La crisis de refugiados de Venezuela es la peor que se ha experimentado en América Latina. En los últimos 15 años, más de 5 millones de venezolanos, una cifra que equivale al 16% de la población, han abandonado su país. Para fines de este año, 6 millones de venezolanos habrán salido de Venezuela. Solo la guerra civil de El Salvador, un país mucho más pequeño, desplazó durante la década de 1980 a una proporción similar de ciudadanos.
A pesar de que la diáspora es vasta y se extiende desde España hasta Chile, Colombia ha asumido una parte desproporcionada de la pesada carga por la afluencia de personas. Siendo uno de los tres vecinos continentales de Venezuela, ha acogido a la mayor cohorte de los refugiados que huyen de la dictadura de Nicolás Maduro. En comparación, Estados Unidos solo aceptará a 18.000 refugiados de todo el mundo este año fiscal.
Colombia comenzó a brindarles protección a los refugiados durante el gobierno anterior, liderado por Juan Manuel Santos, quien ganó el Premio Nobel de la Paz por alcanzar un acuerdo de paz con los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La política de fronteras abiertas del país y de proporcionar atención médica y protección a los venezolanos continuó bajo su sucesor, Iván Duque, un tecnócrata de centroderecha, quien, a primera vista, no sería un candidato obvio para expresar tal solidaridad con los venezolanos pobres, especialmente porque ahora muchos de sus compatriotas se muestran menos empáticos con su difícil situación.
Los refugiados que cruzan la frontera hacia Cúcuta son, en su mayoría, indigentes: hombres, mujeres y niños que no solo huyen de la represión y las violaciones de los derechos humanos cometidas por Maduro, sino, más significativamente, del hambre, las enfermedades y la falta de bienes básicos como medicinas. Están huyendo de una crisis que se ha prolongado durante años sin un final a la vista.
Los exiliados venezolanos en España, México y Doral, un suburbio de Miami, son principalmente profesionales de clase media. Pero los que llegan a Colombia son en su mayoría pobres. Tanto los más de 1,6 millones de refugiados en Colombia —un país de 50 millones de habitantes— como los 3.000 que ingresan a diario necesitan mucho apoyo: documentos para trabajar, escuelas para sus hijos y atención médica. En los últimos años han nacido en Colombia más de 24.000 niños de padres venezolanos. El país les ha ofrecido la ciudadanía.
Duque no está pasando por un momento fácil como presidente. Al igual que Chile y Ecuador, Colombia se ha visto sacudida por protestas a causa de las tarifas del transporte, los aumentos del precio de la gasolina, la desigualdad, las deficiencias educativas y un sistema fiscal injusto. El sindicato de docentes exige salarios más altos. Miles han salido a las calles de Bogotá en apoyo de los acuerdos de paz que no entusiasman mucho a Duque. Las investigaciones sobre mala conducta militar durante la lucha interna de los últimos 20 años revelan delitos trágicos y vergonzosos.
Entonces, ¿por qué un presidente conservador, asediado por las protestas, se comporta de una manera tan improbable con los refugiados?
En primer lugar, detener el flujo de personas de Venezuela a través de la frontera porosa es casi imposible sin tomar medidas duras y costosas.
En segundo lugar, antes de la era de Maduro, eran los colombianos quienes solían cruzar la frontera hacia Venezuela. En las décadas de 1970 y 1980, el auge petrolero venezolano atrajo a unos 2 millones de inmigrantes colombianos, la mayoría de los cuales huían de la violencia de la guerra contra las FARC. Incluso hoy, después de los acuerdos de paz de 2016, Colombia tiene más personas desplazadas dentro de su territorio que cualquier otro país del mundo, excepto Siria. Muchos colombianos recuerdan esa historia, lo que hace que estén más dispuestos a recibir refugiados.
Finalmente, también influye la profunda aversión de Duque por la dictadura de Maduro. Al igual que su mentor —según algunos su patrón—, el ex presidente Álvaro Uribe, Duque ha estado en la vanguardia de múltiples intentos para destituir a Maduro o convocar a nuevas elecciones en Venezuela. Difícilmente podría rechazar o maltratar a las víctimas de un régimen que se ha propuesto derribar.
Esta actitud contrasta con la de otras naciones sudamericanas. Como dijo José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para América Latina: “El ejemplo que sigue dando Colombia con su generosa acogida a los migrantes venezolanos es admirable. Ojalá que Chile, Argentina, México, Perú, Brasil, Ecuador y Estados Unidos replicaran, aunque fuera parcialmente, esta política humanitaria”. Lamentablemente, eso no ha sucedido.
Chile ha comenzado a exigirles visas y pasaportes a los refugiados venezolanos; la mayoría carece de ambos documentos. Ecuador, un importante país de paso, ahora también les solicita una visa para entrar. Perú, con 860.000 migrantes venezolanos, sigue siendo relativamente hospitalario, pero también ha empezado a establecer restricciones. México los acosa en aeropuertos y cruces fronterizos terrestres.
Colombia está prácticamente sola en este asunto. El financiamiento internacional para la crisis venezolana es escaso; la comunidad internacional ha gastado menos de 1.000 millones de dólares en los últimos 7 años. Según un estudio de The Brookings Institution, esto se traduce en 125 dólares por cada refugiado venezolano. En contraste, el mundo ha dedicado aproximadamente 1.500 dólares por cada refugiado sirio.
Washington debería proporcionar mucha más ayuda de la que da, pero también deberían hacerlo otras naciones ricas. La crisis en la región no es tan diferente en tamaño, impacto y tragedia a la de Siria. Es la mayor crisis humanitaria de América Latina en años, y el país más afectado por ella merece apoyo y ayuda.
Artículo publicado en The New York Times
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