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Cómo enfrentarse al poder

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Por CARLOS ÁVILA VILLAMAR

La idea moderna del buen gobernante, ligada a la idea moderna de democracia, no se asentó en la humanidad hasta hace unos pocos siglos. Podías ser un rey y matar personas sin razón y dilapidar las arcas del reino en banquetes sin que nadie te lo pudiera reprochar. Se entendía que esa era la naturaleza del poder, no existía el concepto de un rey corrupto, porque el poder en sí mismo se fundaba, y se funda hasta hoy, en la supresión de la libertad del prójimo a cambio de darle seguridad, lo cual es, sin duda, corrupto en su esencia. El primer paso para tener poder, es decir, para ofrecer seguridad a cambio de quitar libertades, es ser más fuerte. Notemos cómo en las jerarquías infantiles o penitenciarias, surgidas espontáneamente, el sujeto con poder no siente vergüenza de su fuerza, no se ve obligado a parecer un representante democrático de los intereses de la mayoría. En el mejor de los casos antes existía el concepto del rey benévolo. Pero la benevolencia solo es la otra cara de la opresión, una forma ingeniosa de reafirmar la facultad del monarca de decidir de manera caprichosa sobre el destino de los otros. El verdadero cambio ocurrió cuando se creó una de las paradojas más sorprendentemente aceptadas sin cuestionamientos por las masas a través de los siglos: el gobierno del pueblo, es decir, la democracia. Se creó la idea de un gobernante que debe ser como el resto de los hombres, que debe obedecer las mismas reglas que el resto de los hombres, básicamente se creó la idea de un gobernante despojado de cualquier evidencia de su poder real. Desde luego, el poder real nunca murió, el poder real sigue siendo necesario para la preservación de las sociedades. Me atrevo a decir que las repúblicas modernas crearon, con la supuesta legitimidad moral de la votación, el primer moralismo autónomamente político de la historia, los moralismos anteriores salían de la religión, única fuente de legitimidad por muchos años, y luego de los nacionalismos, que de manera arbitraria transformaron culturas en religiones. Pero el voto, esa sencilla operación, es el único moralismo que la política no tomó de otro sitio.

Hablo de una legitimidad moral hipotética en la votación, la operación base de la democracia, y trataré de explicarme. Quiero que quede claro que este es un texto de opinión, y que es posible que el tono en el que lo estoy escribiendo no reproduzca mis vacilaciones, mis preguntas sin respuesta. Pero lo importante no es que el escritor muestre sus dudas, sino que las coloque en el lector. Incluso si para eso debe crear una voz que no sea la suya, incluso si para eso debe engendrar indignación en el lector. Porque es sabido que algunas personas solo piensan cuando se sienten ofendidas. Y me queda claro que muchos sentirán una ofensa cuando lean esto: la democracia se basa en una violencia. Las más diversas formas culturales que existen hoy día son sustituciones de actividades primigenias de nuestra naturaleza. El baile reproduce el apareamiento. El deporte, la emoción del combate. La democracia es una versión sublimada de la rendición incondicional de cualquier grupo humano ante un grupo humano más fuerte. En el fondo, es una lucha virtual entre grupos humanos, en la que el grupo numéricamente más débil se rinde por contrato previo ante el grupo numéricamente más fuerte.

Las leyes morales son sublimaciones de reglas de convivencia ancestrales. El incesto causaba hijos débiles. El robo causaba riñas internas. Los muertos no enterrados causaban pestes en las aldeas. Las reglas que se volvieron populares debido a que traían beneficios para aquellas comunidades que las sostenían devinieron en axiomas y se les dio una explicación religiosa. La democracia griega, luego asimilada por las naciones occidentales, ahorra guerras civiles en una época atea donde ya no es plausible la vieja legitimación religiosa del gobernante, ni la legitimación militar de los caudillos, que solo funcionaba tras grandes guerras nacionales. Digamos que las sociedades avanzan mejor cuando hay alguna especie de mitología arbitraria que les haga creer a las personas que deben ser gobernadas por alguien en particular. Cuando esa mitología falla, cuando se descubre la farsa, todo se desmorona, por la sencilla razón de que todos van a querer gobernar. La democracia, repito, no es menos arbitraria que la monarquía, digamos, aunque resulta en nuestro tiempo sin lugar a dudas más útil que la monarquía y otros sistemas, al menos a la hora de procurar la paz. La democracia, la amable suposición de que la violencia de la mayoría es benigna, pone un poder indiscutible en esa persona respaldada por un mayor número de seres humanos, es decir, la persona que en caso de un conflicto podría someter, de así quererlo, con mayor facilidad a las otras.

La democracia es el triunfo, casi tecnológico, de la prudencia. Antes de ser violentamente sometidos por aquellos más numerosos y más fuertes que nosotros, nos rendimos y acatamos. Simple cálculo de las probabilidades de nuestra supervivencia. Este es el secreto: debemos someternos a una ley, incluso si nunca estuvimos de acuerdo en aprobarla, tal como esperamos que otros se sometan a las leyes por las que luchamos, incluso se oponen a ellas. La democracia engendró la sensación en las personas de que los gobernantes debían servirles, y no al revés. Lo cual es naturalmente imposible. Lo más que pueden hacer los buenos gobernantes es hacer que las personas sirvan a otras mientras se sirven a ellas mismas. Si queremos llamarle a eso servicio, bueno, bien por nosotros. Los gobernantes se están sirviendo también a ellos mismos mientras nos sirven a nosotros.

