Jhon Murrell falleció en 1844, de tuberculosis, en Pikeville, un pueblo de cuatro casas entonces, que hoy tiene 1.500 habitantes, en Tennessee, 17 años antes de que estallara la Guerra Civil norteamericana. Tenía 34 años, pero había pasado la mitad de su vida en varias cárceles, primero por robar caballos, y, por último, porque habiéndose convertido en un vigoroso predicador, promovió una rebelión de esclavos, con el patrocinio de un grueso número de bandoleros y abolicionistas. En la Navidad de 1935 Murrel y un tal Clan Místico incitaron un levantamiento en cada uno de los estados donde la esclavitud era legal, invocando la Revolución Haitiana (1791-1804) el primero de los movimientos revolucionarios de América Latina, que culminó en la abolición de la esclavitud en la colonia francesa de Saint-Domingue y la proclamación del Primer Imperio de Haití.
La pretensión de Murrell, al promover los levantamientos contra los blancos del sur, era que, al causar suficiente caos, se apoderaría de vastas regiones y haría a Nueva Orleans el centro de sus operaciones criminales, en especial la reventa de esclavos fugitivos de las haciendas donde aún no había logrado extender sus dominios.
Lo cierto es que en el verano de 1835 hubo disturbios en los barrios prostibularios de Nashville, Memphis y Natchez, y que una veintena de esclavos y unos diez hombres blancos fueron ahorcados acusados de complicidad con Murrell. Y en un pueblo de Mississippi, una multitud expulsó a los jugadores de naipes creyendo que hacían parte de la trama. Como se resistieron, la mafia local los ahorcó. Igual sobresalto se extendió por muchas partes del sur tras la muerte de Murrell, desde Huntsville hasta Nueva Orleans, y se crearon comités para buscar e identificar sus simpatizantes y eventuales levantamientos similares de esclavos.
Hace dos semanas, en Bogotá, una periodista nacida en provincias, al parecer nieta de un sonado mercader de loterías de su pueblo, que con una fingida pobreza ha llegado a las cúspides del cuarto poder, protagonizó un aquelarre radial de enorme secuela al ultrajar de manera violenta y patana al asesor presidencial de Duque en materia de prensa.
Según algunas emisoras, la esposa del presidente Duque había utilizado, al final de la primera semana de febrero uno de los aviones de la flotilla presidencial para trasladarse, junto a sus tres hijos y otras personas más a un parque temático al oeste del país para celebrar el cumpleaños de la menor de sus hijitas. Iban, de paso, a esperar a su padre y marido que estaba por esos lados cumpliendo labores en pro de la seguridad del país, resquebrajada, como consecuencia del pésimo pacto de Santos y las FARC, que ahora se hacen llamar ELN.
El hecho sirvió para que uno de los congresistas de los partidos políticos que odian a Duque, miembro de la constituyente de 1991 que abolió la extradición de colombianos y premió con una cárcel de lujo a Pablo Escobar, dijera, calumniando, que no era la primera vez que se usaba un avión presidencial para “cosas indebidas”, vociferando que, hacía poco, la señora del mandatario había enviado la nave, desde Cartagena hasta Bogotá, a transportar un vestido recién planchado; que el avión se había retrasado varias horas y por tanto habían tenido que posponer una reunión con el cuerpo diplomático. Se olvidaba el servidor de su amo diverso, prácticamente ya descerebrado, que la esposa y los hijos del presidente no son “particulares”, sino la familia del mandatario.
El uso del avión presidencial en Colombia, como ha sucedido hace poco en España con Pedro Sánchez, está saturado de anécdotas. César Gaviria, por ejemplo, lo envió a buscar a un pueblo de la costa, a unos músicos y varios de sus amigos vallenatos, para celebrarle el cumpleaños a su esposa de entonces, cuando aún fungía de heterosexual. Alfonso López Michelsen lo usó para llevar a varios de sus familiares en un viaje de placer por Europa. Julio César Turbay hizo una gira de varias semanas por el mundo de la OPEC en compañía de ochenta de sus amigos compitiendo con algunas de las aventuras aéreas de un presidente venezolano. Ernesto Samper envió el viejo avión para traer a Bogotá, al senador Armando Holguín Sarria, el día de la votación que le absolvería de haber recibido los 10 millones de dólares de los Rodríguez. El doctor Armando había regresado esa mañana de Sao Paulo en compañía de don Miguel y estaba muy ocupado despachando con él.
Pero el premio mayor se lo lleva Juan Manuel Santos, que en 2015 hizo comprar a las Fuerzas Armadas un avión ejecutivo Beechcraft King Aire 350 de nueve pasajeros, para uso de su esposa María Clemencia Rodríguez, alias Tutina, y sus hijos, que se quejaban porque tenían que usar un viejo Fokker F28, y porque el Embraer Legacy 600, de 16 plazas, desde que las FARC exigieron ir y venir constantemente a La Habana, se dedicó a ellos. Pero antes, cuando apenas era ministro de Defensa de Uribe, sus hijos, de Santos, usaban los helicópteros del ejército para ir a pasear a su finca de Anapoima.
