Hace días o semanas, The New York Times publicaba una nota en la que se reseñaba que, palabras más palabras menos, Caracas era un portento de mercancías, que los supermercados estaban llenos de mercancías importadas, que los restaurantes estaban llenos de comensales y otras cosas por el estilo.
The New York Times no es el único que tiene esa impresión. Alguien, por decir algo, que pasa por el frente de algún restaurante maracucho de esos que pudieran llamarse de élite y los ve lleno, puede preguntar con cierta envidia: ¿Cuál crisis, donde está la crisis?
La crisis está allí, solo que esa gente es exactamente el 10% de la población de la ciudad que recibe alguna remesa o está conectada con el gobierno, esos a los que en la jerga popular se llaman “los enchufados”, que se han erigido en un nuevo actor social de significativa importancia en estos días de revolución.
Ellos son los mismos que uno se encuentra en casi todas partes, en el Ritz 72, en el Mega de la 72, en Fresh Market, Fasto y en algunos bodegones, que hoy se han convertido en un fenómeno social.
Son esos sitios donde la señora Sofía que vive en el barrio La Manzana de Oro no puede ni entrar porque, aun cuando tengan el queso en oferta (¡llévese el kilo por tan solo 450 bolívares!), se quedaría sin dinero para comprar todo lo que necesita para comer.
Bueno, en verdad, estoy evadiendo mi propia condición. Un profesor universitario, como es mi caso, tampoco puede comprar el sabroso queso palmita cinco estrellas.
En estos días entré a un nuevo supermercado en la ciudad, que está al norte. Está bien, les voy a dar el nombre, es Fasto, que es tan bonito como caro.
Había una buena concurrencia. Es conocida la preferencia maracucha por los lugares nuevos y de moda. La mayoría de la gente, pero no todos, era clase media, pagando con dólares provenientes, con seguridad, de las remesas de algún familiar que trabaja como un esclavo en el exterior para enviar no más de 200 dólares mensuales que le permitirán darse el lujo de hacer una compra para 8 días, no más… y esperar con ansia y angustia la próxima remesa.
Había otros, por ejemplo, una señora que devolvía en la caja algunas cosas que ya había metido en el carrito: un kilo de papa, medio kilo de tomate, un frasco de salsa de tomate y un paquete de plátanos de 10 unidades. Dejó el kilo de costillas, medio de carne molida, medio de queso pasteurizado, un paquete de harina PAN y un kilo de arroz… Y de paso, le dio un carajazo al niño que la acompañaba porque estaba obsesionado con un frasco de Nutella que costaba 800.000 bolívares.
También había otros, pero esos parecían los dueños del establecimiento porque hacían la compra en dos carritos.
Todo esto viene a cuento porque el régimen, que ha sido una calamidad gobernando, es eficientísimo haciendo propaganda, y el venezolano parece vivir hoy dentro de una burbuja artificialmente construida a partir de la destrucción del bolívar y su sustitución por el dólar.
Pero el país está lejos de la prosperidad y de la felicidad. La señora Sofía sufre, aún con los 150 dólares que recibe de su hija que vive en Miami y trabaja como camarera en un hotel de aquella ciudad, sufre como el 93% de los venezolanos a los que que no les alcanzan esos dólares ni su salario mínimo.
Ese 93% es el que tiene que batallar para quedarse con 46% de lo que ingresa al país, mientras que el 7%, que se nutre de lo que queda todavía de la renta minera, del narcotráfico y de otras irregularidades (también los hay que están en ese porcentaje de privilegiados que han trabajado duro, pero que son mirados con desconfianza por el régimen), se queda con el 54%… La revolución, que tanta pendejada habló sobre la igualdad, ha creado el país más desigual del continente y probablemente del mundo.
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