El gobernante que actúa en nombre del pueblo suele verse obligado a parecerse a sus votantes más estúpidos. De hecho, los candidatos que suelen ganar las elecciones deben a menudo su triunfo a haber conquistado la simpatía de la parte más estúpida del país. En el mejor de los casos, el político es un excelente actor. En el peor de los casos no actúa: es un estúpido auténtico. Las democracias más efectivas son también las democracias más simbólicas, las que menos efectos reales pueden tener en un país. La democracia estadounidense es, de una manera retorcida, mucho más simbólica y por tanto efectiva a la hora de mantener la estabilidad del sistema que la mayoría de las democracias latinoamericanas, que son reales y que por tanto suelen causar más problemas que los que resuelven. No estoy diciendo que el sistema estadounidense esté bien, ni que tenga buenos gobernantes, sino que sabe cómo ser estable dentro de sus propios parámetros. No estoy diciendo que haya un sistema mejor que la democracia hasta ahora, sino que la democracia debería limitar considerablemente el poder del gobernante: no por miedo a que el gobernante se separe del pueblo, al contrario, por miedo a que el gobernante sea corrompido por el pueblo. Lo que nadie está dispuesto a aceptar jamás es la verdad oscura de que una cosa es hacerle bien a la gente y otra cosa es hacerle caso a la gente. Y lo peor es que la gente prefiere ser obedecida por sus gobernantes a ser favorecida. Prefiere la fantasía del poder al ejercicio de la felicidad.

Las personas que mayor felicidad han procurado a los pueblos rara vez han sido conocidas, mucho menos queridas, por los pueblos. Científicos que han inventado tecnologías milagrosas. Funcionarios que de manera dedicada y secreta han renovado la educación de un país. Estadistas que han prevenido crisis financieras. Un buen estado debería garantizar que personas competentes y con buenas intenciones tuvieran el poder real, para hacer nuestras vidas más felices y tolerables, mientras que el gobernante de turno se limitara a complacer caprichos electorales. La democracia no debería ser víctima de su propia mitología, no debería ser un fin en sí misma, puesto que no significa nada, debería ser solo una herramienta para que haya un poder indisputado, una legitimidad indisputada, y por tanto estabilidad en un país. Lo demás me parece, y lo digo con tristeza, un romanticismo. El poder es el mal. El bien fue inventado por el mal. Hay una idea cristiana, moldeada en el medioevo, de un dios bueno omnipotente que siempre termina venciendo a un dios malo y menor. En esa idea cristiana, el dios malo se subordina al bueno, es una parte que se desprende y adquiere vida propia, pero no puede vencer sobre la materia original. Creo que con el poder sucede exactamente lo contrario. El mal es la materia originaria, y el bien es la parte que se desprende y adquiere vida propia, pero no puede vencer.

El buen gobernante es un mito necesario, pero un mito. El individuo debe oponerse siempre al poder, aunque de antemano haya perdido la batalla, tal como el diablo medieval se oponía siempre a su creador, sabiendo que iba a perder, sabiendo que le pertenecía y que su conciencia era en sí misma una monstruosidad, una derivación, un engendro, algo que no debía suceder. El individuo debe oponerse al mal del poder, incluso si no tiene otra alternativa que lo remplace. Es decir, el individuo no debe rechazar a los gobernantes, que en su mayoría son infelices o ególatras dignos de lástima, ni proponer gobernantes nuevos, debe rechazar el poder como fuerza impulsora de la sociedad. Aquello que genera y permite la sociedad es también aquello que la corrompe. Y el individuo necesita crear la burbuja moral, necesita crear el bien, y para ello debe oponerse al poder. Desconozco si es posible una sociedad sin la violencia directa o indirecta de unas personas sobre otras, probablemente no sea posible, pero debemos juzgarnos a nosotros mismos como si lo fuera. Nuestra pureza está en no ser corrompidos por la política. Eso significa no ser corrompidos por los políticos, no odiar sin miramientos, lo cual es un facilismo, no inventarse enemigos sobrenaturales, ni defender el honor de los mártires en prejuicio de los vivos. Todas esas cosas que el político que triunfa o que suele triunfar en las democracias aprecia debemos preguntarnos si tributan a los caprichos de la gente o a la felicidad de la gente. Si tributan a la fantasía moderna de la gente de que su gobernante les sirva como un mísero esclavo o a hechos prácticos que harán sus vidas más prósperas. Si tributan a la vanidad, a las banderas y a los himnos, o a la justicia, a leyes que premien el trabajo de los talentosos y esforzados, y no las trampas de los canallas. Oponerse al poder en nuestro tiempo significa no odiar personas, ni a grupos de personas, rechazar, eso sí, la vacuidad.

El arte no enajena, es la política la que enajena. El arte nos impide odiar. He escrito estas interminables líneas para llegar a este punto. El escritor y el artista se oponen de manera natural al poder. No porque deban escribir una literatura comprometida, ni hacer obras artísticas que critiquen tonta e irrelevantemente a los gobiernos, sino porque el arte y la literatura desde su pureza anulan la vacuidad boscosa que las diversas formas de política impregnan en nuestras agitadas vidas. El arte y la literatura, puesto que son la encarnación más noble del individuo, se oponen al mal necesario que es el poder como génesis de la sociedad. El arte y la literatura son el bien, su inutilidad contrasta con la obscena y maligna utilidad de la política. La belleza no es de izquierda o de derecha, no apoya a liberales o a absolutistas, la indiferencia que ha sentido siempre la belleza auténtica por la política ha causado el histórico resentimiento de los políticos hacia los escritores y los artistas. El dios originario vence sobre el dios rebelde, pero lo envidia.

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