Hay una escena de El aviador, la película de 2006 de Martin Scorsese, en la que Leonardo DiCaprio se lava maniáticamente las manos hasta sacarse sangre. En estos tiempos de pandemia esa imagen resulta memorable, porque seguir al pie de la letra las indicaciones de un buen y eficaz lavado de manos después de que hemos tocado algo que puede contaminarnos, la tarjeta de crédito, el dinero, una factura, el periódico, ya no se diga las manos de otro, puede pasar en nuestras vidas de hoy día por algo comparable a una obsesión.
No tocarse tampoco la cara, la boca, los ojos; llevar una mascarilla cuando se impone la necesidad de salir a la calle, usar guantes para tocar los artículos expuestos en el supermercado, desinfectar bolsas y empaques cuando regresamos a casa, y desinfectar, además, la superficie donde los colocamos para desinfectarlos. Cambiarnos de zapatos cuando trasponemos el umbral, usar platos y cubiertos separados, limpiar a conciencia las manijas de las puertas. El horror de la cercanía.
Las asépticas reglas de vida de Howard Robard Hughes, el excéntrico y misterioso multimillonario, el personaje a quien Scorsese busca retratar en El aviador, no eran muy diferentes, solo que él padecía de un trastorno obsesivo compulsivo llamado microfobia, la aversión patológica a todo lo que nos amenaza, pero no podemos ver, bacilos, gérmenes microbios, virus: la parentela infinita del covid-19 que en tan pocos meses ha trastocado de manera tan radical nuestras existencias.
Hughes, piloto, diseñador y constructor de aviones, productor de cine, dueño de compañías aéreas y de casinos en Las Vegas, especulador financiero y evasor fiscal perseguido por la justicia de Estados Unidos, según sus biógrafos heredó esta enfermedad mental de su madre, que no solo se protegía ella de todo lo que pudiera contaminarla, sino que obligaba al hijo a seguir las mismas reglas para enfrentar la legión de enemigos invisibles que la acechaba día y noche en el aire, en la saliva, en los estornudos, en el sudor, en la piel de los otros.
Algunos dicen que su demencia no era hereditaria, sino que provenía de la sífilis. De todos modos, iba más allá del horror de contaminarse, pues, sentado a la mesa, clasificaba los guisantes por tamaño antes de comerlos.
Acosado por el gobierno de Bahamas donde había buscado refugio, y bajo la mira de los inspectores fiscales de su país, frente a los que el presidente Nixon no podía influir como quería para que dejaran en paz a su amigo, Hughes se vio obligado a buscar la protección del dictador Anastasio Somoza, y así aterrizó en Managua en febrero de 1972, adonde se quedaría encerrado por el resto del año en el último piso del hotel Intercontinental. Desde allí le era posible divisar la ciudad, y al fondo el lago Xolotlán, pero era un paisaje fuera de su interés. Quería procurarse un refugio seguro, no conocer un país marginal.
Somoza pensó que había hallado en Hughes un excelente socio para instalar una cadena de casinos en la costa del Caribe, multiplicar la flota de su línea aérea, que solo tenía un avión, y seducirlo para que financiara la construcción de un oleoducto, y, por supuesto, el canal interoceánico, que, como se sabe, es una manía recurrente de los dictadores de Nicaragua.
Solo se entrevistaron una vez, a medianoche, a bordo del jet Gulf Stream de Hughes en la pista del aeropuerto de Managua. Hasta allí subió Somoza, el presidente, para que lo recibiera en audiencia su invitado. Testigo único de ese encuentro sin frutos fue el embajador de Nixon, Turner B. Shelton, antiguo empleado de Hughes en Las Vegas.
Su estampa era para entonces la del conde de Montecristo, preso en la isla de If. Y la única deferencia de Hughes para con su anfitrión fue hacer que le recortaran las uñas, que se dejaba crecer como garfios, y la barba y el pelo, que formaban una hirsuta maraña. La barba y los bigotes se los dejó al estilo Van Dyke, según recuerda Shelton. ¿Le habrá extendido la mano calzada en un guante de látex a Somoza, o se habrá abstenido del saludo?
Nadie pudo verlo nunca mientras vivió en la reclusión del hotel, una pirámide trunca levantada al lado del bunker de Somoza en la loma de Tiscapa, rodeado por su guardia mormona, todos abstemios por regla, y todos fieles de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que se encargaban, a la vez, de las medidas de protección sanitaria; lo bañaban ellos mismos, lo vestían y lo cargaban en brazos cuando había que transportarlo. Y se encargaban también de la contabilidad de las empresas conglomeradas bajo el paraguas de Hughes Tool Company.
Solo se alimentaba de latas de sopas Campbell, y de barras de chocolate Hershey. Hizo instalar en las habitaciones un sistema de purificación del aire, y el personal de la limpieza recogía cada día decenas de mascarillas y guantes desechados, mientras las mucamas debían dejar las sábanas y las toallas en la puerta de la suite. Pero alguna de ellas logró vislumbrar en la penumbra una cama de hospital, y a una enfermera moviéndose alrededor de la cama.
La medianoche del 22 de diciembre se encontraba viendo en la pantalla instalada en la suite la película Goldfinger, la tercera de la serie de James Bond, cuando el edificio empezó a cimbrarse violentamente. Era el primer anuncio del terremoto que arrasaría la ciudad en pocos segundos. Los guardias mormones lo bajaron a toda prisa en una angarilla, utilizando las escaleras de servicio, y fue llevado a la residencia de Somoza, pero se negó a bajar del vehículo. Y como las luces de la pista del aeropuerto se hallaban inutilizadas, esperó hasta el amanecer para abordar el Gulf Stream que se lo llevó para siempre de Nicaragua, mientras abajo se alzaba la humareda de los incendios.
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