En el año 2030 China será el país con la mayor población cristiana del mundo, con 247 millones de creyentes. Hoy se cuentan 88 millones de católicos entre ellos. Sin embargo las relaciones entre Pekín y el Vaticano están rotas desde hace casi 70 años cuando Mao expulsó de China, en 1951, al nuncio apostólico junto con sus misioneros. Con ello, igualmente desconocieron al Papa como jefe único de la Iglesia y a los obispos nombrados desde la Santa Sede.
De entonces a esta parte, con una regularidad inusitada, cada seis meses la jerarquía diplomática de ambos lados se han sentado en torno a una mesa para tratar de dirimir sus ancestrales diferencias, mientras dos iglesias católicas, una regular y una clandestina, se han mantenido en suelo chino enfrentando diferentes formas de persecución.
En el lado ilegal ejercían 30 obispos que reportaban al Vaticano y, del otro, 60 obispos eran considerados los regulares por el Partido Comunista y reportaban a lo que se dio en llamar la Asociación Patriótica, una institución creada por el Estado para tutelar los asuntos católicos dentro del país.
En septiembre del año pasado los dos países firmaron un acuerdo en el que, en la opinión de los estudiosos, se da un paso muy determinante para la recomposición de las relaciones a futuro. Que ello haya sido a costa de doblegar el ánimo del Vaticano es harina de otro costal. En lo sucesivo, el Vaticano se plegará a reconocer a los obispos ya nombrados por el régimen y, de la misma manera, acordará con Pekín el nombramiento de los nuevos. El acuerdo es, sin embargo, reversible.
El Vaticano a esta hora se empeña en considerar un éxito este avance, porque con el acuerdo se ha creado una diócesis nueva dentro de la cual las autoridades eclesiásticas serán propuestas por Pekín pero con el acuerdo del Papa, quien ha podido reservar para sí un derecho de veto. Para Francisco I lograr unificar en una sola Iglesia a los creyentes y practicantes de China ha sido un logro de envergadura.
Sin embargo, el único condicionamiento impuesto por el régimen de Xi al Papa no fue el de renunciar a su capacidad de iniciativa en el nombramiento de las autoridades. China espera que, desde el Vaticano, apoyen algunas de los temas políticos que son cruciales para al Partido Comunista a escala global. Uno de los tópicos más espinosos es el de las tensas relaciones con Estados Unidos en materia comercial donde Pekín esperaría que el Papa materializara un apoyo decidido.
La realidad es que, en las vísperas de una nueva reunión bilateral de avance para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, son los católicos locales quienes están divididos en torno a la posición asumida por el Papa. Son unos cuantos obispos disidentes los que consideran que los temas de fe deben diferenciarse de los políticos. Pero estos se enfrentan a un prelado de características revolucionarias que, por ejemplo, no ha vacilado en mostrar su desafección por Donald Trump de una manera agresiva, ni parece tener empacho en considerar la ruptura de relaciones con Taiwán para facilitar la relación con el gobierno chino.
Hoy por hoy su santidad Francisco I no las tiene todas consigo. China se ha valido de su debilidad para continuar con una persecución bien orquestada a la feligresía católica. Los derribamientos de cruces en las iglesias continúan, la prohibición de la venta de la Biblia en Internet por igual, la demolición de barrios enteros de familias católicas también, y el Partido Comunista en su último congreso dejó claro que uno de los grandes enemigos del régimen comunista es el catolicismo.
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