Blandiendo la espada de la muerte y el látigo de la enfermedad, la pandemia de covid-19 continúa golpeando duramente la dimensión visible de la humanidad, constituida por nuestra vida biológica y configurada en nuestro cuerpo físico. Esta dimensión visible, física o corporal es un campo de batalla en el que, sin duda, este temible patógeno exhibe gran fortaleza.
No obstante, hay grandes razones para abrigar esperanza. La fortaleza del virus solo es temporal; se encuentra limitada al lapso de un año y algunos meses, que es el tiempo que tomará el desarrollo de la nueva vacuna. Podemos confiar en su pronta derrota por parte de la ciencia, ya que, si bien este virus es invisible al ojo humano, ante el microscopio queda absolutamente expuesto y observable en su desnudez.
Otra gran razón para la esperanza es que, en simultáneo, esta guerra contra el covid-19 la estamos librando en otro campo de batalla en el que ya avizoramos una amplia victoria. Se trata, precisamente, de la dimensión en que la humanidad sí que es parte de un mundo verdaderamente invisible.
La persona humana, culmen maravilloso de la creación divina, es un ser complejo, que no limita su existencia solamente al plano físico. El hombre es cuerpo, pero también es mente, alma, espíritu; atributos con los que nuestro ser, de manera innegable, también se despliega en un plano invisible. Y justo con la integridad de este formidable ser que es el hombre; simultáneamente corporal y espiritual, habitante y potente tanto en el plano de lo visible como de lo invisible; es con el que se ha topado el covid-19.
Es cierto que, en el primer asalto de este pugilato entre hombre y virus, el temible microorganismo ha puesto a la humanidad contra las cuerdas; soltado una seguidilla de golpes físicos representados en enfermedad y muerte en crecimiento exponencial. Y, por si fuera poco, es igualmente cierto que estos durísimos golpes en la dimensión corporal también tienen la capacidad de afectar nuestra salud psíquica y espiritual. Para nadie es un secreto que el parte diario de los infectados y fallecidos en todo el mundo genera angustia y tristeza entre la población.
Es cierto que entre el temor a lo desconocido, la angustia de una vida cotidiana en modo de supervivencia; así como el confinamiento y el distanciamiento social ajenos a nuestra libertad y a nuestra naturaleza gregaria; y la hasta la desconfianza hacia cualquier semejante que se nos aproxime; han bocetado un cuadro cuasi apocalíptico en el que todos, en alguna medida, nos hemos visto reflejados. Todo lo cual tiene una gran capacidad para alterar nuestra conducta psicosocial y nuestro sistema inmunitario; cerrado un círculo vicioso en que la enfermedad genera miedo, y luego ese miedo genera más enfermedad.
Pero también es cierto que, muy prontamente, el grueso de la humanidad, apelando a su potencia espiritual –sin distingo de credo alguno– ha reaccionado proactivamente; sacando lo mejor de sí misma, y asumiendo que esta es una situación de la que hemos de salir integralmente fortalecidos, tanto en cuerpo como en alma.
En medio de la crisis, una gran mayoría ha empezado a dar cabida a pensamientos elevados y a emociones positivas, que están surcando nuestra mente y nuestros corazones. Muchas más personas se están permitiendo experiencias espirituales que llenan de paz nuestra alma. Hoy somos un poco más conscientes, y valoramos lo verdaderamente esencial de la vida. El tiempo no nos apremia tanto como antes; estamos más conectados con el aquí y el ahora; y con ello mandamos el estrés al desguace del pasado. El amor y el perdón están siendo expresados más abiertamente, casi como si no hubiera un mañana. El valor del compartir en familia ha brillado con gran esplendor. La solidaridad está ganando espacio al egoísmo; la conciencia ecológica se despierta en buena parte de la humanidad; y la esperanza de un mundo mejor está sustituyendo a aquel miedo inicial por la pandemia.
Todo ello está operando como un gran escudo de defensa de nuestra especie, ya que en el hombre, más que conectadas, la vida biológica y la vida espiritual están esencialmente unidas. Cada ser humano es una unidad indivisa e indivisible de cuerpo y alma. Se trata de una hermosa realidad antropológica, expresada por la Teología mediante el principio “Corpus et anima unum”; según el cual, “el cuerpo y el alma son uno”; es decir, cuerpo y alma son, respectivamente, las dimensiones visible e invisible del ser único e irrepetible que es cada persona humana. Razón por la cual, lo que ocurre en una de estas dimensiones, tiene repercusión y manifestaciones en la otra. Y es por ello que la elevación mental y espiritual que está ocurriendo en medio de la pandemia, también está entrando en juego en nuestro enfrentamiento biológico contra el covid-19.
La mente, que como señala la Real Academia de la Lengua, es la “potencia intelectual del alma”; tiene implicaciones clínicas sobre el cuerpo humano. Nuestros pensamientos afectan nuestras emociones y, a su vez, nuestras emociones impactan en nuestra salud física. Así lo ha demostrado la ciencia, concretamente la psiconeuroinmunología: una disciplina que estudia los aspectos médicos y clínicos de la interrelación que hay entre las dimensiones visible e invisible del hombre; disciplina esta que ha venido a aportar fundamentos racionales para la comprensión de una verdad que, dos mil años antes, ya nos había sido revelada por Jesucristo (“No solo de pan vive el hombre”. Mt. 4:4).
En este escenario crece la esperanza de que pronto habremos superado esta pandemia, y de que estaremos legando un mundo mucho mejor a las futuras generaciones. Quizás con el paso de los siglos seamos conocidos y reconocidos como la generación que, ante una gran amenaza invisible por microscópica, hizo gala de su dimensión invisible por espiritual; siendo capaz de detener el mundo en procura del bien común, y aprovechando para repensar la civilización desde el corazón de cada persona en este insospechado retiro espiritual de la humanidad.
«…el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser: el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo» (I Ts. 5: 23).
@JGarciaNieves
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