Procrastinar viene del latín procrastinare: pro “para”y cras “mañana”, es decir, dejar para más adelante lo que deberíamos hacer ahora. Pero, ¿por qué posponemos algo que al final, indefectiblemente, tenemos que hacer y que de no hacerlo ahora finalmente acabaremos haciéndolo, pero posiblemente de peor manera?
Desde tiempo atrás la actitud de la sociedad venezolana ante nuestro compromiso con los valores de la democracia y ante la evolución de los acontecimientos se ha reducido al desapasionado fatalismo de quien espera que sean otros los que den el siguiente paso en la lucha. Esa ausencia de compromiso, esa neutralidad ante lo que acontece, excluye todo protagonismo; ya ni siquiera nos planteamos el optar por la sumisión o la libertad; sin percatarnos de que el no hacer nada nos conduce a la mediocridad de la entrega sin lucha. No podemos olvidar que ante tantas vicisitudes que padecemos todavía hay personas y dirigentes sociales que salvando las distancias, entre lo imposible, lo probable y lo convincente siguen prodigándose activamente en la lucha contra la dictadura de Maduro. Una desigual pero incesante contra un Estado que se siente todopoderoso y que se pasa el tiempo tratando de subyugar a los que se le oponen. Un Estado ávido, intrigante y astuto y unos opositores entusiastas, heroicos, francos y confiados hasta la ingenuidad.
Atribuirle al caos en el que está sumido el país un carácter casual es ignorar la existencia de un orden oculto que perversamente busca dominar a los ciudadanos mediante diversas formas: tensión, incertidumbre, amenazas, demagogia, represión brutal, desinformación, corrupción y pare usted de contar. No podemos asumir la adversidad y el dolor de la pérdida de nuestro país con resignación; por el contrario, hay que participar activamente en las convocatorias y exhortaciones que nos hace el presidente interino. Y no hay más opción que atenerse a las reglas, pues solo si estas se conocen, se respetan y se utilizan a conciencia se puede vencer. Es posible que en la mayoría de las oportunidades no sepamos a fe cierta lo que queremos, pero lo que si sabemos a la perfección es que no queremos lo que tenemos.
A esta tragedia cotidiana que nos impone la dictadura podemos ponerle fin. Sin invocaciones y llamados grandilocuentes, si, uno a uno, en peregrinaciones de a pie o adocenados en camiones y autobuses, en los estribos de los vehículos que nos llevarán por las ciudades y los pueblos de nuestro país, si nos vamos formando en infinitas procesiones desde los puntos más centrales y también de los distantes puntos de la geografía nacional saturando a lo largo y a lo ancho las autopistas, las calles y avenidas, en silenciosa multitud, y guiados y atraídos por el mismo propósito de acabar con la perniciosa actitud de pisarnos y aplastarnos los unos a los otros, el nefasto gobierno de Maduro se vería en serios aprietos para mantenerse en el poder.
Ayer, 10 de marzo de 2020, teníamos una cita con nuestra lucha, marchamos con nuestros representantes de la Asamblea Nacional. Las razones y motivación para hacerlo son tantas y variadas que sería redundante enunciarlas porque todos las experimentamos, a diario, en carne propia. Es evidente que esta marcha no constituye un paso definitivo para derrotar al régimen, pero, con nuestro masivo concurso, pero fue un paso de gran importancia para la estrategia llamada a darle fin a este errático, corrupto e ineficiente gobierno. Un paso de no obediencia absoluta ante el régimen, de integración entre nosotros en aras de mantener la unidad de las fuerzas opositoras, de expresar nuestra decisión de seguir luchando por nuestros derechos y evitar la desintegración del país. Un paso para mostrar nuestra capacidad de respuesta a los abusos e ilegalidades del régimen.
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