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La otra cara de la emigración

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Hacia mediados de 1975, después de concluidos mis estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, viajé a la ciudad de Filadelfia, en Estados Unidos, becado por la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho. El programa que fue establecido al inicio del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez permitió que un importante contingente de jóvenes venezolanos realizáramos estudios de posgrado en universidades de América, Europa y la Unión Soviética. Un aspecto resaltante de dicho proyecto fue su amplitud. Ser opositor al gobierno o no estar vinculado a los más importantes partidos de la época (AD, URD, Copei) no fue inconveniente para ser partícipe del programa, algo imposible en estos tiempos seudorrevolucionarios.

Obviamente que para los cientos de miles de jóvenes que nos desparramamos a lo largo y ancho del globo terráqueo aquello no fue una emigración; pero sí significó una importante separación de nuestras familias y amigos. A diferencia de estos tiempos modernos, en aquella época ni soñábamos con los servicios de email, Whatsapp, Facetime, Facebook y Twiter. En aquellos años una llamada telefónica de solo 15 minutos costaba una fortuna; el envío de una carta podía tomar más de una semana para ser recibida y la respuesta a la misma un tiempo similar. De modo que en muchos de nosotros la separación abrió las puertas a la melancolía, el inglés “homesick”. Supe de becarios que prefirieron dar marcha atrás, aunque en realidad fueron pocos.

Para mí la experiencia fue maravillosa. En las dos universidades a las que asistí tenían programas especiales que nos permitían visitar familias estadounidenses y convivir con ellas por períodos cortos, en épocas de vacaciones o feriados largos, a fin de familiarizarnos con su cultura. Eso me brindó también la oportunidad de conocer muchas grandes ciudades y zonas muy diversas de Estados Unidos. Además, por la cercanía a los lugares en los que me tocó vivir, pude viajar a emblemáticos pueblos y ciudades de Canadá y México. Toda esa experiencia, además de mis lecturas y estudios acerca del sistema jurídico, la historia política y la literatura norteamericana, así como la visita a sus grandes museos de arte, generó en mí una visión amplia y desprejuiciada de los norteamericanos y el mundo que enterró para siempre la concepción parroquial que entonces tenía.

Dos años y medio después regresé a Venezuela y fui invitado varias veces a los espacios de Fundayacucho en La Urbina, a objeto de contar mi experiencia como becario a las nuevas oleadas de jóvenes que también viajarían al exterior a formarse. En todas las ocasiones que asistí hice hincapié en que 50% de mi experiencia y aprendizaje en la patria de George Washington, Abraham Lincoln, Benjamin Franklin y Martin Luther King mejoró mi formación jurídica; pero que el otro 50% favoreció mi bagaje cultural y una mejor visión de Venezuela, Estados Unidos y el resto del planeta. Había, pues, ganado en dos tableros diferentes.

El anterior preámbulo me abre entonces la puerta para abordar el tema al que se alude en el título de este artículo: la otra cara de la emigración venezolana. Cuando se habla acerca de dicha materia, se hace siempre desde su visión negativa. Eso tiene su razón de ser. Lo millones de venezolanos que han emigrado del país desde que Hugo Chávez fue electo presidente, lo han hecho por razones políticas y económicas. El proceso arreció desde la llegada del actual conductor de Miraflores y nada indica que el mismo amaine teniendo en cuenta las últimas actuaciones de la dictadura contra la Asamblea Nacional.

Sin embargo, hay aspectos de la emigración que poco se abordan. Con cada emigrante viaja su particular idiosincrasia, su capacidad emprendedora, su comida, su música, su literatura, su historia y gentilicio. Al confrontar o cotejar esa carga con la propia de los naturales del país al que se llega, se abre el espacio necesario para que ambos participantes del encuentro alcancen una visión del mundo más amplia. De una u otra forma todos somos hermanos y nos debemos mutuo apoyo.

Nuestra emigración está dejando huella indeleble a lo largo y ancho del planeta. Son numerosos los lugares y países donde hoy podemos comer arepas rellenas, tequeños, hallacas, cachapas con queso de mano, pan de jamón y empanadas, y disfrutar una chicha, una malta Maltín Polar o cualquiera de nuestros exquisitos rones. A lo anterior se añaden las manifestaciones de nuestra cultura. Numerosas presentaciones de artistas venezolanos se realizan en teatros y salas de conciertos de toda América y Europa. Hace poco un amigo residente en Florida me refería el gran auge que vive el teatro venezolano en la movida ciudad de Miami. También nuestros músicos llevan su arte a muchísimos lugares. Igual acción realizan muchos artistas plásticos. Y eso no es todo.

El escritor venezolano Rodrigo Blanco Calderón, residenciado en España, obtuvo el año pasado el prestigioso Premio de la III Bienal Mario Vargas Llosa por su novela The Night. Por su lado, la también joven y talentosa Karina Sainz Borgo, residenciada en Madrid, se convirtió en un fenómeno editorial sin precedentes en la literatura en español al vender los derechos de su novela La hija de la española a 22 países antes de su publicación y, además, ser incluida en la lista que anualmente publica la revista Time sobre los 100 libros de 2019 que hay que leer. Ambas obras desarrollan su trama en el contexto de los padecimientos en Venezuela durante la “revolución bonita”.

También nuestros médicos, ingenieros y docentes universitarios realizan labores loables fuera de nuestras fronteras. Poco a poco el horizonte venezolano se ensancha y damos pie para que se hable positivamente de nuestras diferentes cualificaciones. Todo eso configura esa otra cara de la emigración que no hay que perder de vista.

@EddyReyesT

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