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En la piel de Macbeth (1/3)

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Por JOSÉ TOMÁS ANGOLA HEREDIA 

Cuando el año pasado Federico Pacanins, presidente de la Asociación Cultural Humboldt, escritor, profesor universitario y hombre de las artes, me propuso que protagonizara Macbeth, los temores me asaltaron. Si bien debuté actuando en el teatro profesional hace tres décadas, mis intereses principales se concentran en la dramaturgia y la dirección. La actuación la asumo con mucho respeto y rigor, aceptando solo personajes que me cautivan. Eso he hecho en las 20 obras en las que he actuado en tres décadas: Hemingway, Van Gogh, el Rey Salomón, García Lorca, José Gil Fortoul y también personajes de ficción que escribí en algunas de mis piezas. Además mi paso por el mundo del teatro clásico era ciertamente pequeño. Fue el propio Pacanins quien me permitió hacer mi primer Shakespeare como puestista, Medida por medida. Antes solo lo había explorado con lecturas dramatizadas y teleteatros. Hacer el teatro de Shakespeare, o el del Siglo de Oro, a Molière o la Comedia del Arte, igual que hacer teatro griego, es una aventura muy arriesgada. La formación técnica del actor venezolano no hace acento especial en ese tipo de teatro. Quizá de las últimas experiencias formales que recuerde que hubo estaría el Programa de Formación de la Compañía Nacional de Teatro en los legendarios tiempos de Isaac Chocrón y Ugo Ulive, donde existió un especial deseo por entrenar en ese territorio a los jóvenes meritorios.

Mi propio recorrido por las artes escénicas es autodidacta, y quizá por ello la libertad y el no estar atado a un programa me ha permitido estudiar por mi cuenta temas y materias que también alcanzan lo clásico. Así que cuando Federico me propuso Macbeth, la primera pregunta que me hice fue si estaría preparado para el reto. Comencé entonces a colectar principios, ejercicios, herramientas, información que construyeran en mí una doctrina para acercarme desde mis capacidades y posibilidades. Parte de esa investigación, elaborada a lo largo de los cinco meses que llevo en el proyecto, por la gentileza de Nelson Rivera, la compartiré en tres entregas, siendo esta la primera.

No esperen ni un manual ni un ensayo formal. Tampoco es un trabajo historicista, o de deriva académica. Apenas un atisbo, un mapa inconcluso, algo desordenado, que podría interesar no solo a gente del teatro, sino también a espectadores teatrales. Muchas veces después de las funciones he recibido el entusiasmo del público, buscando indagar, descifrar, comprender símbolos, giros, matices que han presenciado en mis montajes. Obviamente estas líneas no desentrañarán el misterio superior que es el arte, ese intangible puente entre nuestra realidad y el universo que habita sobre el escenario. Quizá sea tan solo una llave para que los que se atrevan a abrir la puerta puedan adentrarse.

El inicio

El director, Federico Pacanins, por su formación profesional, es un hombre del pensamiento. Su sistema de trabajo se inicia con una búsqueda racional y meditada de la obra.  Los objetivos y los impulsos de los personajes, y sobre todo la palabra. En su idea como puestista, la poesía, los diálogos, el decir, la melodía del verso son de importancia capital. De allí que escogiera la versión de Macbeth que escribió León Felipe (1884-1968) en 1954. El poeta español, que también tradujo Otelo, no hace propiamente una traducción. En realidad reescribe la obra con una libertad que le permite regresar al verso. Habitualmente las traducciones de Shakespeare rompen las rimas, y su tan alabada musicalidad se desmonta. Por eso leer a Shakespeare en español es hacerlo en prosa. En el original en inglés de Macbeth hay toda una estrategia poética en su escritura. La mayoría de la tragedia está en pentámetros yámbicos que es el verso blanco inglés. Pero las brujas en cambio hablan en tetrámetros. Y la prosa se usa varias veces, como en la carta que Macbeth le manda a su esposa o cuando Lady Macbeth habla en sueños. Así que al leer traducciones canónicas como la de Astrana Marín de 1929 o la de Valverde de 1967 leeremos obras teatrales con pocas rimas, sin verso, y en prosa.

