El coronavirus sigue dando de qué hablar. Nadie se imaginó que a comienzos de abril de 2020 el mundo fuese a estar confinado en su casa, viviendo del suspenso, con la garganta entrecortada entre tantas incertidumbres, entre el ir y venir de información cuantiosa que poco espacio deja para la imaginación de quien recibe semejante insumo de datos. Lo cierto del caso es que, contra todo pronóstico, la humanidad guarece en su casa, y mientras los días transcurren son muchos los cuestionamientos y las reflexiones que pasan por la mente.
Indudablemente, buena parte de las informaciones que se transmiten se relacionan con el entorno geopolítico. Después de todo, nadie esperaba una crisis de esta magnitud. Así, se ve con sorpresa cómo caen los mercados financieros, cómo se desploma el precio del petróleo, cómo lo que se creía inalterable, macizo y férreo, termina por desvanecerse al cabo de pocos días. Cobran también realce las relaciones del mundo. El papel de las potencias. Qué hará Estados Unidos, la responsabilidad de China, la ejecución de las políticas públicas en diversos Estados europeos.
Este espacio nos ha permitido reflexionar. Pero no solo el pensamiento gira en torno al tema político. El llamado distanciamiento social, la cuarentena, también ha puesto de relieve otra dimensión de la existencia, una que tal vez por la propia dinámica del día a día se deja a un lado. El resguardo obligado del coronavirus nos ha confrontado con nosotros mismos y con la convivencia de nuestro entorno más cercano. En principio, esta afirmación parece dotada de simpleza. Al final del día, convivimos en nuestras casas con un entorno que presumimos de antemano. Sin embargo, ¿qué tanto conocemos de quienes nos rodean?, ¿cuánto tiempo pasamos realmente con nuestros familiares, seres queridos, vecinos? Es probable que mecanizados por la rutina hayamos dejado a un lado el valor de esta interacción con nuestros semejantes.
En nuestra última columna, planteábamos que después de la aparición del coronavirus será la propia cooperación voluntaria la que permitirá hallar soluciones a esta retadora circunstancia. Hoy reafirmamos esta premisa. Pero quisiéramos acercarla aún más a la cotidianidad de la persona. El coronavirus nos obliga a sacar lo mejor de nosotros mismos. A recordar que valores como el honor, la solidaridad y el compromiso con los demás son perfectamente compatibles con una ética arraigada en la valoración más excelsa de la individualidad, y que de hecho, dichas dimensiones no están reñidas en absoluto.
El confinamiento nos obliga a convivir. Muchas veces forzadamente. Pero en medio de esa convivencia se puede descubrir el valor de quienes tenemos a nuestro lado. Padres, amigos, hermanos. Sanar heridas y descubrir dentro de nuestros propios intercambios la riqueza del ser humano. No debemos dejar a un lado la circunstancia que vivimos. Existen personas más vulnerables que otras a la coyuntura, y gran parte de nuestras virtudes serán puestas a prueba en la medida que sepamos acompañar a quienes precisamente tienen la debilidad en ciernes. Hablo de los adultos mayores, del fantasma de la vejez que a menudo tanto aterra. Pero también incluyo a quienes se desvelan con el espectro de la soledad, de la ansiedad y la depresión, y cualquier persona que por enfermedad o circunstancia particular se halle en una condición de minusvalía. En Venezuela esta idea cobra un valor mayor como consecuencia de la diáspora agigantada.
Esta idea nos devuelve a la política, porque el episodio del coronavirus ha puesto en tela de juicio el valor de la libertad, aduciendo que conductas fundamentadas en el egoísmo, en los preceptos de la democracia liberal, están haciendo más inhumana la crisis de la pandemia, y que por lo tanto debe ser otro el modelo de gobierno, el sistema de convivencia social que nos rija. La premisa no deja de ser retadora. Indudablemente, tal como van las cosas, la humanidad demostró que no tenía capacidad para atender una enfermedad de esta magnitud, y si la tenía, por un abanico de razones, escogió minimizar la tragedia o cuando menos subestimarla. Esta es una afirmación dirigida especialmente a las grandes potencias.
De allí que sea válido un examen y análisis de las circunstancias existentes, de los aciertos y errores. Pero se tiene que ser en extremo cuidadoso cuando dichas reflexiones conducen hacia el establecimiento de un sistema totalitario, o cuando menos al coqueteo con un sistema dictatorial que fundamenta su política en la censura y la mentira. Por ello, manifestar abiertamente la solidaridad como valor, propagarla a los cuatro vientos, y recordar que no proviene de la coacción sino del propio libre albedrío se hace imperativo. Se trata de un proceso de introspección en el que descubrimos la búsqueda del bienestar de los demás muchas veces conduce a nuestra propia satisfacción. Vale la pena reflexionar sobre ello. En estos momentos, tenemos tiempo de sobra para ello.
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