La serie Pandemia, disponible en Netflix, fue premonitoria del año del coronavirus. Se estrenó en enero de 2020 cuando empezaba a recrudecer la información sobre los casos letales de la enfermedad en Wuhan.
Desde entonces, la censura China impuso un férreo cortafuegos para impedir la libre circulación de las malas noticias, en un formato de posverdades copiado por el régimen de Maduro.
Hoy se celebran las victorias en Pekín como píldoras de propaganda roja, a la disposición del mercado cautivo de Telesur y VTV.
Pero existen pruebas razonables para dudar, sospechar y refutar las campañas de intoxicación de los gobiernos culpables de propagar pestes comunistas, a escala global.
Ante el azote de las bacterias socialistas del fake news, el mejor remedio puede encontrarse en la información, tal como sugiere la pertinente saga documental de Pandemia, dividida en diversos capítulos y apartados de investigación.
En el primer episodio, la narrativa marca una dramaturgia clásica que cuenta la historia universal de David contra Goliat.
Las temporadas de gripe, cada vez más agresivas y hostiles, llegan puntualmente con el otoño, desatando olas de pánico y emergencia, a merced de las estadísticas fatales en número de víctimas.
Las malas condiciones sanitarias de los países, como China, influyen en la generación de caldos de cultivo, que a la postre diezman a la población.
Queda por determinar hasta qué punto el problema se origina por un simple error humano o por una estrategia científica de la biotecnología maléfica. Todavía hay una fuerte discusión al respecto.
En cualquier caso, las consecuencias terribles alcanzan cifras alarmantes de una limpieza étnica, que no conoce de distingos de raza, clase y condición social, afectando a pobres y ricos por igual, salvando las distancias, pues las brechas siguen definiendo a los Estados del planeta.
En Venezuela, la mayoría sufre la calamidad de las pésimas políticas de creación de empleo, de ataque a la empresa privada, de falta de servicios, de un reparto escaso y populista de la renta pública.
El covid-19 de la república bolivariana se llama chavismo y hemos reportado su debacle en los resultados de la miseria, la diáspora, la inseguridad y la represión, cuyas ondas expansivas provocan estampidas y muertes innecesarias de estudiantes, niños desnutridos, ancianos sin futuro, caídos por la acción del hampa.
Los hospitales no están debidamente equipados para atender contingencias, las camillas son tan limitadas como las salas de cuidados intensivos, el agua es un recurso que desaparece al ritmo que cierran las gasolineras y quiebran los locales comerciales.
La distribución alimentaria, acaparada por la rosca del CLAP, no ha logrado contener el hambre del pueblo, el rebusque de sobras en la basura.
Es un escenario realmente dantesco el que dibuja la patria de Nicolás, mucho antes de que reconocieran el primer caso de un paciente con coronavirus, achacándoselo a un extranjero, para terminar de componer el cuadro xenofóbico que diseña la inteligencia del supremacismo endógeno.
Una forma de racismo basado en un pensamiento de buenos salvajes que supuestamente siempre reciben los ataques de los conquistadores.
El nacionalismo ramplón ha obtenido otro salvoconducto para aislarnos y sitiarnos, bajo la excusa de la protección.
Mientras diferentes naciones testean opciones distintas y alternativas, Venezuela remeda la militarización carnestolenda del partido único de Pekín y La Habana, con un show operativo que se pretende soberano, ejemplar y redentor.
Por el contrario, la cultura del miedo y de la paranoia ha venido a robustecer el bloqueo que fascina a la administración desquiciada de Pdvsa y del Arco Minero.
La serie Pandemia plantea un dilema argumental entre un villano, el virus del momento, y un héroe que resiste desde el sacrificio, para derrotar al enemigo común.
Está claro que la batalla contra el coronavirus es también una lucha por nuestra independencia, por nuestra emancipación de las taras del PSUV.
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