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La globalización de los indiferentes

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Reza el Éxodo que cuando Moisés bajó con las dos tablas del Testimonio cerca del campamento que reúne a las distintas tribus formantes del pueblo de Israel sacadas de Egipto, “arrojó de sus manos las tablas y las hizo añicos al pie del monte”. El señalado código de la alianza, aun así, sobrevive como expresión de universalidad y unidad trascendentes ante la pluralidad de lo humano y la complejidad del entorno natural, pasados 3.500 años.

La crónica recordará, además, que “a la caída del Imperio, cuando los bárbaros echando  por tierra las sagradas puertas de la Ciudad soberana…, el Derecho romano no tarda en ser la ley de los vencedores, hiere de muerte al feudalismo, y en el Renacimiento, los nombres de Papiniano y de todos los jurisconsultos antiguos son respetados en las escuelas, porque en ellas se explica, con el fervor de otros tiempos, las máximas y los preceptos legales que Roma dejó como legado precioso en su testamento a los pueblos que vinieron al Mediodía a recibir el bautismo de la civilización”.

Pues bien, el filósofo polaco recién fallecido Zigmunt Bauman (Modernidad líquida, 2015) sostiene que “lo que se ha roto ya no puede ser pegado”. Según su consejo debemos abandonar “toda esperanza de unidad, tanto futura como pasada, ustedes, los que ingresan al mundo de la modernidad fluida”. Destaca la desintegración social en boga como “resultado de la nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el descompromiso y el arte de la huida”. Y “para que el poder fluya el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles”, agrega.

Cree, no obstante, que “la vida no ha llegado todavía al extremo de volverse insensata” y  hace suyo aquello en lo que insisten Deleuze y Guattari, citados por él: “Ya no creemos en el mito de la existencia de fragmentos que, como pedazos de una antigua estatua, esperan que la última pieza faltante sea descubierta para así ser pegados creando una unidad exactamente igual a la unidad original. No creemos que alguna vez haya existido una totalidad primordial como tampoco que una totalidad final nos espere en el futuro”.

De modo que, a la luz del anunciado paso desde el mundo de los sólidos hacia la liquidez moderna que hace de los principios ordenadores de la vida humana algo movible, informe, relativo, cabe entendamos el predicado de Bauman más que como un juicio hacia lo que vemos ocurre y continuará en el porvenir, algo valorativo del pasado y constante: ¡No existen los absolutos o universales!

Ninguna relación acusa ello con el desconocer lo real y particular, que bien describe Rafael Tomás Caldera: “Entre el nacer y el morir discurre la vida sin estación permanente. Estamos siempre a punto de partir y a punto de llegar. Por ello la imagen del viaje, aun en la existencia más sedentaria, representa bien la condición humana” fenoménica.

Hace 23 años, ante actores de la cultura preocupados más por sus expectativas crematísticas que por la sustancia de sus haceres comenté que a la familia, la plaza, la ciudad, el Estado, como núcleos subsidiarios para el estímulo del conocimiento y la acción en común se les acusa de corrompidos por disfuncionales. La “nueva” realidad les considera ineficaces y expoliadores de la libertad, malversadores, pues mal sacian la soledad o los egoísmos personales, las necesidades inexhaustas o inagotables de un consumidor digital urgido de experiencias más que de vivencias (vid. mi libro El nuevo orden mundial y las tendencias direccionales del presente, 1997).

Papa Francisco ha anunciado “un futuro creativo y en movimiento”. Opina que “no estamos más en la cristiandad”. Pienso que cabe un alto prudente y reflexivo ante tan grave constatación, no sea que arrimemos las brazas al horno que derrite los sólidos pero secará las aguas de las que se nutre la globalización de las indiferencias, dejándonos en el vacío.

¡Destruyo porque me da la gana!, gritan los Jokers que invaden nuestras ciudades e imponen sus enojos particulares y difusos, extraños a narrativas compartidas, salvo las del enojo. Se trata de algo que desborda lo confesional. Hace relación con el socavamiento de las bases de la cultura occidental en curso, mejor todavía, con la reivindicación de Así habló Zaratustra, la muerte de Dios, el final de los límites y ataduras del comportamiento humano.

La indiferencia o la pérdida de los referentes integradores por lo pronto muestra a una humanidad “emancipada de Dios, revolucionada contra Dios, atacando a Dios”, escribe visionario Fernán Caballero en La maldición paterna (1907).

En 1948 la humanidad, superando diferencias geográficas y culturales, alcanza avenirse en un decálogo común, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, fundada sobre el reconocimiento de la dignidad inalienable de la persona humana.

No huelgan, en fin, la observación y una pregunta: La disolución de las texturas sociales, en España como ocurrió en Venezuela, procuradas por las narrativas que la izquierda global vierte sobre el ecosistema digital atiza la ingobernabilidad y busca realizar el sueño comunista de destrucción de las superestructuras. ¿Será posible desconocer lo que es absoluto desde la más lejana antigüedad, a saber, que hay universales en todo aquello que por naturaleza puede ser predicado de todos y como prototipo inmutable frente a los fenómenos múltiples y diversos de la vida humana?

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