Pues sí, mañana 10 de enero, cuando Nicolás Maduro, electo presidente de la República como producto de una farsa electoral perpetrada el 20 de mayo de 2018, se juramente ante el Tribunal Supremo de Justicia, tan ilegítimo como la espuria asamblea nacional constituyente, su situación será de mayor vulnerabilidad para gobernar al ser desconocido y repudiado por la comunidad democrática internacional, no solo por los países que integran el Grupo de Lima, que lo instó “a no asumir la presidencia y respetar las atribuciones de la Asamblea Nacional y transferirle provisionalmente el poder hasta que se realicen nuevas elecciones”.
El narcorrégimen, miope como siempre, contestó con insultos llamando al grupo “el cartel de Lima”; también el Parlamento Europeo, cuyo presidente Antonio Tajani fue enfático al salirle al paso a una noticia falsa, salida de los laboratorios del régimen y reiteró que no reconocen la dictadura de Maduro, que “Venezuela debe recuperar la libertad y la democracia con elecciones limpias”.
Se trata de un rechazo determinante y abrumador por parte de una comunidad internacional que se está ocupando de la trágica situación venezolana mediante los instrumentos de la diplomacia.
Así mismo, la Conferencia Episcopal Venezolana afirma que no tendremos un presidente legítimo el 10 de enero, porque su gobierno “ha causado un deterioro humano y social en la población y en las riquezas de la nación… por lo que su desempeño se ha hecho ilegítimo y moralmente inaceptable”.
A lo interno, la posición de Maduro no puede ser más escabrosa: atormentado por la deserción de algunas de sus fichas que huyen para incriminarlo en innumerables delitos, como genocidio, torturas, un sinnúmero de violaciones de los derechos humanos, corrupción, fraudes, narcotráfico, todo un cúmulo de crímenes por el cual será juzgado y condenado, y el miedo a poder ser asesinado, no necesariamente por el imperio, como se empeña en señalar, sino por alguien que pueda surgir de sus propios filas.
En cuanto a la FANB, se encuentra absolutamente desmoralizada, priva un cuadro inédito con la deserción de miles de hombres que conforman la tropa profesional, con un alto porcentaje que se ha unido a la diáspora debido al hambre y la crisis social que afecta a sus familias, tanto como al resto de la población.
A veinte años de la fatídica y fracasada revolución bolivariana, la mayoría se aferra a una esperanza, como si mañana 10 de enero se produjera el milagro de la salida del dictador; lamentablemente no será así, pero sí se agudizará su calvario al sufrir un rechazo universal que va in crescendo a pasos acelerados.
Lo que se produce mañana, usurpación o vacío de poder, son disquisiciones jurídicas; para el resto de los ciudadanos de a pie hay un presidente de facto, sin legitimidad de origen cuya salida es cuestión de tiempo, no mucho, porque cada día que pase tiene menos oportunidad de mantenerse intocable y menos lugares adonde escapar con garantías y no ser entregado a la justicia internacional.
La promesa del nuevo presidente de la AN, Juan Guaidó, al anunciar un gobierno de transición ha llenado de ilusiones a quienes ansían el cambio, merece un voto de confianza, aunque será cuesta arriba lidiar con los dos vicepresidentes que integran la nueva directiva, que atienden a los intereses y dictámenes de Henry Ramos y Manuel Rosales, a quienes el país conoce muy bien por sus trayectorias y manipulaciones políticas, que han permitido prolongar la permanencia de un régimen tan execrable como el de Nicolás Maduro.
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