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La pandemia y un diálogo entre Papas

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«Al final del día, con todos estos eventos, la naturaleza nos envía un mensaje… Si no cuidamos la naturaleza no podemos cuidarnos a nosotros mismos” y necesitamos “ir a este futuro armados con la naturaleza como nuestro aliado más fuerte», sostiene Naciones Unidas.

Papa Francisco en igual línea, como parte de su “lucha por los derechos de los más pobres, de los pueblos originarios, de los últimos”, invita a que se “custodie celosamente la abrumadora hermosura natural que la vida engalana, la vida desbordante que llena sus ríos y sus selvas”.

En una suerte de mea culpa sugiere se reescriba la historia, pues “no siempre los misioneros estuvieron al lado de los oprimidos” durante la conquista de América, admite. Es lo que le pide hace un año y ahora logra Andrés Manuel López Obrador.

De modo que al escuchar el “grito de la Amazonia” nos recomienda contemplarla para que se vuelva nuestra “como una madre”; pues, “si entramos en comunión con la selva, fácilmente nuestra voz se unirá a la de ella y se convertirá en oración”, señala Francisco en su Exhortación Apostólica de diciembre pasado. La Amazonia, la naturaleza, es “un lugar teológico, un espacio donde Dios mismo se muestra”, agrega el Pontífice.

Benedicto XVI, Papa jubilado como le llamaría Nietzsche, aborda la cuestión con anterioridad y carácter pionero. No se deja atropellar por los particulares, lo eventual, por muy gravoso que sea. Pregunta y nos pregunta por el sentido de la vida y su plenitud. Y aclara que no se trata de una fuga del presente.

“Al ver la belleza de las criaturas y constatar la bondad que existe en todas ellas”, imposible es no creer en Dios y a través de Él abrirnos a nuestros semejantes con vistas a la creación, que es un libro, el otro gran libro, observa. Hay un orden de prelaciones, recuerda. “Somos más hijos de la cultura, y por tanto de la fe, que de la naturaleza” (2007) deduciéndose como sustantiva la “ecología del hombre”.

Francisco insiste, antes bien, en la idea de la “ecología integral” que ata a la idea matriz del “buen vivir”, de estirpe andina, recogida por las constituciones socialistas de Ecuador y Bolivia.

Ratzinger habla del “arte de vivir juntos” y su síntesis es clara: “La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo”, reza su encíclica Caritas in Veritate (2009).

Subraya con énfasis que es contrario al verdadero desarrollo considerar a la naturaleza como más importante que la persona humana misma, pues esa postura “conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo: la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista”, precisa.

En una de las exégesis de la obra de Marx sobre “el buen vivir se explica que este solo es posible a partir de la refundación del pasado tradicional indigenista: “El Sumak Kawsay sería la utopía concreta donde el humano se reencuentra de manera respetuosa con la naturaleza. El buen vivir sólo es alcanzable a través de las luchas sociales transformadoras de las estructuras necrofílicas del poder político, económico y cultural del sistema capitalista”, escribe J.C. García Ramírez para Nuevo Humanismo (2017).

Dos perspectivas nos plantea este diálogo transcendental para la Humanidad, con vistas al día después.

Una es la que propone y comparte la ONU, a cuyo tenor el hombre ha de mirar a la tierra y rendirle culto, pues en ella descubre a su ser y esencia y le fija los equilibrios, como lo sostiene Francisco. La otra no le impide “tocar la tierra” con la mano. Prefiere, sí, que el hombre mire a sus hermanos y junto a estos, conservando la Casa Común y aprendiendo de sus signos, lo haga hacia arriba para trascender. No solo es tierra y en tierra se convierte.

El marxismo, el progresismo del siglo XXI ve al hombre sometido a las leyes naturales. De donde la ruptura de ese equilibrio se hace “irreparable bajo el capitalismo” o por cualquier sistema que produzca sin “racionalidad metabólica o ecológica”.

Ratzinger, no por azar, advierte preocupado y antes de su renuncia que ahora “el hombre quiere hacerse por sí solo y disponer siempre y exclusivamente por sí solo de lo que le atañe”; por lo que su conclusión es meridiana: “Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros”.

La acogida del planteamiento de Francisco en los medios occidentales se hace evidente y es exponencial. Es el Papa actual quien invoca, acaso sin quererlo, la tesis del “metabolismo social” mientras tamiza la doctrina ecológica que forja Ratzinger apoyado en Juan Pablo II. Esta pone el énfasis en el hombre, en la persona humana y en cómo deteriora las relaciones sociales un ambiente adverso, como las guerras, la destrucción de los recursos naturales, las zonas desérticas por los conflictos”.

“El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera que se trata a sí mismo, y viceversa”, es la sentencia final del Papa jubilado. De allí la pandemia.

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