El vocablo comportamiento, según los diccionarios, alude a formas o maneras de portarse. Ello es propio y exclusivo de los seres vivos, y cada especie tiene sus maneras de expresarse, de comunicarse con sus afines, ya sea por solidaridad o en la búsqueda de apoyos encaminados a satisfacer necesidades.
Ningún ser vivo es inerte. Su vitalidad es inocultable, y sus manifestaciones pueden darse en forma instintiva o voluntariamente. Los animales, siendo irracionales, lo hacen respondiendo a instintos, o a los innegables aprendizajes. No así los humanos quienes ajustan sus conductas al grado de cultura que posean y, por eso, se espera de estos la adopción de respetuosos modos de comportamiento en sus diarios quehaceres.
Los seres humanos contamos con el privilegio de estar provistos del misterioso aparato psíquico-intelectual mediante el cual, conscientemente, orientamos nuestras conductas, no así lo pueden hacer los seres irracionales.
Si nuestro comportamiento es consciente también es voluntario, modificable y educable. Precisamente, por el hecho de ser educable tenemos, entonces, una buena tarea a cumplir. Ocuparnos de examinar el propio yo, o sea, empezar por la casa; cada quien puede y debe revisar su habitual modo de portarse, sus propias actuaciones en el hogar y en la sociedad (que tal vez involuntariamente las haya descuidado), haciéndose una introspección, un escudriñamiento de sí mismo, un mirarse hacia adentro, como lo hizo el gran humanista francés Miguel de Montaigne, quien dejó este aporte sociológico: A medida que el hombre se conozca mejor y supere sus bajos instintos, podrá convivir con quienes piensan y actúan de maneras distintas a él.
Ciertamente, así como dedicamos tiempo suficiente al desempeño de las actividades cotidianas y laborales con las que convivimos, ¿por qué no ocuparnos, también, en atender lo interno? Ello en atención a que el habitual comportamiento es y debería ser siempre como una escuela, pues de él aprendemos y con él enseñamos. De allí la conveniencia de que cada quien al examinar el suyo lo compare con el mejor que observe en otras personas; también revisar si en ese vivir y convivir estamos acatando las normas sociales de respeto y decencia. Entonces hay, pues, dos formas mediante las cuales manifestamos el habitual actuar: uno, llamémoslo físico, es el comportamiento externo, visible, que puede ser imitable o censurable; la otra forma atiende a lo cultural, al acatamiento de las normas que deben regir la convivencia en la sociedad: el respeto, la honestidad y el cabal acatamiento a las virtudes ciudadanas.
Aunado con ello está el lenguaje, que es una de las formas de manifestar el grado de cultura que se posee. Esto es más exigible a los profesionales de la comunicación social, a los académicos y a los docentes. Pero, en mayor grado a quienes ocupan las más altas posiciones políticas en representación del pueblo y del Estado, donde las virtudes ciudadanas, el respeto y la compostura en general revelan la cultura y la calidad del funcionario. Y, se preguntará el lector, en ese orden, ¿qué debe exigírsele a un presidente de la República? Se le responde: eso requeriría más de una página. Por de pronto, además del cumplimiento irrestricto de sus funciones, el presidente de la República debería ser un verdadero y ejemplar maestro, respetuoso, reflejo de virtudes ciudadanas, debida compostura en todo y con actitudes ajustadas siempre a la moral y a la ética. Todo ello a sabiendas de que siempre rigurosamente estará siendo observado por propios y extraños. Entonces, a portarse bien para que figure bien.
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