La periodista de marras, que nunca conoció la decencia y creció bajo el modelo de sociedad creado por la mafia, con eso de “en cuanto me llevas en esto”, y tiene como maestro al decano de la infamia radial, procedió a llamar a un asesor de Duque para ponerlo contra la pared, porque a ella lo que le enferma es que nunca hayan pensado en su nombre para pasar cuatro años en la Casa de Nariño. Olvidando que tiene un rabo de paja del tamaño del río de la Magdalena, quiso convertir al entrevistado en una suerte de cómplice de los actos de que se acusaba a la señora del presidente, pero la víctima pasó de entrevistado a entrevistador. Le preguntó entonces si a ella la protegía el gobierno con escoltas y carros blindados, si en esos vehículos subía a los amigos de sus hijos cuando iban a almorzar a los carísimos restaurantes del norte bogotano, si ella montaba en el avión presidencial y a veces lo hacía con su esposo, si este señor había recibido contratos de Santos, por la interpuesta mano de Petro, etc., etc.
La respuesta de la señora no se hizo esperar. Lo trató de inepto, patán, lagarto, fracasado, inútil, peludo, Tarzán, cabronazo destesticulado… «Usted dijo que Santos no tiene huevas, fui yo la que lo llevó a La FM, cobarde, chupasangre, uribestia”, mientras el asesor del presidente conservaba su compostura y se retiraba en silencio y con el rabo entre las piernas.
Por las mismas calendas, otro notorio periodista colombiano, que fabula ser miembro de una familia víctima del holocausto nazi, inventándose un pasado inexistente haciéndose circuncidar, tapado en plata merced a las prebendas y canonjías recibidas por el gobierno de Juan Manuel Santos y en sus comienzos por el apoyo recibido de un reconocido mafioso adicto a las reinas de belleza, ha tenido que “despublicar”, en la cadena norteamericana Univisión, una falsa noticia sobre los supuestos vínculos de un presidente con Pablo Escobar ante la previsible denuncia penal y la consecuente exigencia de una multimillonaria indemnización que impetrarán ante la justicia americana los abogados del ofendido, el muy respetado defensor de la libertad Álvaro Uribe Vélez.
Los críticos del periodista, que entre otras cosas arruinó dos canales de televisión y acabó con la credibilidad de una revista, le acusan de mitómano compulsivo, un trastorno psíquico le impide entender las ventajas del anonimato, y por el contrario, viendo que otros ganan atención y aprecio, y él es ignorado, crea incluso pasados ilusorios y falacias con el fin de borrar al otro, a quien envidia.
Álvaro Coronell, padre del periodista que hubo de “despublicar” la noticia en cuestión, es un llanero racial, hijo y nieto de hacendados, que desde la radio ha enfrentado a los políticos de su región, que sigue ganando los concursos de oratoria y duelos orales, y en su programa Al caer de la tarde conversaba sobre los aconteceres de los pueblos con artistas, intercalando joropos, corrríos y pasajes. Famoso como bailarín, ha enseñado español e historia en los colegios de Arauca y fue rector de uno de Tame. Y ha sido cónsul de Colombia en Manaos y Tabatinga.
Su hijo, el hoy multimillonario Daniel Coronell, que vive en Miami en una enorme mansión, dice que su apellido viene de los confines de la Yugoslavia socialista de la Segunda Guerra Mundial, donde sus abuelos fueron apaleados por las guerras antisemitas de nazis y fascistas, teniendo que huir por el mar Adriático luego de comprar, por 5.000 pesos de entonces, una visa colombiana para judíos, pero gracias al ingenio de su abuelo, son palabras de Coronell, “por un par de zapatos lustrados, logró que tanto el padre como mi tío Daniel, aparecieran como gemelos en la misma visa”.
A estos extremos de patanería, de la señora Dávila, y de locura, del señor Coronell, ha llegado el periodismo colombiano, casi que, en exclusivo por señoras y señoritos de la tribu progre, de la mano de un virtuoso del mal que todo el mundo conoce como “No me cuelgue Julito”, el rimbombante alias de Julio Sánchez Cristo. Otro de los insignes miembros y cabecillas de la Social Bacanería, una élite colombiana conformada por hijos de ricos y poderosos, pésimos estudiantes que jamás se graduaron de nada en ninguna parte, muy aficionados a las alucinantes propuestas culturales de mayo de 1968, enemigos de todo lo que signifique orden y progreso, cuyas vidas desordenadas y fraudulentas han convertido en paradigma social. A ese clan pertenecen entre otros el mencionado Julito, su pana, el seudoaristócrata Alberto Casas, su esposa, de este, la modelo y muchas cosas más María Emma Mejía, y el ideólogo por excelencia del grupo: Daniel Samper Ospina, sobrino del presidente, número cinco, elegido por la mafia.
