En la ya lejana etapa de mi niñez, leí, con la avidez propia de aquella infancia que sabía disfrutar de un buen cuento, El flautista de Hamelin. ¿Lo recuerdan? Esta historia narra una misteriosa desgracia acaecida en la ciudad de Hamelin, Alemania, el 26 de junio de 1284. Es una narración corta, cuyos autores fueron los hermanos Grimm. Como corto será también mi artículo de hoy.
Cualquier versión que usted lea enfatizará en la hermosura de Hamelin, en su prosperidad; poseía un maravilloso puerto, donde arribaban comerciantes del mundo entero. Era un pueblo feliz.
Pero, siempre los peros en las historias felices, un día, mientras su población dormía plácidamente, comenzaron a llegar ratas. Miles de ratas. ¿Se imaginan ustedes un pueblo próspero, feliz, invadido por esos animalejos sucios, que viven en las alcantarillas y transmiten enfermedades? En ese cuento no se alude a las ratas de laboratorio, o a las ratas sagradas de la India, o a las ratas que viven en los árboles y constituyen un alimento en algunas partes de Asia. No, se refiere a las ratas que son portadoras de enfermedades, que son una plaga. Obviamente, el alcalde del pueblo estaba alarmado y no sabía cómo erradicar aquel espantoso flagelo.
No se le ocurrió otra solución mejor que traer gatos, pero los bellos mininos tampoco pudieron con ellas. Puso ratoneras, buscó veneno de ratas; sin embargo, los animalejos se hicieron cada vez más poderosos y se adueñaron de la ciudad.
Así, como por obra de magia, llegó un trovador. Habló con el alcalde de Hamelin y le aseguró que podría limpiar la ciudad de ratas.
—¿Vos sólo podréis hacerlo?, dijo asombrado el alcalde.
—Por supuesto. Pero a cambio pido mil monedas de oro.
—No os preocupéis. Si lo conseguís os daré 1 millón si es necesario.
Ni corto, ni perezoso, el trovador se dirigió a la plaza mayor del pueblo, sacó una pequeña flauta de madera y comenzó a tocar una melodía. ¡Las ratas salieron de sus escondites y se fueron detrás de él! Las llevó hasta el río y las ratas se ahogaron. ¡Había cumplido su promesa! Sin embargo, el alcalde, cuando el trovador fue a cobrar sus monedas de oro, le respondió:
—¿Mil monedas de oro por una música? ¡Os daré como mucho cien monedas!
—¡Pero eso no es lo que me prometisteis! En ese caso lo lamentaréis.
El trovador salió de la municipalidad y volvió a tocar con fuerza su flauta. En esta oportunidad no salieron ratas, se habían ahogado; lo siguieron los niños y jóvenes de Hamelin. El flautista se alejó del pueblo y toda esa niñez y juventud se fueron con él; nunca más se los volvió a ver.
En algunas versiones, el flautista regresa a los niños, cuando por presión de los habitantes el alcalde cumple su promesa y le da la recompensa acordada.
Todos estos cuentos traen consigo una moraleja. Si se hace una promesa, esta debe ser cumplida. Es el mensaje primordial del cuento, cuyo origen parece estar enraizado con una peste que asoló la región y que llama a reflexionar sobre el valor de la palabra, tan olvidado en nuestros tiempos. Por supuesto, ese honrar la palabra es señal de honestidad y decencia; también se vincula con la justicia: darle a cada uno lo que le corresponde. Pero, incluso, va más allá, es una lección sobre no minimizar a los desposeídos, a los seres humildes.
En este momento aciago de la humanidad, no son ratas, es una peste la que agobia y ha puesto a prueba todos esos valores que he señalado ut supra. En el caso nuestro, Venezuela, las ratas han invadido toda la nación, ¿encontraremos un trovador que sabiamente nos libere de esa peste? O ¿acaso, como en Hamelin, no somos capaces de honrar nuestra palabra de apoyo y recompensa a tan valioso rapsoda, que quién sabe si ya apareció y no lo hemos reconocido? ¿Volveremos a ver esos jóvenes que un día salieron de la versión tropical de Hamelin en una diáspora dolorosa? Hay una interpretación del cuento que habla de la creación de un mundo mejor en una suerte de cueva por los niños que salen del pueblo.
El arte, la literatura, la música, mi amada filosofía son fuentes de conocimiento y de relaciones que se deben consultar en esta etapa nefasta. A mí nadie me obligó a quedarme en casa. Lo hice espontáneamente y, en este confinamiento voluntario, mis libros han vuelto a llenar mis días con unas lecciones extraordinarias.
Dice un viejo refrán, “la palabra enseña, pero el ejemplo arrastra”.
@yorisvillasana
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