El pasado lunes 27 de abril, la Conferencia Episcopal Venezolana dio la buena nueva: la Comisión Teológica del Vaticano aprobó el milagro del doctor José Gregorio Hernández en la curación de la niña Yaxury Solórzano. No fue ese su primer milagro, era solo que ninguno de los anteriores se documentó con el rigor y estándar exigidos por la Santa Sede. El evento desencadenante ocurrió el 10 de marzo de 2017, cuando ella tenía 10 años de edad. Al momento de desplazarse en moto junto con su padre, fueron interceptados por delincuentes para robarles. Les dispararon y una bala la alcanzó en la cabeza y la dejó gravemente herida.
Luego de realizarle los exámenes de rigor, el neurocirujano que la atendió le manifestó a la familia que el pronóstico de la niña era reservado pues quedaría con discapacidad severa. Desconsolada, su madre pidió la intercesión del venerable. A los cuatro días de la operación, Yaxury empezó a reaccionar bien y a los veinte días estaba completamente sana. Ahora solo falta la aceptación del papa Francisco para que se concrete la beatificación del médico de los pobres.
Un trabajo muy completo (539 páginas) sobre su figura fue realizado por María Matilde Suárez y Carmen Bethencourt: José Gregorio Hernández: Del lado de la luz, patrocinado por la Fundación Bigott. En 2005, un año más tarde de la edición anterior, la Biblioteca Biográfica Venezolana, apoyada por El Nacional y la Fundación Bancaribe, publicó José Gregorio Hernández, texto de gran calidad, escrito por la socióloga María Matilde Suárez, antes mencionada. En las lecturas de ambos libros y un texto del propio Hernández, poco conocido por la mayoría de sus fieles seguidores, titulado Sobre arte y estética, colección La Liebre Lunar, 1995, me apoyo para hacer el resumen que sigue.
José Gregorio nació en Isnotú, Trujillo, el 26 de octubre de 1864. Su padre se desempeñó como comerciante y boticario, desarrollando una especial inclinación para tratar y dar alivio a los enfermos del pueblo. No le fue por tanto difícil despertar en su hijo la vocación por la medicina. Entre 1882 y 1888, el joven Hernández realizó sus estudios en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central de Venezuela. Allí fue un alumno aventajado: culminó su carrera en el tiempo estipulado con el grado de doctor.
Ese período mundano de su vida no fue diferente a la de todos los jóvenes de entonces. Una carta que envió a su amigo Santos Dominici, el 22 de octubre de octubre de 1888, lo pone de manifiesto. En ella le indica: “Nada me has vuelto a decir de las niñas Elizondo: supongo que todavía son muy amigas de la casa. Tampoco me has vuelto a dar noticias de Richardini ni de su hermana, descuido mil veces imperdonable puesto que tú sabes toda la importancia que doy a un párrafo que trate de estas personas y que me interesa mucho saber todo lo que tenga relación directa o indirecta con ellas: tú sabes, ese es mi punto débil”.
Algunos han visto en lo anterior –la sospecha o evidencia de que tuvo novia– algo contrario a su pretendida aureola de santo. Esa actitud solo confirma que muchos ignoran que san Agustín (354-430), un gran patriarca de la Iglesia Católica, robó, estuvo casado y tuvo un hijo. A los que pecan de mojigatería les recomiendo leer su maravilloso libro Confesiones.
A mediados de 1889, José Gregorio fue becado por el gobierno del presidente Juan Pablo Rojas Paúl para realizar estudios superiores en París. A su regreso a Venezuela, a finales de 1891, se incorporó a la Universidad Central de Venezuela como catedrático en áreas de su especialización. En paralelo abrió un espacio para la consulta privada en su casa de habitación; mas si algún paciente tenía inconveniente para acudir a su consultorio, él se trasladaba hasta su vivienda.
Su bondad no tenía límites. En la entrada de su residencia colocó una bandeja para que sus pacientes dejaran allí lo que podían pagar por su consulta; pero si alguno de ellos necesitaba dinero, podía tomar sin limitación lo que requería. Cuando sabía que una familia tenía necesidades, se trasladaba hasta donde vivía y dejaba caer un óbolo por la ventana que daba a la calle. Además, siempre contribuía con las fiestas de las iglesias, asilos de huérfanos y cofradías. Todo ello condujo a que tempranamente lo llamaran el “médico de los pobres”. Con los miembros de su familia también tuvo un comportamiento generoso, ayudándolos en sus gastos personales y educativos. En paralelo, él fue reacio a los honores y las alabanzas.
A causa de la muerte de su hermano menor, a la edad de 22 años, la vida de José Gregorio dio un vuelco hacia la amargura que luego, lentamente, se transformó en hambre y sed de Dios. Tomó entonces una decisión importante: renunciar a la vida que hasta entonces había llevado y retirarse del mundo al claustro de la Cartuja de Farnetta, en Italia.
Ingresó al monasterio el 16 de julio de 1908, pero más tarde tuvo que abandonarlo por su poca fortaleza física. En carta que escribió a su amigo Santos Dominici le dice: “Carecía de muchas de las dotes requeridas en el Instituto. No tenía las suficientes fuerzas físicas para resistir el frío, al ayuno y al trabajo manual (…) No tenía suficiente latín ni la demás ciencia indispensable para la profesión religiosa”. Le quedó claro que su vocación era para la vida activa.
José Gregorio Hernández tomó entonces la decisión de regresar a Venezuela. Con la venia del arzobispo, ingresó al Seminario Metropolitano de Caracas, en abril de 1909. Sin embargo, a las tres semanas se reincorporó a sus cátedras en la universidad por insistencia de los estudiantes de dicho centro de estudios y sus antiguos discípulos, así como los consejos de su confesor, monseñor Castro.
Cuatro años más tarde deja nuevamente la docencia, viaja a Roma e ingresa en el Pontificio Colegio Pío Latinoamericano. A los pocos meses enfermó de tuberculosis y se vio obligado a abandonar el seminario. Se trasladó entonces a París, donde fue tratado por tres meses. Su médico le indicó que antes del invierno tenía que retornar a Caracas para evitarse complicaciones. En agosto de 1914 emprendió el regreso con la firme convicción de que su vocación religiosa marcharía en paralelo con su condición de laico.
José Gregorio se encontró con la muerte el domingo 29 de junio de 1919, en horas de la tarde. Un auto lo atropelló cuando salía de una botica, después de comprarle un medicamento a uno de sus pacientes. Al momento de ser impactado, justo antes de encontrarse con la muerte, exclamó “Virgen Santísima”. Una honda consternación se diseminó en toda la ciudad.
El velorio se llevó a cabo en la casa de la familia; de allí fue trasladado hasta el Paraninfo de la Universidad y luego llevado a la Catedral. Cuando concluyeron las exequias y se quiso llevar el féretro hasta la carroza fúnebre para dirigirse al cementerio, la gente humilde de la ciudad fue categórica: “¡El doctor Hernández es nuestro! ¡El doctor Hernández no va en carro al cementerio!”. En ese instante nació la devoción por el santo de los venezolanos, mucho antes de su próxima beatificación.
A la revolución bolivariana hoy la ponemos de lado porque primero es lo primero.
@EddyReyesT
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