La persona humana es un ser sociable por naturaleza y, por ello, entra en contacto con sus semejantes, estableciendo redes relacionales de distinta índole (afectivas, económicas, culturales, etc.). De esta manera, desarrolla un fenómeno estrechamente vinculado a su instinto de supervivencia, y al cual llamamos «socialización». El hombre busca en la comunidad, esto es, en la cercanía y en la cooperación del «nosotros»; las fortalezas de que carece individualmente (en el «yo»); lo que termina representando su propio bien.
Esta inclinación natural a la socialización, no presupone en el hombre una intrínseca búsqueda de la «alteridad u otredad del bien», esto es, la búsqueda y respeto del bien relacionado con terceras personas. Ello por cuanto en el fondo de la socialización subyace una base antropológica consistente en la procura de la subsistencia personal: una inclinación natural en la que el hombre hace patente la valoración de su propia existencia y, consecuentemente, su tendencia a procurar el bien para sí mismo.
Una cosa es que el instinto de supervivencia impulse al hombre a la socialización, a fin de procurarse el beneficio que aportan las múltiples y variadas relaciones intersubjetivas dentro de la comunidad a la que se pertenece; y otra muy distinta es que, al procurar esa supervivencia, el hombre -en conexión con su sentido moral- abandone su cerrazón individualista o sectarista, para abrirse a la «alteridad del bien»; cuyas especies son: a) la «ajenidad del bien», que implica beneficiar directamente a terceras personas; y b) la «comunidad del bien», que implica el esfuerzo por armonizar el beneficio personal con el de la comunidad a la que se pertenece.
La búsqueda del bien personal (beneficio del «yo«) es una realidad antropológica perteneciente al «ámbito del ser»; ámbito este en el que se encuentran las características inmanentes a la naturaleza humana, como es el caso del instinto de supervivencia y la sociabilidad; mientras que el hacer el bien al prójimo, representado en el “tú” y el “ustedes” (Caridad), y el procurar el bien propio, pero sin afectar injustamente a las terceras personas que integran nuestra comunidad: el beneficio del “nosotros” (bien común); no pertenecen al ámbito del «ser», sino al «deber-ser».
De tal manera, para concebir, asumir y desarrollar la «alteridad del bien’, representada en la caridad y el bien común, resulta indispensable conectarnos con nuestra conciencia y nuestro espíritu, para con ello elevar nuestra natural sociabilidad, desde el nivel de la mera supervivencia instintiva -en la que en poco o en nada nos diferenciamos del resto de los animales- para ubicarnos en el nivel de convivencia acorde a la dignidad humana, que es la comunión fraterna.
La caridad y el bien común, por ser, respectivamente, un valor y un principio ordenador de la vida social (ámbito del «deber ser»); no se procuran ni alcanzan por instinto natural, sino por voluntad; razón por la cual, en todo acto tendente a la caridad o al bien común, el instinto de supervivencia determinado por el cerebro reptil, se inclina reverencialmente ante las potencias del alma racional; entrando, así, en juego la voluntad; esto es, la facultad de la persona humana para decidir y ordenar su propia conducta.
En este orden de ideas, el ser humano, que por naturaleza procura el bien para sí mismo, no por naturaleza se orientará a la ajenidad del bien (la Caridad) ni a la comunidad del bien (el bien común). Para estas actitudes, se requerirá, indispensablemente, de una apertura del hombre con respecto a sus dimensiones invisibles (espiritualidad y trascendencia), en las que éste es llamado a abandonar su cerrazón individualista, para encontrar su propio beneficio espiritual y trascendente en toda acción que pudiera realizar en favor de su prójimo, así como en el respeto al bien común.
El beneficio personal, para que sea armonioso con el bien común –salvo causa de justificación- debe ser inocuo al bien ajeno. Se trata de un sublime equilibrio entre el instinto de supervivencia, que nos inclina y nos legitima a procurar nuestro propio beneficio personal; y el deber moral de la comunión fraterna; el cual tiene como base racional el principio jurídico de “alterum non laedere” (no hacer daño a otro), y que se transfigura -alcanzando su esplendor- en el mandamiento de “amar al prójimo como a sí mismo”.
Esta cosmovisión –si bien es no se circunscribe al ámbito religioso, ni mucho menos a un credo específico- para el pueblo cristiano alcanza su más hermosa exposición en la plenitud de la revelación bíblica, que nos llama a sublimar nuestro natural instinto de supervivencia, para alcanzar la sobrenatural comunión con Dios y con los hombres; de la siguiente manera: 1. En toda forma de socialización, hemos de superar nuestro natural egoísmo (“amarás al prójimo como a ti mismo”); 2. La superación del egoísmo implica disposición a la acción benéfica para con el prójimo (“…tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y me vinisteis a verme.”); 3. La acción benéfica para con el prójimo es una manera de amar a Dios (“…cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”); y 4. Quienes hacen el Bien a sus semejantes, cuentan con la promesa divina de obtener para sí el mayor bien posible, que no es otro que el encuentro personal, pleno y definitivo con Dios, que es el sumo bien (“Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”).
@JGarciaNieves
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