En un hospital de Guayaquil, Ecuador, los muertos de la pandemia llegaron a amontonarse hasta en los baños. Algunos fueron amortajados por enfermeros porque «el personal de la morgue no se abastecía», reveló uno de los trabajadores de salud.
El hombre, que aceptó hablar telefónicamente con la AFP bajo reserva de su identidad por temor a ser despedido, compartió la «pesadilla» que vivió dentro del saturado sistema sanitario de Guayaquil, uno de los mayores focos de propagación del nuevo coronavirus en Latinoamérica.
Lo que presenció, asegura, es «traumático», y le quebró la vida dentro y fuera de su trabajo.
Cuando en marzo comenzó la emergencia, recuerda, cada enfermero pasó de atender de 15 a 30 pacientes en un turno de 24 horas. «Llegaba tanta gente que cuando ibas a canalizarlos con suero se te morían prácticamente en las manos».
Entonces, «se fueron dando de alta o derivando pacientes a otros centros para liberar todas esas camas. Tenemos 65 camas de unidad de cuidados intensivos ocupadas con pacientes de covid. Se sacaron las máquinas de anestesia de los quirófanos para suplirlas con los respiradores».
«La gente enferma está sola, triste, la medicación les produce estragos gastrointestinales, algunos se defecan, se sienten mal y piensan que siempre van a estar así, y ven que la persona que está al lado empieza a ahogarse y gritar que necesita oxígeno».
Las muertes se multiplicaron en un instante, según el funcionario. «El personal de la morgue no se abastecía y lo que nos ha tocado hacer muchas veces a nosotros es amortajar los cuerpos y acumularlos en los baños».
Sus colegas, agregó, han «tenido que aguantarse las ganas» de usar los retretes ocupados por cadáveres.
Solo cuando se apilan «seis o siete, los vienen a retirar», dijo este enfermero de 35 años de edad y 3 de servicio en uno de los centros hospitalarios que hacen frente a la pandemia en Ecuador, donde oficialmente hay 22.700 contagiados, incluidos 576 muertos desde el 29 de febrero, la gran mayoría en Guayaquil.
Todo el mundo ha huido
Pero la cuenta oficial va un paso detrás de la tragedia. En los primeros 15 días de abril las muertes se triplicaron con respecto al promedio mensual y alcanzaron las 6.700 personas en la provincia de Guayas y su capital, Guayaquil. En esa lista están incluidas las víctimas y casos sospechosos del nuevo coronavirus, así como las de otras enfermedades.
El presidente de Ecuador, Lenín Moreno, reconoció que los «registros se quedan cortos». Una sensación que se refuerza con lo descrito por el enfermero.
Relató que después de que se colmaron las morgues, ingresaron al hospital contenedores refrigerados para depositar los cuerpos, algunos de los cuales estuvieron hasta 10 días «envueltos en fundas que son como una maleta negra de viaje».
Algunos familiares «rompen la funda, entonces los fluidos salen. Esto es un desastre sanitario», comentó.
En medio de la emergencia, «todo el mundo huyó. El personal administrativo se puso a buen recaudo. Los psicólogos, que deberían estar trabajando, huyeron; también los 32 odontólogos que deberían estar ayudando a hacer los registros».
El enfermero apenas sintió el consuelo de haber visto descender el número de muertos la semana pasada. Pero los tormentos lo acompañan en su regreso a casa. «En lo que más piensa uno es en enfermarse y el cargo de conciencia de que también haya podido enfermar a pacientes».
Guayaquil, sin consuelo
Cuando vuelve a su casa, después de 24 horas de servicio, con dolor en los pies, intenta descansar pero entonces lo despierta bruscamente la «pesadilla»: corre hasta caer y «abrir la puerta del baño con la cantidad de cadáveres», «no puedes volver a dormirte», admitió.
Su vida familiar también se trastocó. Ya no puede compartir con sus padres y hermano, y ahora sigue un estricto autoaislamiento que empieza con el ritual de desinfectar el carro y sus zapatos. Le sigue una ducha en el patio de la vivienda y el lavado de ropa con agua caliente.
«Como en una mesa plástica aparte de todos. De mi habitación salgo con mascarilla, no puedo abrazar a nadie, ni a las mascotas». Cada tanto piensa en la huella que le está dejando la pandemia.
Te «marca el hecho de no poder colaborar más allá de poner una cánula sabiendo que el paciente necesita un ventilador y no tienes otra opción» cuando se trata de ancianos con diabetes o hipertensión.
«Te dicen: ‘bueno, póngale el oxígeno y el suerito lento y déjelo ahí’. ¿Y si fuera mi mamá? ¿Y si fuera mi papá? Eso te mata, te mata psicológicamente».
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