearl Harbor ha sido atacado: “Les borraremos del mapa en semanas”. En la sutil Una historia verdadera (1999), de David Lynch, a dos ancianos excombatientes se les humedecen los ojos al contarse vivencias en el frente, tanto por recordar a sus compañeros caídos como por intuir que la guerra fue también engaño. A Eastwood le debemos Cartas desde Iwo Jima (2007, gran aproximación estadounidense al bando japonés.
El Papa Francisco rezó en los epicentros del dolor. Ante los corresponsales, expresó su deseo de que el catecismo incluya como pecado tanto la utilización de armas nucleares como su posesión.
El mal no debe ser utilizado ni siquiera contra el mal; por ello, las victorias han de ser además morales, única forma de no quedar contagiado por los defectos del enemigo. Hiroshima y Nagasaki no fueron victorias morales, como sí lo fue el desembarco de Normandía. Quizá la llamada soledad del mando conlleve esa dificultad. No obstante, MacArthur posibilitó a un país vencido y arruinado renacer como potencia económica. Explicarlo solo en que Estados Unidos necesitaba un amigo anticomunista es arbitrario, fue también eficaz ingeniería emocional.
Y si hubo una sociedad japonesa que después se sintió representada en la actriz Setsuko Hara y en el actor Chishu Ryu, en los arquetipos de bondad de sus personajes, es porque estaba ahí, antes de las bombas atómicas y después. La misma que refleja el anciano que con los ojos llorosos en la escena final de Salvar al soldado Ryan (1998) le pregunta a su familia si ha sido buena persona.
En el citado manga Pies Descalzos, como en su versión anime, la madre del protagonista exclama tras escuchar el mensaje radiofónico del emperador Hirohito, en el que anunciaba la derrota: “Si sabía que todo estaba perdido desde hace tiempo ¿por qué no lo paró antes? “.
Cuánta belleza hay en Mr. Tank you (1936 ), de Hiroshi Shimizu, basada en un cuento de Kawabata, premio Nobel en 1968, sobre un bondadoso conductor de autobús. Muchos hombres y mujeres como míster Gracias quedaron volatizados el 6 y 9 de agosto de 1945. Cuántos inocentes como ellos murieron en Normandía… en Dresde… en Nankin… en Guernica… en ….
Como la inesperada tabla que salva al náufrago, llegó a mí Tiempo de Hiroshima (La línea del horizonte, 2018), del español Suso Mourelo, quien pasa temporadas en ella. La ciudad ha dejado de ser “sinónimo de tristeza”, asegura. Cuando pregunta a Sorimoto cómo han superado tanto dolor le dice: “Tenemos yurusu bunka, cultura del perdón”. Si un día visito el archipiélago, llevaré su libro en mi mochila. Tiene luz.
Hasta aquí mi viaje. No he podido regresar al puerto de partida, ya no existe. Para dejar atrás el corazón de las tinieblas antes has de adentrarte en ellas, y lo hice. “¡El horror, el horror…!”, anunció Kurtz. Pero también es cierto su reverso: el amor, el amor. Y que, en efecto… mientras estemos vivos podremos volver a encontrarnos.
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