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Francisco y el orden global poscoronavirus

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He de afirmar que la humanidad sufre su primera guerra global. No salva a ninguna civilización, nación o comunidad sea rica o pobre, creyente o no, aria o afrodescendiente o parte de una comunidad originaria. Es la primera que ocurre en la historia de los pueblos. Es inédita. Como todas las guerras deja víctimas fatales o sufrientes de su integridad.

Las primeras modificaciones en los ejercicios bélicos tradicionales ocurren llegado el siglo XXI cuando las computadoras hacen lo que antes exige de la violencia cara a cara y en trincheras, como también sobreviene un cambio de paradigma formal a raíz de la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York por un grupo “deslocalizado”.

Las bibliotecas de quienes hemos enseñado por décadas Derecho Internacional o escrito manuales sobre las relaciones entre Estados, naciones de bandera con ejércitos jerarquizados, sujetos a sacramentos al momento de declarar la guerra y hacerla según las fórmulas de “humanidad” para no incurrir en crímenes contra el género humano, se las comieron las polillas del coronavirus.

El encubrimiento de la acción dañosa y su ejecución como si viniese de un fantasma –propio del excepcional terrorismo milenario o sicario– es la regla global. El covid-19 chino en avance luego de una refriega comercial entre dos potencias mundiales, habla por sí solo. No vale, como en el pasado, la neutralidad entre beligerantes.

Lo cierto es que esta fase del drama dantesco que paraliza al planeta y obliga a sus habitantes a refugiarse como cuando ocurriera la décima plaga –“Que nadie salga de la puerta de su casa hasta mañana, pues pasará Yavé por Egipto, para castigarle”, rezan las Escrituras–, al concluir nada será igual. Habrá otro orden. Así lo fue al concluir las dos Grandes Guerras del siglo XX, cuyos predicados hoy se les banaliza brutalmente.

Hace treinta años, cuando una larga transición se inicia con la caída de la Cortina de Hierro y el advenimiento del ecosistema digital que rompe fronteras y aproxima realidades, al punto de que las desmaterializa para volverlas virtuales y al capricho de cada internauta, quien las acomoda a su gusto, nadie imaginaba algo tan crudo y mudo como la pandemia. La fragilidad de la vida volvió por sus fueros, acabó a los hombres-dioses que nos creíamos y transforma en fáciles presas del tráfico de ilusiones.

El caso es que los realineamientos del poder “temporal” y de las finanzas globales se mueven sin miramientos ni pausas.

A la Primera Guerra Mundial la desata un acto volitivo, el asesinato del archiduque de Austria y su esposa, como la declaratoria de guerra del Reino Unido y Francia contra Alemania destapa la Segunda. En la guerra global presente el punto de ignición es un laboratorio chino, acaso coaligado con los establecimientos que se aprestan al negocio de las vacunas. En sus efectos posterga el valor de la libertad.

Que la naturaleza se expanda en la circunstancia y haga exuberante o que los animales invadan los espacios urbanos o las aguas por desolados, es una cosa. Otra distinta es el mensaje de conveniencia montado sobre la tragedia y viralizado sobre las redes para imponer la tesis de que lo que sucede es obra de un desequilibrio ambiental. La naturaleza “grita”, dicen desde la ONU y repite el papa Francisco.

Entre tanto, las fuerzas neomarxistas celebran. Empujan su “nuevo orden” para convencernos de la necesidad del “metabolismo social” entre el hombre y las cosas creadas para restablecer la armonía universal. Las criaturas, que incluyen a las cosas, tendríamos “relaciones que se entrelazan secretamente”, pues “todo está conectado”. Todo lo creado y no solo las personas “tienden hacia Dios” dando lugar a “una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la trinidad”, es el nuevo evangelio de la Encíclica Laudato Sí.

Ayer fue la norma del equilibrio de fuerzas la que asegura a los seres humanos una paz precaria, concluida la guerra entre 1914 y 1918. Luego es el respeto universal de la dignidad de la persona hecha a imagen de Dios la piedra angular de nuestra civilidad, base de la convivencia dentro de la Casa Común en los 75 años pasados. Tanto que el Papa Emérito hoy jubilado recuerda, así, la importancia de la “ecología humana”, la del propio hombre en su relación con los otros hombres y sus jerarquías iguales por sobre el orden natural, para convivir en paz y en el ambiente que comparten.

Mientras la humanidad medra distraída, permanece bajo claustro, se le convence de que lo veraz es la subordinación del hombre y su libertad a las previsiones evolutivas y matemáticas de la “Pachamama”. La libertad, así las cosas, será la que se desprenda de la “ecología integral” –uno de cuyos “objetos”, repito, es el animal llamado hombre– y los alcances de aquella habrán de determinarlos los administradores del “buen vivir” –categoría constitucional socialista del siglo XXI y línea transversal de la Exhortación Apostólica Querida Amazonia–.

Me resta aclarar que la Encíclica citada es un documento “político”, legítimo y discutible, propio de un Estado como el Vaticano, ajeno a lo que en la Iglesia Católica representa una Encíclica, a saber, una carta solemne de doctrina cristiana dirigida a los cristianos y originada en las Epístolas del Nuevo Testamento, en lo permanente. Laudato Sí pide a los políticos y las cabezas de otros credos en el mundo retomar, con vistas al nuevo orden global “ecológico integral”, otro diálogo civilizatorio. La España socialista de Zapatero e Irán se lo exigen a la ONU finalizando el siglo XX. La idea es alcanzar una “nueva síntesis” o transacción con vistas a “las nuevas situaciones históricas” (L S,121). En esa grave y agonal disyuntiva, como la pandemia, nos encontramos.

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