Por JOSÉ ANTONIO PARRA
Hay artistas que logran en algunas de sus ejecuciones niveles que son literalmente salidos de este mundo, a pesar de los costos que tales performances pudieran tener para los artistas en cuestión. Este es el caso de lo ocurrido con Jerry Lewis (Estados Unidos, 1926-2017) en la escena del baile de la película Cinderfella (1960), una peculiar adaptación de la historia clásica de la Cenicienta.
En este caso Fella es el personaje interpretado por Lewis, quien como en la Cenicienta original –pero con inversión de roles– se convierte de súbito en príncipe. Durante el rodaje el protagonista baila en un momento legendario del Séptimo Arte con la Princesa Encantadora del Gran Ducado de Morovia, personificada por Anna Maria Alberghetti (Italia, 1936).
Más allá del filme, que tiene sus giros de comedia musical, lo esencial es la escena del baile en sí. Aquí hay que detenernos para puntualizar que la secuencia consta de cuatro instancias dancísticas. En la primera, Fella desciende por la escalera del gran salón donde se ejecutará la danza. Para esta personificación Lewis está ataviado con una llamativa chaqueta roja, tiene mechones canosos y un impecable peinado. Hay un cierto regodeo preparatorio de lo que vendrá, y una vez el príncipe está frente a Alberghettise, la invita a bailar iniciándose el segundo movimiento en sí.
El coqueteo de Lewis es proverbial, al igual que la inmersión en el rol de divo, incluso con un cierto aire de arrogancia. Y es que lo que sigue deja justamente en evidencia que estamos frente al registro atemporal de un verdadero divo. Ese segundo segmento del baile se inicia con una suerte de cortejo y movimientos rápidos de rostros en una dinámica en la que ambos bailarines juegan a la indiferencia frente al otro. Es una dinámica de engancharse mutuamente mediante el vacío. Entonces se inician una serie de rupturas rítmicas y coreográficas. Además, la poética del movimiento se va tornando inaudita en una especie de in crescendo. Es tal el frenesí hipnótico que incluso hay momentos donde el histrión apela al desparpajo, tanto corporal como facial.
Se dan a todo lo largo del baile distintos estilos dancísticos, quiebres y maromas acompañados por la gestualidad insólita de Lewis, quien se convierte en el centro magnético de la escena. Hacia el final del baile, los movimientos del actor incluso se tornan paroxísticos. La música está a cargo del director de orquesta Count Basie en un impecable estilo big band.
Esta escena que recién acabo de describir eclipsó el resto de la película e incluso significó un hito no tan conocido de Lewis, al punto de que durante la filmación del baile el actor sufrió un colapso y el rodaje debió ser suspendido por dos semanas debido a la hospitalización que sufrió el actor. Literalmente, tal situación es expresión de un artista que no solamente ha dado todo de sí en una representación, sino que además ha logrado un registro extraordinario y único en una escena que puede verse una y otra vez y que siempre va a arrojar nuevas lecturas en cuanto a la coreografía, a la poética del movimiento y a la actuación en sí.
Pero este no es el único caso en el que se da una situación límite de la que brota un artefacto tan excelso que roza lo inefable. Ello también ocurrió con Charlie Parker y el registro que logró en una sesión del 29 de julio del año 1946 de la canción “Lover Man (Oh, Where can you be?)”; en la cual tuvo también un colapso. De esa situación da cuenta Julio Cortázar de forma brillante en su cuento “El perseguidor”. El hecho es que durante la grabación el propio productor, Ross Russell, debió sostener a Parker, quien estaba completamente drogado e incluso cayó al piso. Posteriormente, en la noche de ese día –según refiere Cortázar– el músico terminó saliendo de su habitación en llamas completamente desnudo, tras lo cual fue hospitalizado durante varios meses en el psiquiátrico de Camarillo.
Quizá tal desarreglo de los sentidos haya redundado milagrosamente en el logro de uno de los mejores registros de Parker. En él quedó en evidencia el desgarramiento infinito del alma del artista.
Y en el ámbito de la música pop contemporánea también hay claros ejemplos de la poética del culmen, aunque sin la implicación del colapso de los artistas. Eso se da, por ejemplo, en la canción de la banda de rock sinfónico Genesis, “Los Endos” (1976); que es expresión melódica de algo que llega al final, al igual que de su desenlace inherente. Una cosa similar ocurre en la canción de Pink Floyd, “The great gig in the sky” (1973), cuando la cantante, Clare Torry, en el intervalo comprendido entre los tres minutos con un segundo y los tres minutos con cuatro segundos se queda en un leve paroxismo extático, representación misma de la divinidad.
No solo los momentos clímax o de máxima intensidad tienen que ver con artefactos estéticos, sino con todos los fenómenos humanos en general. Procesos históricos interesantísimos han sido instantes clímax, tal es el caso de la gesta de Alfredo el Grande durante el siglo IX, quien habiendo sido derrotado inicialmente durante la invasión danesa a Inglaterra, debió huir a zonas pantanosas para desde ahí luchar y eventualmente expulsar al invasor. Algo análogo fue la epopeya de esa misma nación en su lucha hasta el triunfo contra el nazi fascismo durante la Segunda Guerra Mundial.
Ultimadamente, la arquitectura del mundo y de los fenómenos en general, puede ser percibida como fractales y en este sentido resulta claro que hay ciertas singularidades del devenir que son inherentes a lo culminante. Incluso, eso se extiende a los fenómenos físicos; como bien podría ser el denominado Big Crunch o Gran Implosión.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional