Hablamos de pasado, presente y futuro, como de tres momentos con peso propio y realidad distinta. Los entendemos como residencia, respectivamente, de la memoria, del compromiso y del proyecto. Y a menudo somos vividos por lo quedó atrás o prefiguramos, sin tomar en serio y responsablemente, lo que tenemos entre manos. Por ello no es extraño que nos dejemos absorber por recuerdos y aplastar por angustias, sin asumir en toda su densidad, las exigencias y posibilidades del ya, del presente de nuestra libertad y compromiso.
Es preciso recordar siempre que el único tiempo de que disponemos y nos es posible manejar, es el presente. Porque lo que fue, fue, y lo que puede ser, no es. El ya es la única duración que podemos manejar en la praxis. Somos veraces y honestos hoy, no en el pasado ni en el futuro. Una sentencia del libro bíblico Eclesiástico señala que sólo “al final del hombre se descubren sus obras. Antes del fin no llames feliz a nadie, que sólo a su término es conocido el hombre” (Si 11, 27-28). En términos parecidos concluye Sófocles su Edipo, Rey.
Lo que llamamos tiempo se hace real sólo en el presente; este viene a ser como un punto matemático, que, en su progresivo desplazarse, va construyendo lo que llamamos el futuro. Por eso es preciso vivir el presente con toda hondura, intensidad y responsabilidad; no sólo en lo pequeño y cotidiano, sino cuando hablamos de construir una nueva sociedad, como convivencia correspondiente a dignidad del hombre y sus derechos y deberes fundamentales. Esa sociedad se hace real sólo y desde el actual obrar, positivo y solidario, y en el ámbito concreto, menudo o grande en que nos encontramos; de otro modo se quedará en simple fantasía e idealidad. Hay un refrán alemán que suena así: “Mañana, mañana, no hoy, dice toda la gente floja”.
Esta afirmación de lo presente como marco de la praxis y única realidad disponible no significa que la previsión y la planificación no son indispensables. El ser humano ha sido creado como ser para progresar, proyectar, renovarse e innovar; volar alto y lejos. El simple animal, al contrario, ha permanecido en cuevas sin construir ciudades. Lo que se quiere subrayar con todo esto es que el cambio comienza en el aquí y ahora o nunca cristalizará. El que quiere el fin (intención) pone los medios (realidad concreta).
Hay una exhortación de Jesús, que resulta muy iluminadora y se ha de entender como antídoto contra el dejarse devorar por la angustia ante lo mentalmente anticipado, sin acometer lo actualmente debido: “No andéis, pues, preocupados, diciendo: ¿Qué vamos a comer? (…) pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal” (Mt 7, 31-34). 7, 33). Del mismo Señor es la parábola del “rico necio” (Lc 12, 16-21). Éste, habiendo obtenido una gran cosecha proyectó ampliar sus graneros para almacenarla y poder decirse: “tienes muchos bienes guardados para muchos años. Descansa, come, bebe y alégrate”. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te reclamarán tu alma”.
El presente es el momento de la decisión, de la opción, de la praxis, que concreta la obediencia a Dios y el servicio al prójimo, es decir, del cumplimiento del mandato principal, el amor. Una vieja sentencia advierte: “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”. Se dice que los que no quieren adelgazar mudan siempre su ayuno para la próxima semana.
Sólo en el presente se demuestra la autenticidad de la fe y de las convicciones. No se es justo y recto por lo que se hizo, o por lo que se desea ser, sino por lo que aquí y ahora se está siendo. En el presente se juega el futuro, lo definitivo, el cual para el creyente consiste también y sobre todo en la vida eterna. Se ha de enfrentar y aprovechar el aquí y ahora, pues, con toda intensidad y profundidad.
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