El papa Francisco aseguró este domingo que la batalla contra la pandemia es para eliminar las desigualdades y el virus del egoísmo, así lo afirmó durante la misa que celebró a puerta cerrada, sin fieles, con motivo del Domingo de la Misericordia.
«Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente«, advirtió en la Iglesia del Espíritu Santo en Sassia, a las puertas del Vaticano.
Francisco explicó en su homilía que ese «virus» se difunde en la sociedad al pensar que la vida mejora si una persona cree que le irá mejor a ella.
«Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren«, aseguró.
Y agregó: «Todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad».
Como ejemplo, en su homilía el Papa meditó sobre los Hechos de los Apóstoles y recordó a las primeras comunidades cristianas: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno».
«No es ideología, es cristianismo«, atajó el pontífice.
En este sentido lamentó que actualmente una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás, por lo que pidió aprovechar de alguna manera esta pandemia del coronavirus para preparar el mañana del mundo.
«No pensemos solo en nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro», advirtió.
Francisco ofició así la misa por el Domingo de la Misericordia una semana después de Pascua, instituida por Juan Pablo II en 1992 siguiendo las visiones de la monja y santa polaca sor Faustina Kowalska, quien aseguró que así se lo había pedido Jesucristo.
La celebración tuvo lugar en este templo a dos pasos de la columnata de la plaza de San Pedro del Vaticano y que nuevamente estuvo prácticamente desierto, sin fieles, por las prohibición de reunir personas debido a la pandemia del coronavirus.
Junto al altar, decorado con flores amarillas y blancas, colores del Estado vaticano, se pudo ver la imagen de Jesús de Nazaret bendecida por el papa Wojtyla, de quien también se expone una imagen, así como la talla de la santa polaca.
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