Decía Nicanor Parra, quien hizo una traducción libérrima de Rey Lear en 2004, que solo poetas deberían emprender la tarea de reescribir en español a Shakespeare, pues solo un poeta podría captar el alma y verterla a otra lengua, recreando el sentido musical que originalmente pretendió el inglés. Neruda pensaba algo parecido y por ello en 1964 firmó un Romeo y Julieta que cuesta trabajo llamar traducción. El Macbeth de Felipe es fiel al argumento y las acciones. Aunque acorta pasajes en aras de más tensión dramática, o reduce personajes a figuraciones apenas visibles, el espíritu de la tragedia está presente en su plenitud. Quizá lo más aplaudible sea el rescate de la rima, que emplea a voluntad también hay que decir, usándola cuando el lirismo o la metafísica en la obra lo exigen, y apelando a la prosa cuando la información es protagonista. Pero incluso en esos momentos hay una música interna de gran belleza plástica.

Esa versión llenaba las expectativas de Pacanins. Como actor entonces mi primera tarea fue entender el sentido que el verbo le imponía al personaje. Cuando nos acercamos a un carácter clásico, ya sea Hamlet o Macbeth, solemos hacerlo desde ciertos prejuicios que como lectores o espectadores tenemos. Hemos visto esos roles en escena y tenemos muchas aproximaciones distintas. Pareciera que la primera pulsión fuese volver a ver la versión de Orson Welles o la de Polanski en el cine, o la de Ian Mckellen para la BBC. Pero ese impulso lo evité por la sencilla razón de que el Macbeth de León Felipe partía del de Shakespeare pero lo recreaba. Así que no era propiamente el personaje en inglés que aparecía en esas películas.

Si bien en la versión de León Felipe la ambición, ese motor que desata la tragedia de Macbeth, sigue siendo central, también lo es el que somos juguetes del destino, la fragilidad de lo humano ante la naturaleza, o lo metafísico. El Macbeth de León Felipe no es solamente la fuerza del mal impulsada por la ambición. Es mucho más complejo. El miedo está presente en un duelo constante que a veces pierde Macbeth y a veces gana. La manera como Felipe expone líricamente los monólogos del personaje atisban cierta nobleza. No es el “maldito” que tantas veces se ha visto. Es casi una víctima de sus pasiones, deseos que no puede controlar. De allí que Lady Macbeth y las brujas se aprovechen de ello para manipularlo, engañarlo y burlarlo. Si bien hay perversión, crueldad y brutalidad en su espíritu, también hay remordimiento, arrepentimiento, agradecimiento e incluso destellos de fe, pues teme al infierno y sus demonios aunque jamás invoque a Dios.

Esta lectura de Felipe, sin salirse de la trama de Shakespeare, pareciera hacer un doble homenaje a la intención original que llevó al inglés a escribirla. Macbeth es obra de madurez, y Shakespeare, que la pergeñó en 1605, lo hace para halagar al rey que sucede a Isabel: Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia. Jacobo era Estuardo, nacido en Edimburgo. Escocés por los cuatro costados. Y la pieza era una manera de festejarlo. Los personajes son históricamente reales. Macbeth existió y reinó Escocia hasta el 1057, pero Shakespeare usa su mano política y logra convertir a Banquo, de quien Jacobo proclamaba descender, en una víctima inocente de la maldad de Macbeth y un ser sin mancha, cuando en la historia real Banquo se alía con Macbeth para matar al primo de este, Duncan. Con este giro lavaba la imagen de Banquo, antepasado del rey.  Y con otro gesto ganaba el favor de Jacobo al incluir las brujas y todos los giros metafísicos que de ellas provienen. Jacobo era un ferviente creyente en brujas y seres sobrenaturales, hasta el punto de que en 1599 escribió un libro sobre eso: Demonología. Aquellos seres infernales que predicen y engañan habrían sido de mucha fascinación para el soberano.

León Felipe reestablece un equilibrio al darle igual peso a lo metafísico y a lo meramente mundano, que suponemos debió ser muy relevante cuando Shakespeare estrenó la obra. Es de conjeturar por cierto que el texto era más extenso ya que la versión que nos llega es la que se publicó en 1623, y siendo tan corta en comparación con sus otros dramas, podemos imaginar que fue editada entonces.