Porque aun cuando no quiera creerse, buena parte de este comportamiento social del periodismo colombiano es obra y gracia del arquetipo que ha creado, en los últimos treinta años Sánchez Cristo, tras haber heredado parte de la fortuna de su padre Julio Sánchez Vanegas, y todo lo que este inventó para hacerse con la audiencia de la radio y la televisión.
Sánchez Cristo es un predicador, mezcla de las infamias de Jhon Murrell, cruzado de arriba abajo por la perfidia de José Fouché. Como el primero, es capaz de revender tres veces a un esclavo convenciéndole que al final del sacrificio será libre; como el segundo, su habilidad para sobrevivir a todos los cambios políticos y permanecer a flote incrementando sus ganancias sociales y metálico, le ha convertido en ese ser impasible, denodado, turbio, casi que enigmático, que como dijo Stefan Zweig, era una llaga viva porque carecía de personalidad. Su único antecedente posible en Colombia es el mensajero Porfirio Barba Jacob, que no tenía inconveniente alguno para cambiar de opinión y defender causas opuestas, manteniendo contradictorias lealtades, con tal de él, siempre, estar en la punta del candelero.
Para Julito siempre ha contado primero ganar el favor de los oyentes y como su padre, nada mejor que otorgar, ya sea mediante un concurso, o las necesidades de los más necesitados, premios, en metálico, o en especie. Cada mañana recuerda que la joya de la corona de Julio Sánchez Vanegas fue Concéntrese, que llegó a regalar automóviles, y tanto dinero, que uno de los premiados pudo montar en Estados Unidos una cadena de gasolineras donde más tarde llenaría el tanque de sus automóviles de lujo el hijo.
Luego, la música. Nadie se resiste a no estar al día en materia de melodías, y esas voces aterciopeladas de Enrique París y Otto Greiffestein daban el masaje al corazón cada mañana, como hoy lo hace el propio Julito los sábados, así él no elija, ni uno solo de los temas, que lanza por las ondas hertzianas desde cualquier lugar del mundo donde haya amanecido, tras una noche de juerga con algún poderoso. Porque Julito, como su padre, que había aprendido los fingimientos vocales de los actores de la mano de Seki Sano, un alumno de Konstantin Stanislavski que terminó en Colombia, es un impostor inolvidable, tanto que las señoras no se enamoran de su fealdad, sino de su voz, porque, bien lo sabe, como El radionauta de la noche, el horrendo Antonio Ibáñez que tuvo una colección de cabellos de las cucas de las púberes canéforas que alegraron su vejez verde y oliva, es la voz la que hace erigir el clítoris. Julito y Casas Santamaría no llegan a tanto, pero buena parte de la mañana, valetudinarios sexuales como están, salpican de picante lascivia las conversaciones que gozan con sus nuevas víctimas, las señoritas que les acolitan sus pendejadas en Roma, en París o en Tombuctú.
No bien ha despuntado el alba, Julito entrevista, primero, a un inmolado político: le monta un tribunal con Calvas y Yamit, lo interroga y luego lo condena al fuego eterno de La W. Para eso cuenta con una fiscal implacable en la corruptísima Corte Suprema y con el Supremo Magistrado, el Cayo Julio César Germánico de la Radio, tan cruel, extravagante y perverso como su amo circuncidado, fanático del nuevo circo romano que es el fútbol, el otro seudoaristócrata, el “no te entiendo”- “en el aire”, Félix de Bedout.
Y ahora, el postre, la guinda del coctel “No me cuelgue Julito”: la entrevista con un presidente de otra parte, o la prolongada lambonería a quien se odiara cuando no se necesite, o no de más plata. Álvaro Uribe cinco horas sin parar, o Pablo Catatumbo rumbo a La Habana cargado de sus 5.000 secuestrados y quinientas violadas, o Clinton, o el blanquísimo Obama rodeado de putas en Cartagena mientras desayuna con Juan Manuel Santos, o Silvia Pinal al borde de la tumba, o doña Gloria Zea ascendiendo al cielo del Mambo.
Eso sí, antes ha recogido plata para los soldados muertos en combate y millones de millones para la Universidad de los Andes de Bogotá, la única para quien trabaja, diciendo que favorece a los negros del Pacífico o los zambos de la Costa Norte. Pero antes del mediodía ya ha fomentado un odio pestilente contra las Fuerzas Armadas y la Policía.
Julito, amigos míos, solo trabaja para él. Es nuestro atroz redentor.
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