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Retrato de una dama en llamas ganó el premio de guion en el Festival de Cannes, pero pudo obtener la Palma de Oro de no ser el año de la buena estrella de Parasite.

El filme asiático arrasó con todo desde su coronación en el certamen galo. Sin embargo, hemos visto, cómo el coronavirus fue el único rayo neutralizador del efecto coreano, de Bong John Ho, en la pantalla y el mercado mundial.

Aún así, la cinta llegó al país y recaudó la estimable cifra de 75.000 espectadores. Un número importarte para las condiciones críticas de la industria nacional. Veloz Producciones tuvo la fortuna y la intuición de distribuirla en su debut como casa distribuidora independiente.

La empresa de Elaiza Gil y Edgar Rocca puso la vara alta, despertando interés inmediato por su próxima ficha en el tablero complejo de la oferta y la demanda.

Retrato de una dama en llamas es su segunda apuesta y de entrada cuenta con la aprobación ecuménica de la crítica. Veremos cómo responde la audiencia ante su propuesta de cine de autor, considerando el cierre de salas en el país.

Por lo pronto, puedo confiarles mis elogios sobre la obra maestra de Céline Sciamma, una directora interesada en la mirada femenina más emotiva y comprometida. Por algo encabezó la retirada de la ceremonia de los premios César, cuando se anunció la victoria de Roman Polanski en la categoría de realización.

Antes la creadora cosechó fama internacional con dos títulos: Tomboy y Girlhood, anticipando la sensibilidad transgenérica de fenómenos globales e incluso criollos, como el caso de Moonlight, Pelo malo y Yo invisible.

Retrato de una dama en llamas narra el relato, íntimo e hipnótico, de una pintora joven encargada de hacerle un cuadro a una mujer de una familia aristocrática, para poder casarse con un hombre influyente de Milán. Entre ambas protagonistas se enciende la mecha del amor a primera vista, generando un conflicto personal con dimensiones de desmontaje colectivo.

Surgen los dilemas, los problemas, los cuestionamientos, las dudas, las emociones a flor de piel, las posibilidades de escape, las ilusiones truncadas, las decepciones y las esperanzas de un futuro sin ataduras o represiones.

Estéticamente, la fotografía brinda volumen a la fuerza naturalista de las actrices en el trance de acoplar sus cuerpos.

El lienzo del lente revisa la historia del realismo, superando los patrones academicistas y qualitès del arte de papá.

El fuego erótico ilumina la paleta de colores, pasando de un estadio de solemnidad e incomodidad dramática a un plano de liberación impresionista y vanguardista de tintes lésbicos.

Los ojos de las intérpretes establecen una comunión con nosotros, bajo la complicidad de la dueña de la batuta, quien conscientemente vampiriza a sus hermosas figuras del casting.

Céline Sciamma las dignifica en el marco de exposición, evitando juzgarlas y condenarlas por sus acciones fuera de la norma de la época. Elude el tono patético de la tragedia y el trazo grueso del novelón hueco que polariza en la guerra de los sexos.

Los caballeros permanecen fuera de campo, al tiempo que ellas toman el control de su destino, por un lapso breve pero trascendente.

Un simbólico libro esconde lo que compartieron las amantes secretas y lo que ocultan las imágenes del museo de las apariencias, recordando las enseñanzas de Claire Denis y Agnes Vardà.

El juego de espejos, de la puesta en escena, propone una relectura femenina de Las Meninas de Velázquez y La vida de Adele de Abdellatif Kechiche.

De la fantasmagoría al deseo prohibido, del inconsciente al estallido de la música interior, Retrato de una dama en llamas invita a que redescubramos el patrimonio universal de la cultura, desde la óptica femenina.

De ahí procede su inigualable virtud como documento de un milenio que está por replantear muchas cosas.

Un mensaje sublime y subliminal.

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