Por CLAUDIA FURIATI PÁEZ
—Hurgando algunas de sus recientes entrevistas, apreciamos que se considera un escritor inmigrante antecesor a la ola de autores venezolanos de la diáspora. Rescata del desarraigo su don “de hacernos más fuertes, humanos y complejos”. Sin embargo, reconoce que su obra se nutre de este estrago que es hoy Venezuela desde la lejanía. Sobre ello se hace eco de la condición “extranjeridad eterna” señalada por otro colega del exilio Doménico Chiappe.
—En sus maravillosos diarios, Rufino Blanco Fombona se quejaba de que extravió buena parte de su vida en el odio al tirano Juan Vicente Gómez. Esa noción para mí es importante, un país puede nutrir, la extranjeridad puede nutrir, pero un país también puede convertirse en una enfermedad; en una asfixia, en un límite.
Yo he asumido mi situación biográfica como una posibilidad de crecimiento humano y literario; Venezuela es una amargura, un dolor continuo; los nombres malditos de los tiranos que han azotado a Venezuela desde el 98 están allí como una mancha de sangre; pero mi obligación de vida es intentar la ternura, la felicidad, la vida como un lugar para la imaginación, para lo festivo y lo susurrante. Hay espacios de la existencia donde no puede ni debe entrar el horror de la dictadura venezolana.
Pero en efecto, parte de mi idea de vida y escritura actual es esa «extranjeridad eterna» de la que escuché hablar a Doménico Chiappe en una charla en Suiza. Porque tal y como lo veo, esa extranjeridad, ese no estar del todo en ningún sitio es un modo de estar en varios sitios a la vez. La extranjeridad eterna para mí es una pertenencia multiplicada. Como dice Fernando Iwasaki, el escritor hispano/peruano, al venir a España él no perdió una tierra, ganó otra. Así que me planteo la paradoja de que esa extranjeridad es un modo de arraigo, un modo de diálogo enriquecedor.
Mi próximo libro: La diosa de agua, es fruto de ese diálogo, de esa conexión. Como acabo de comentar en una de las mesas de la Feria del Libro de Quito, es muy posible que si yo no me hubiese mudado a España hace veinte años, no habría recibido los estímulos para escribir esta serie de cuentos que son una suerte de Biblia personal, en la que reconstruyo o más bien invento la historia mítica y legendaria de María Lionza, la deidad máxima del espiritismo venezolano.
—¿Es entonces Juan Carlos Méndez Guédez el “transterrado” que define el filósofo español José Gaos? Y yendo más allá, ¿la literatura venezolana del siglo XXI está marcada por esta condición de «ausencia rotunda» como lo confiesa en reciente entrevista en Prodavinci?
—El siglo apenas comienza. Pero desde luego el inicio del siglo XXI estará marcado por esa gran tragedia que ha significado el retorno de los militares forajidos que han saqueado históricamente Venezuela. Imposible que las marcas de tanta miseria, tanta muerte, tantos millones de personas huyendo del infierno, no dejen huellas literarias.
Pero desde luego, la escritura es reinvención de lo real. Esas marcas colectivas deben adquirir en cada autor una modulación propia. Me preocupa desde una perspectiva estética que se consolide una literatura en serie alrededor del chavismo; una repetición de escenarios y tópicos; porque la reiteración en el arte genera indigestión literaria. Por supuesto, la crítica y el periodismo de la frivolidad pedirán la “gran novela del chavismo”, pero un escritor debe vivir sin etiquetas y en sus viajes al infierno, debe intentar el milagro de que su historia parezca siempre la historia nunca antes contada.
En cuanto al término transterrado de Gaos, lo reivindico en cierto modo, pues me siento enraizado también en España, pero a estas alturas de la vida quisiera quitarle énfasis a cualquier definición. Mi vida no es nada épica; soy una persona que escribe muchas horas al día; durante mucho tiempo lo hice en Caracas o en Barquisimeto, ahora lo hago en Madrid.
—Al revisar sus diálogos con periodistas / escritores coterráneos −por no usar la palabra desgastada “compatriotas”− Karina Sainz Borgo, Luis Yslas, el mencionado Chiappe, resulta paradójico constatar que hoy también forman parte y se inspiran en esa diáspora intelectual. ¿Cómo percibe usted a esta nueva generación de escritores, cronistas y poetas que dan visibilidad a nuestra tragedia desde otras orillas?
—Es un gran momento para la literatura venezolana. La solidez de libros como los de Rodrigo Blanco Calderón, Karina Sainz Borgo, Alejandro Castro, Oriette D´Angelo, Santiago Acosta, Christian Díaz Yepes, Luis Yslas, para hablarte de los más jóvenes; junto con la consolidación de la obra de gente como Miguel Gomes, Israel Centeno, Silda Cordoliani, Slavko Zupcic, Yolanda Pantin, Juan Carlos Chirinos, Doménico Chiappe, Leonardo Padrón, Verónica Jaffé, Alberto Barrera Tyszka, son prueba de lo que te afirmo. Fíjate que aquí no establezco diferencias entre autores que viven dentro o fuera de Venezuela; es posible que los críticos del futuro perciban variaciones, pero yo prefiero no trazar esas fronteras, porque somos en el fondo una idéntica perplejidad; un dolor similar; una búsqueda común de un oxígeno que nos entregue palabras distintas a las del poder que controla Venezuela.
¿Qué percibo en el conjunto de esta literatura? La necesidad de fundar un lenguaje de la transparencia, de lo lúdico, de lo profundo, de lo vital, de lo áspero y terso, de lo sugerente. Porque frente a nosotros se ha colocado el lenguaje unívoco y primitivo del poder militar: un lenguaje de la mentira, de la falsedad, de la mediocridad, de la muerte; del cinismo; de lo excrementicio; de lo literal.
