Con su habitual esplendor, las escuelas de samba de Río de Janeiro multiplicaron el lunes de Carnaval hasta la madrugada los mensajes de tolerancia, ignorando a las iglesias ultraconservadoras para las cuales la fiesta más grande del mundo tiene este año un olor a azufre más fuerte que de costumbre.
Un Jesús negro nacido en la favela, homenajes a indígenas y a mujeres que sufrieron la esclavitud: este Carnaval reivindicativo logró, además, reafirmar su barroquismo pese a la pérdida de los subsidios ordenada por el alcalde evangélico de la ciudad y a la «guerra cultural» desatada por el gobierno de Jair Bolsonaro.
Con mucha escarcha, carrozas alegóricas, miles de integrantes y una poderosa batería de percusión, 13 escolas, con cerca de 3.000 integrantes cada una, disponen de 60 a 70 minutos para recorrer los 700 metros del Sambódromo y encantar a los jurados y a 70.000 espectadores, en una fiesta que se extiende durante 2 noches hasta el alba.
La primera en desfilar fue Estacio de Sá, con un enredo (tema) que rindió homenaje a la piedra, una materia vinculada a las grandezas y miserias del país. Espectaculares escenografías ilustraron el expolio de las riquezas mineras (simbolizado por dragones que tragan rocas) o la fiebre del oro durante los años ochenta en Sierra Pelada, que se saldó con un desastre humano y ambiental.
Le siguió Viradouro, con un homenaje a la resistencia de mujeres esclavas en este país donde la esclavitud perduró hasta fines del siglo XIX. En la primera carroza, una sirena negra con una larga cola dorada nadaba en un acuario de 7.000 litros de agua mineral.
La sirena era Anna Giulia, la única mujer negra en el equipo brasileño de natación sincronizada.
«Es un Carnaval con muchas protestas para que el mundo vea lo que está sucediendo aquí», afirmó Camila Rocha, una treinteañera que desfiló en el ala de «piedras preciosas» de Estáco de Sá.
CARL DE SOUZA / AFP
Carnaval con Jesucristo en la cruz
Mangueira, la vigente campeona, mostró a un Jesús con jean y corona de espinas bailando junto con sus discípulos en una favela. Pero el baile es interrumpido por policías que dispersan al grupo a golpes de cachiporra.
Una metáfora de la vida en esas barriadas, donde 1.800 personas fueron ultimadas en intervenciones policiales en 2019.
Al final del desfile una carroza monumental mostró un Jesús de piel oscura crucificado, con la inscripción Negro en lugar de INRI sobre la cruz.
El mensaje fue «muy bien recibido». En las tribunas «todos interactuaban con nosotros», afirmó Milton de Oliveira, de 81 años de edad, que participa en los desfiles de Mangueira desde 1962.
La violencia en las favelas estuvo presente igualmente en el enredo de Uniao da Ilha, que colocó encima de una carroza un helicóptero de tamaño casi natural sobrevolando una comunidad. Pero en lugar de balas, arrojaba desde el aire camisetas blancas, en señal de paz.
Portela cerró la primera jornada con un homenaje a los indígenas tupinambá, que vivían en la región de Río antes de la colonización portuguesa.
«Nuestra aldea no tiene partido ni facción, no tiene obispo ni se rinde ante ningún capitán», cantó la tradicional escuela, en unos versos que pueden interpretarse como un recado a Bolsonaro, un capitán (r) del Ejército, cuya política ambiental es denunciada por su impacto humano y climático dentro y fuera de Brasil.
El cortejo de Portela estuvo encabezado por líderes religiosos de todas las confesiones, detrás de una pancarta que proclamaba: “Independientemente de tu fe, el respeto debe prevalecer”.
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