Federico Pacanins me propuso explorar ese extraño mundo de la brujería y lo maldito para adentrarnos en los meandros psicológicos del personaje. Los resortes de Macbeth, la ambición, las ganas de poder y su debilidad ante las mujeres (debilidad nunca resuelta pues no sabemos si es por lujuria o por fragilidad de carácter), adquieren un nuevo elemento de gran resonancia en su accionar: su creencia en el más allá, la eternidad, su fe. Macbeth es creyente, cree en lo superior, se debate entre el cielo y el infierno, y más de una vez alude a esas imágenes antípodas. Alguien sin fe no habría tenido los dilemas de conciencia o el miedo que lo enceguece. León Felipe restituye esa condición en su acercamiento a la pieza usando diálogos de gran belleza pero dureza y crueldad sorprendentes.

Es de aclarar que en el teatro clásico, a diferencia del contemporáneo (desde el naturalismo de finales del siglo XIX hasta nuestros días) la dimensión psicológica de los personajes estaba dada por la propia argumentación de los diálogos. Monólogos y soliloquios nos permitían conocer lo que pensaban los personajes. Pero tras Ibsen, Chéjov y los dramaturgos renovadores del naturalismo y el realismo, la materia psicológica quedó en el silencio, y del lado del espectador. Los personajes, como en la vida, ya no dirían lo que piensan sino que deberíamos deducirlo o incluso adivinarlo. Esa era la confusión que el mundo experimentaba, y experimenta, desde la irrupción del existencialismo.

Notas al pie para el Macbeth que voy construyendo:

  1. Octubre de 2019: creo en la transformación física de los personajes. No basta prestar tu cuerpo o tu voz para un personaje. Debe existir una suerte de simbiosis entre el actor y su personaje en todos los planos posibles: emotivo, psicológico, intelectual y físico. En esa fusión radica el despertar de las maneras conductuales del personaje y hacer surgir materia de uno en el otro. Macbeth es un guerrero medieval. Yo vengo de incorporar a Ernest Hemingway. Debí engordar 13 kilos para dar con su humanidad. Las canas, la voz aguardentosa y rota por el habano son de Hemingway. El primer día que entro en Macbeth decreto que perderé 18 kilos, y estimularé mi fortaleza y resistencia física para ir tras él.
  2. Enero de 2020: logré quitarme 17 kilos. He desarrollado más potencia física y estoy en un proceso de entrenar mi voz para que en la obra se transforme desde la de tenor con el primer diálogo: “Día extraño en verdad es este, Banquo”, hasta la de barítono luego de la emblemática escena del banquete. En su voz habita la caída, el demonio, el abismo.
  3. Noviembre de 2019: la espada en ese tiempo y para ese personaje lo es todo. El arma, la posibilidad de la vida o de la muerte. Tu espada es lo que te viste y te salva. Hay que aprender a usarla. No es solo que sean creíbles las peleas de espada (nuestro teatro tiene grandes problemas para hacer creíbles peleas de cualquier tipo, emocionantes o veraces), sino que se sienta una herramienta natural, una extensión de tu mano. Tanto es así que al perderla, Macbeth muere a manos de Macduff. La espada es un símbolo. Macbeth debe manejarla con la comodidad y rutina con la que manda a matar a sus enemigos.

Comienza el lento pero interesante camino hasta el Castillo de Dusinane.


*La segunda entrega de esta serie será publicada el próximo viernes 6 de marzo, en la sección Papel Literario de www.el-nacional.com.

**Macbeth, de William Shakespeare, en versión de León Felipe, se estrenó el 22 de febrero en la Sala de la Asociación Cultural Hamboldt. Dirigida por Federico Pacanins, el elenco incluye a Sandra Yajure, Gerardo Soto, Valentina Garrido, Carlos Abbatemarco, Carlos Manuel González, José Antonio Barrios, Zair Mora, Silvia de Abreu, Juan Carlos Grisal, Andrea Mariña, Anakarina Fajardo, Rafael Gorrochotegui, Edisson Spinetti, Cipriano Castro, Orlando Villalobos y al propio José Tomás Angola en el rol protagónico.

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