Para un escritor venezolano, en este momento el gran reto es desdecir ese relato llamado país. Hace diez años me invitaron a un pequeño pueblecito de Asturias a dar una charla; allí me llevaron a una exposición de un instituto sobre las variantes del español. Había una muestra sonora del español de cada país; quedé espantado al escuchar que la nuestra era un discurso del canalla de Sabaneta. No pude evitar decirles: mi español no es la lengua de un militar cobarde, asesino y zafio; pero me quedó la idea de que escribir es para un venezolano actual el modo de recuperar el lenguaje que le han robado, que le han empobrecido.
—Ya como investigador académico de nuestros autores, ha destacado que la literatura y especialmente poesía de la Venezuela del siglo XX se escribió signada por una “melancólica esperanza”. Y siendo un lector y autor de la “frontera” de épocas, ¿cuál cree es el sentimiento que predomina en los escritores venezolanos de ésta segunda década?
—El sentimiento es de orfandad, de perplejidad, de ira. Hemos visto naufragar el país; y de ser esa isla civilista y democrática de los años setenta, ahora somos un nido de víboras controlado por grupos delictivos.
Te asomo mi respuesta personal para este momento porque hace mucho abandoné la investigación y estoy centrado de lleno en mi escritura. Quiero reencontrar historias que hablen de una memoria en la que pueda existir la idea de un porvenir. Mirar ese país que conocí no para mitificarlo, sino para comprenderlo. En Venezuela convivían muchos países, y yo participaba de uno en el que convivía la modernidad tecnológica más potente con una ruralidad apenas olvidada. Un universo femenino, de mujeres abandonadas, de fantasmas y apariciones y brujas que recorrían nuestros sueños y pesadillas de las noches. Los campesinos venezolanos se reencontraron con religiosidades antiquísimas, descritas por Robert Graves, como las religiones de las diosas blancas. Creencias en las que la deidad máxima era una mujer. Y el caso es que estas religiosidades desaparecieron hace miles de años y yo crecí en una de ellas, encabezada por María Lionza. Una diosa mujer en un mundo de mujeres solitarias, en la que los hombres éramos una presencia escurridiza, inatrapable. Nosotros los hombres de finales del XX no sabíamos ubicarnos en ese mundo, ni ese mundo sabía muy bien dónde colocarnos.
Por otro lado, países como Cuba, México, Brasil, han prestado atención literaria a ese mundo mágico, pero en Venezuela quizá por el afán de ser modernos y primermundistas, miramos siempre con distancia ese poderío mítico de nuestras historias. Apenas hay escritura sobre esos territorios míticos vinculados a Sorte, a María Lionza. Esa es mi respuesta actual al momento que vivimos La diosa de agua: un retorno, un revelamiento de esa penumbra escondida de nuestro imaginario, que a fin de cuentas es un imaginario que nos conecta con el mundo.
—Vino a Ecuador para participar de un coloquio sobre esa “identidad fronteriza” que se edifica a partir de transfigurar el destierro en energía narrativa. Ya lo dijo antes: “en el fondo todos somos expulsados de un lugar: de nuestra infancia, de nuestras certezas, de nuestra adolescencia, de nuestra invulnerabilidad… Esos exilios son más reales, más definitivos; y allí es la escritura quien te rescata…”. Ecuador y Venezuela comparten esta vivencia histórica como el tricolor patrio, ¿en la literatura cómo se refleja esta hermandad u orfandad?
—En ese futuro inmediato en que debemos comenzar a leernos con atención. Yo estoy disfrutando mucho de la literatura ecuatoriana.
Primero en el rescate y el recuerdo de César Dávila Andrade, enigmático creador que murió en Caracas. Pero también en voces mucho más recientes como Aleyda Quevedo Rojas, Leonardo Valencia, Abdón Ubidia, María Fernanda Ampuero, Edwin Madrid, Santiago Peña Bossano, Alfredo Noriega, por citarte sólo algunos. Y en esa curiosidad por Lupe Rumazo, de quien el propio Leonardo Valencia nos anuncia será el gran descubrimiento de la lengua española de estos años. El desconocimiento es una invitación; hay que tomarlo de ese modo, y que nuestras literaturas se conviertan en el enigma por descubrir.
Por otro lado, están esas conexiones históricas: ya no hablo tan sólo de César Dávila Andrade o Lupe Rumazo, autores ecuatorianos con vidas venezolanas, ya no te hablo tan sólo de la voz desgarrada de Julio Jaramillo que acompañó mi infancia y que me sigue acompañando en noches de insomnio; sino de miles y miles de ecuatorianos que viajaron a Venezuela en los años ochenta a buscar mejores vidas.
—Un género protagónico en este letrado destierro criollo es el de la poesía, lo fue también en el pasado con la metáfora del inmigrante gerbasiano, o la parábola del destierro cadeneana. Hoy sorprende la emergencia de antologías poéticas como de autores nóveles. ¿Podríamos hablar de unos “Cuadernos de la diáspora” parafraseando al más universal de nuestros poetas actuales, Rafael Cadenas?
—Cuando a Galdós lo llevaron a conocer su estatua en el Parque de El Retiro, los escritores de su tiempo le hicieron un vacío importante; muy pocos asistieron a ese acto. Quizá él no se dio cuenta porque ya estaba ciego, al punto de que debieron acercarlo para que tocase la estatua con las manos.
Vivir, escribir, quizá es eso. Avanzar las manos para tocar el mundo que no ves, y tratar de no percatarte de la soledad que rodea lo que escribes.
No sé cómo responder a tu pregunta. Ya los críticos encontrarán los términos más adecuados. Mejor pienso en Galdós, que por otro lado, fue un canarión que hizo de Madrid su casa, es decir, un migrante…
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