La revolución digital puede ser más destructiva para el periodismo que la bolivariana, y ya sabemos cuán demoledora han sido las acciones y omisiones de la tiranía contra el noble oficio de informar: desde el asesinato rampante de periodistas como el cierre de medios o su desdoblamiento en auténticas máquinas de fango o en simples emisores de bobadas y dogmas doctrinarios.
En España, donde siguen viendo a sus antiguas provincias de ultramar con aguzado desdén y poca simulada lástima, siguen las noticias del Nuevo Mundo con un singular cristal. Solo son noticia los hechos que se ajusten a sus composiciones de lugar, a sus deseos o a lo que ellos andan buscando, a sus prejuicios, de lo contrario no existen. Así, el cierre de medios impresos o su desaparición lo reseñan no como otra grave herida a la libertad de expresión y el libre flujo de información, sino como el origen de la “irrupción (es el término que utilizan) de una primavera digital”.
Consideran un gran logro que cada día sean más los portales que se presentan como informativos, y hasta hablan de democratización del periodismo. Saltaron de júbilo cuando un tribunal estadounidense sentenció que los blogueros son periodistas, como si solo se tratara del cognomento y no de la formación. Mientras, la sociedad queda más indefensa y es menos dueña de su destino. Influyen más el poco ético dueño de Facebook o los robots noticiosos de Google que Robert Caro o el Truman Capote, que hizo escuela con la manera como reportó el asesinato de una familia en Holcomb, Kansas.
No es casualidad el silencio de la televisión venezolana privada. Pagan el derecho de sobrevivir como esas vallas abandonadas en carreteras intransitadas que anuncian productos, servicios o candidatos que ya ni existen. Por miedo o por comodidad han dejado de ser útiles a sus “usuarios y usuarios”, las palabrejas traídas de Cuba para hacer creer a los televidentes que participaban en la comunicación cada día más unidireccional que recibían. Ni los culebrones son atractivos y los clientes están menos interesados en pagar sus altas tarifas publicitarias con una audiencia que se reduce por cientos de miles con cada apagón.
Demasiados portales operan con modelos de negocio que se fundamentan en los bajos costos. En lugar de periodistas, pasantes que se conforman con lo que capta la mirada o les dicen por teléfono, sin llegar al sitio de los hechos, y paga mínima; en vez de noticias, triquiñuelas para generar tráfico o simularlo. Obvian, contra su existencia, que pueden engañar una vez a todo el mundo, pero no a todo el mundo todas las veces. Los picos son efímeros, saltos al abismo. No por talento, sino a pesar de no tenerlo, las noticias del oficialismo encabezan cada minuto el algoritmo del resumen informativo de Google, que no jerarquiza las noticias por su relevancia para la sociedad, sino por la cantidad de medios que las reproducen. Si todos los portales del oficialismo abren con una declaración del hombre del mazo, Google erradamente dirá en todo el mundo que esa es la noticia más importante de Venezuela. Es absurdo confiar en los robots informáticos o creer las tendencias que marca el chavismo en Twitter. Son datos trucados.
Venezuela, sin proponérselo, se ha adelantado a la tendencia digital que impera en el planeta, y ha devenido en un archipiélago de medios que para subsistir apenas cuentan con un pequeñísimo porcentaje de la minúscula torta publicitaria. Ya no hay corresponsales ni enviados especiales, ni trotamundos como Juan Manuel Polo describiendo los rincones más olvidados del país. Las noticias se cubren por su bajo costo y por el alto tráfico que puedan generar, no por las consecuencias que tengan en la sociedad en la que sirven los medios. Serán pocos los que sobrevivirán y no por mucho tiempo, salvo que inventen un modelo de negocios que permita no prestar atención a los costos de cubrir una noticia vital, pero de poco interés para unos lectores que están lelos con la saga de Juego de Tronos. La web amarilla es más destructiva que el periodismo ibídem. Las civilizaciones, los países se suicidan o se entregan cuando ceden a la superficialidad.
Los teóricos y académicos españoles y franceses empiezan a echar de menos el buen periodismo ido. Aparecen voces que quieren “resucitar” y colocar como fuentes de inspiración a olvidados mitos como Albert Camus, Ryszard Kapuscinski, Gabriel García Márquez y algún otro más famoso por su literatura que por los aciertos periodísticos, mientras ven con desdén el verdadero buen periodismo estadounidense y manifiestan admiración por un diario que ha traicionado demasiadas veces la confianza de sus lectores, el The New York Times, pero que da mucho prestigio nombrarlo con acento newyorkino. Crece la ola de la estupidez. Vendo patraña en la web y sus alrededores.
@ramonhernandezg
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