Impuesta la parálisis abrupta del acontecer humano por la pandemia del coronavirus, la realidad habla por sí sola. Reclama enmiendas, mejor aún la forja de un orden nuevo global y muy viejo, fundado sobre lo que nos une en esta hora en que el hilo entre la vida y la muerte no discrimina, la dimensión universal de la solidaridad.
Quedarán como resabios de un gran engaño que le abrió compuertas al caos durante esta larga transición treintañera debilitando los lazos comunes que nos deja el Holocausto, tanto el choque de civilizaciones anunciado por Samuel Huntington en 1993 como la alianza de civilizaciones de la ONU propuesta por la izquierda española en 2004 y recomendada por Irán, como diálogo envenado, en 1998.
Las civilizaciones siguen en pie, sin matizaciones, cuando menos la islámica y la confucionista. La cristiana, la de los universales, decidió acompañar al progresismo relativista en boga. Se neutralizó para no empañar su adjetiva tolerancia, avergonzándose de su legado milenario.
La experiencia de la pandemia ocurre, paradójicamente, al cerrarse ese ciclo que corre desde la caída del muro de Berlín y el socialismo real en 1989. Se predica el final de la historia y la Humanidad ingresa a la sociedad de la información. Queda bajo el dominio del ecosistema digital.
Las gentes del Oriente de las luces y del Occidente de las leyes, las del Norte vikingo e industrializado como las del Sur de las civilizaciones materialmente empobrecidas, todas a una se repliegan, viven hoy el Gran Frenazo. Se encierran en sus “cuevas” y se miran en sus sombras, obligadas por una cuarentena que no discrimina entre credos, religiones, confesiones, ideologías, sexos, tampoco entre “civilizaciones”.
El reduccionismo ha hecho de las suyas durante estos tiempos, como el acusado final del comunismo y la victoria del liberalismo, y la reacción de los huérfanos de aquél endosándole a este y al capitalismo las responsabilidades por los males de la Tierra. Hemos repetido hasta el cansancio la desaparición de las referencias geográficas y temporales en beneficio de la realidad instantánea y virtual, tanto en la política como en la cultura, incluso en la religión.
Aherrojados otra vez, fijados en los espacios hogareños y desgranando los días y las horas, cabe revisar esos fenómenos característicos del siglo corriente que aún nos interpelan, sin respuestas.
(a) La incapacidad del Estado soberano y sus instituciones constitucionales para asumir, por sí solos, los ingentes desafíos y conjurar los peligros propios de la deriva tecnológica cuando deja de ser medio y se hace finalidad. (b) La inutilidad, de suyo, de las organizaciones multilaterales que forman los Estados y conjugan en clave gubernativa a pesar de la premisa de orden público universal consagrada por la Segunda Gran Guerra del siglo XX, la prohombre. (c) La fractura del tejido social y la segmentación de las poblaciones (originarios, afrodescendientes, musulmanes, LGBT, ambientalistas, abortistas, tribus urbanas, etc.). (d) La transnacionalización de la criminalidad organizada y el terrorismo global como del lavado de sus dineros ilícitos y el asalto por sus actores de los restos institucionales del Estado moderno y sus espacios, volviéndolos nichos de impunidad. (e) La relativización de los comportamientos humanos y la creación de “verdades” a la medida, al detal, como consecuencia del uso exponencial de las autopistas digitales y para la información subterránea. (f) La emergencia de una economía virtual, comercial y financiera, fundada en técnicas para la destrucción (TpD), negadas a la competencia. (g) La pugna entre un desbordado antropocentrismo que intenta crear vida y manipular al genoma humano, ajeno a los meros fines terapéuticos, y un bio-centrismo marxista que se propone fundir al hombre con la tierra, sobreponiéndole a la Diosa y Madre naturaleza, por creadora de todo.
Sujetos a los embates de una aceleración que nos impide mirar a quienes ahora nos acompañan en nuestros refugios, que no nos da tiempo para contemplar a las alturas mientras observamos hacia abajo, pero no a la tierra que nos sostiene, vemos que sólo nos queda como saldo lo evidente: No salvan del coronavirus las redes, ni el partido ni la misma ONU. Resta y se hace imprescindible, sí, lo que nos enseña Aristóteles, a saber, lo que por naturaleza nos es común, nuestra común fragilidad.
“Buscar al hombre que sufre, yendo en pos de él más allá de las fronteras de las naciones y de los continentes” marca así la medida de lo universal. Al caso y por ser univesal no debe limitarse la solidaridad “a algunas fronteras, formulas políticas o sistemas”: el “abrirse al otro”, ser cercano a los otros, abrirnos a todos pues todos somos víctimas potenciales del mal que aqueja, es lo que recomienda Juan Pablo II.
Salvo bajo realidades conocidas y sometidas a regímenes despóticos, la lucha contra la pandemia ha tenido un manifiesto sentido democratizador sustantivo. Busca alcanzar a todos horizontalmente y contar con todos para derrotar al coronavirus. Deja que la experiencia guíe y participe con prioridad, ahogando la tentación populista.
Lejos de la globalización digital y del desmoronamiento de los Estados-alcabalas, y ante la deficiente y explicable acción internacional por la pandemia los gobiernos han tenido que confiar más en las localidades y comunidades, para que sus medidas alcancen aceptación general y efectividad. Están practicando la subsidiariedad.
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