A los «primeros» infectados por el coronavirus en Venezuela, luego de que con gran sentido de responsabilidad comunicaran sus síntomas a las «autoridades», no se les brindó orientación y respaldo ni se les dispensó un trato cálido y respetuoso. Por el contrario, fueron sometidos ellos y sus acompañantes, de manera pública, notoria y comunicacional, a ese maltrato en el que las bestias al servicio de la tiranía han traducido la infame política de criminalización del enfermo —y su entorno— que constituye el nuevo engranaje de la maquinaria de opresión y muerte de la peor de las pestes.
Como resultado, se ha propagado en buena parte de la sociedad venezolana el temor a la idea de la necesidad de búsqueda de «ayuda» por complicaciones derivadas de una eventual infección de aquella naturaleza, ante lo que cabe preguntarse cuántas personas en este instante están ocultando en la nación cuadros clínicos compatibles con COVID-19 para no exponer a sus cercanos seres queridos al riesgo de ser conducidos, a rastras y entre golpes, a improvisados campos de concentración en los que, aun cuando ingresen sanos, muy probablemente podrían enfermarse e incluso morir.
Calificar esto de grave sería restarle importancia a una actuación que está llevando la criminalidad del régimen a otro insospechado nivel y que es el culmen de la pésima gestión de lo que ya de por sí era una severa crisis sanitaria antes de la COVID-19.
No solo no se hizo nada para tratar de evitar, o al menos retrasar, la importación de esta enfermedad, sino que desde la admisión del «primer» caso en el país se han empeñado los miembros de su inefable cúpula en imponer todo lo que vaya en sentido opuesto a lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud conforme a la evidencia científica que se ha ido construyendo, a excepción, claro está, del requerido (auto)aislamiento en el hogar, por cuanto es la única medida que se ajusta a su vivo deseo de mantener a la ciudadanía imposibilitada para reivindicar en las calles sus derechos.
Salvo esa necesaria permanencia en casa, que sí es conveniente para la población, el resto de las acciones —y omisiones—, incluyendo la criminalización del enfermo, la deliberada limitación del despistaje a ciertos lugares —y recurriendo a la menor cantidad de pruebas posibles— y la manipulación y ocultamiento de vital información, ya lucen como las negras nubes que anuncian las más devastadoras tormentas; y eso sin tener en cuenta el casi total colapso de los servicios públicos, la escasez de combustible y el generalizado deterioro de todo lo que todavía permanece en pie en Venezuela… y, por supuesto, los «espontáneos» incendios forestales.
Ya la situación se reduce a un «ellos o nosotros». El «ellos», un puñado de violadores de derechos humanos; el «nosotros», cerca de treinta millones de venezolanos.
Al que diga lo contrario, que lo aplaste la «rueda del tiempo» que hace poco salió a relucir —y que jamás ha dejado o dejará de girar—.
Y a propósito de ruedas, karmas y castigos, no he podido evitar preguntarme por semanas qué haría Simón Bolívar, de resucitar hoy, con quienes por años, arrellanados en una cima de usurpados privilegios y escudándose en su glorioso nombre, han expoliado, torturado, asesinado, oprimido y destruido, y ahora, lejos de estar satisfechos con tanto daño, declaran una suerte de guerra total en el que alguna vez llamo él «Hogar».
Tengo una respuesta, pero que cada quien encuentre una a la medida de su sed de justicia.
@MiguelCardozoM
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