No pocas veces el sentido común ha insistido en afirmar que “el miedo es libre”. El arrogante tono de convicción de la sentencia es harto conocido. La supuesta “verdad revelada” es arrojada sobre las narices de todos los temerosos creyentes del mundo con todo el peso de las tablas de Moisés, recién salido de su flamante encuentro con “el que Es”. No obstante, y por una vez, conviene tomar en cuenta el hecho de que el sentido común es el terreno propicio para el cultivo de toda clase de prejuicios y presuposiciones. Se sabe que no es posible evadirlo y que, tarde o temprano, inevitablemente se debe atravesar por ese campo fangoso, minado de recetas, refranes y resabios, para poder pisar con firmeza el terreno de la verdad. Pero que el sentido común fije y eleve a condición de sentencia suprema tal afirmación –“el miedo es libre”–, aparte de ser una de las acostumbradas e innumerables frases hechas que le son propias, oculta la verdadera intención de su naturaleza más íntima, a saber: la consideración de la libertad como un hacer lo que se venga en gana, un simple acto de abstracta escogencia, una inclinación por “lo que sea” –Whatever es, no por casualidad, palabra frecuente en la jerga de los millennials. Todo lo cual no es, ni más ni menos, que la traducción de la libertad como deber y del terror como ser. Nada menos libre que el miedo. El miedo es el fracaso mismo de la libertad, el triunfo del terror que la somete, la oprime y esclaviza. No, el miedo no es libre.
Y es que el terror es, justamente, el lado oculto de la representación genérica de la libertad. En efecto, la “libertad absoluta”, tan predicada por el radicalismo izquierdista latinoamericano, que con los años terminó por convertirse en una de las corporaciones narcotraficantes más poderosas del planeta, es, al decir del mismísimo Lenin, la “enfermedad infantil” del maduro terrorismo de Estado que inevitablemente porta en sus entrañas. El sueño de una libertad sin determinaciones –decía Spinoza que libertad es conciencia de la necesidad–, al toparse con la realidad de verdad, procura que la organización de la sociedad se corresponda con ella, con ese ideal de la “pura” libertad, una libertad inmaculada, unánime, indivisa, indistinta, sin restricción alguna, y que la nueva institucionalidad revolucionaria esté al servicio del ideal libertario. Y sin embargo, la misma condición absoluta, la misma “pureza”, pronto se encarga de devorarlo todo, porque toda diferencia –toda determinación– supone relaciones asimétricas que contradicen el ideal igualitario. Ahora la libre voluntad general se impone por encima de todo y de todos. “Con Chávez manda el pueblo”. Pero por esa misma razón, resulta imposible objetivarse y construir un nuevo orden político y social positivo, porque ello implicaría establecer nuevas diferenciaciones, nuevas desigualdades, reconocimiento de méritos específicos, en fin, nuevos espacios y relaciones de imprescindible desigualdad: justo aquello contra lo cual habían luchado. En consecuencia, como, al decir de Hegel, “ninguna obra ni acto positivo puede producir la libertad universal, a dicha libertad solo le resta el obrar negativo, la furia del desaparecer”.
Entonces, la “revolución” queda inhabilitada para construir, y solo puede negar, destruir, sin la menor intención de construir en beneficio del pueblo al que tanto invoca. Toda posible construcción es considerada oficialmente como una traición al ideal revolucionario. Por ejemplo, una universidad que establezca méritos y escalafones académicos entre sus miembros tiene que ser percibida como una institución que promueve un condenable atentado contra la patria. Un académico no es más que un “trabajador universitario” y no tiene mayor mérito que un obrero. Él es otro obrero más. Sus estudios, su formación, sus investigaciones, las diversas y complicadas pruebas a las que ha tenido que someterse, no cuentan para el rasero de medida del “proceso”. Si el mismísimo presidente de la república es un obrero, ¿por qué un profesor universitario tendría que tener “coronita”? Por supuesto, todo esto a nivel oficial. Extraoficialmente se pueden hacer “negocios” y sacar algún provecho personal, sin levantar mucho polvo. De resto, y aparte de llevar adelante el gran plan geopolítico de destruir el orden establecido a través de la intoxicación narcótica de todo Occidente, la “pureza revolucionaria” no puede darse el lujo de promover ni diferencias ni estatus, porque eso sería un atentado contra la libre voluntad general del pueblo. De modo que el único acto efectivamente libre es la muerte o, en su defecto, la prisión, que es de algún modo una forma de morir. Es así como el imperio del terror se apodera de todo y de todos.
Los secuestrados viven presos en sus temores, se cuidan de no ser “sospechosos de traición”. Muchos, para evitar ser señalados, se sacan el “carnet de la patria”, con lo cual, además, podrán tener acceso a algunos alimentos, a llenar de vez en cuando el tanque de combustible o a un eventual beneficio que decrete el régimen de terror. Se resignan y se acostumbran. Todo lo cual evidencia el hecho de que el miedo se va apoderando de la ciudadanía. El miedo no los hace libres, sino más bien esclavos, entes serviles, directa o indirectamente, a “la causa” de la cúpula “revolucionaria”, en nombre del “pueblo”. Porque, además, tarde o temprano, se deben tomar decisiones, por lo que siempre termina gobernando alguien. La cuestión consiste en saber en las manos de quién se está. En teoría, manda el pueblo, que es quien decide. Pero en la práctica el poder real se encuentra en manos de una camarilla de delincuentes, con bandas armadas milicianas que los respaldan. Por eso mismo, hay entre ellos una cruenta lucha por la exclusividad del poder, como también existen “treguas” de los carteles que han organizado, ante eventuales amenazas que pongan en riesgo sus intereses particulares. La corrupción y los antiguos intereses, los excesos y las deslealtades, los han permeado. Y los envenenan cada día que pasa.
El terrorista Cabello ha hecho de su programa televisivo eso: un medio para difundir el terror entre las gentes de bien. Amenaza de continuo con tomar represalias en contra de quienes se atrevan a levantar la voz para rechazar el actual estado de cosas. “Sabemos quiénes son y dónde viven”. Claro que para él “los terroristas” son quienes se atrevan a expresar sus opiniones contra el régimen de terror. Algunos afirman que ha amenazado con anular los títulos de los egresados universitarios que “conspiren desde afuera”, en contra del narcorrégimen. Y si no lo dijo, da lo mismo. Patán y soez, como suele ser, el teniente de los pantalones húmedos de otros tiempos ahora resulta ser todo un campeón del terror. Él mismo es un esclavo de sus profundos miedos. Proyecta su temor infundiendo terror, como lo hace Maduro, los Rodríguez o los Tarek. Y es que el miedo no solo no es libre: el miedo es la condena de los condenados. Antes de llegar la tremenda crisis por la que atraviesa el planeta en los actuales tiempos, el último gran Papa de la historia contemporánea exhortó a sus feligreses a no tener miedo. Sabía bien que el no temer es la puerta que conduce directamente a la auténtica libertad. La tiranía va a sucumbir, porque todos sus sentimientos, sus intereses y su justificación se han vuelto en contra de su propio ideal de libertad, de esa representación de libertad fanática y terrible que en algún momento proclamara. Ya es tarde. El tiempo se les ha agotado y la historia no perdona.
@jrherreraucv
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