¿Quién es el mar, quién soy?
―Jorge Luis Borges
Los objetos agrupados en la muestra Desde la orilla, la otra orilla de Alberto Asprino –expuesta hasta marzo de este año en el Centro Cultural UCAB– están hechos de espacio y tiempo. Son territorio, memoria y signo. Entre ellos deambula la energía de lo vivido: intimidades, epopeyas nacionales, alegrías compartidas, esperanzas, fracasos estrepitosos y tránsitos laberínticos. Se trata de cosas mortificadas por el ir y venir de la existencia, ahora reunidas a modo de apuntes tridimensionales: notas hechas a partir de fragmentos de vidas desconocidas, cuadernillos de bocetos diseñados por una sensibilidad a la vez arqueológica, urbana y espiritual.
Una hilera de cubículos de vidrio organiza la lectura de esta instalación cuyo espacio, en verdad, es la transparencia del tiempo. El evidente desgaste que exponen las cabezas de muñeca, los libros, las estampillas, los zapatos, los adornitos, los billetes abandonados, los carteles de “Sí hay punto” o las llaves revela su uso anterior y las emociones con las cuales fueron adoptados y despedidos. Recorrer el lugar de un lado a otro tiene algo de ritual: ese tránsito, en algún punto, devuelve al espectador a un momento sagrado de su vida cotidiana.
Todos estos “peroles” –hermosa palabra pues en su acepción criolla está asociada al olvido– organizados ahí por el artista han sido provisionales en la vida de alguien. Muchos superan en años a quien los tuvo. Todos cambiaron de color, perdieron alguna de sus partes, recibieron olores y sustancias ajenas, modificaron sus texturas y, algunas veces, tomaron formas insólitas. Ellos llevan consigo las voces de innumerables lugares y épocas. Alguna vez fueron olvidados y arrojados a las orillas del azar: desde ahí nos hablan sin dar explicaciones. Parecieran estar murmurando ciertos versos de Allen Ginsberg, como si fuesen un mantra:
“El peso del mundo
es el amor.
Bajo la carga
de la soledad,
bajo la carga
de la insatisfacción
el peso,
el peso que cargamos
es el amor.
¿Quién puede negarlo?”
Alberto Asprino es un nómada, un recolector. Por décadas ha recorrido playas, avenidas y espacios íntimos en busca de estos objetos parlantes. Esas son sus orillas. Es un artista andariego cuya sensibilidad ha sido forjada en el trabajo con las emociones, la disciplina de la investigación y el amor por el conocimiento. Su labor en el arte tiene mucho de leer y sopesar. Pero la lectura en él no es un simple ejercicio visual. En realidad tiene el significado que –como bien aclara Julia Kristeva– le adjudicaban los humanos primitivos: “recoger”, “recolectar”, “espiar”, “reconocer las huellas”, “coger”, “robar”. Hacer una exploración activa, una apropiación del otro.
En ese leer acucioso el artista ha visto transformarse los paisajes de sus recorridos, es testigo de la fragilidad de la vida, la movilidad de la cultura, las prácticas depredadoras del poder y la belleza de la vida cotidiana. El paisaje en su obra no es solo una dimensión exterior, también es un territorio interno. Adentro y afuera conectan el “cuerpo emocional” con la experiencia del mundo. En sus cuadernos de boceto puede leerse: “¿Qué busco? Propiciar un diálogo entre el ser y la razón de ser. En esta etapa de mi obra quiero reafirmar esa necesidad de mirar hacia adentro, para desnudar nuestra propia realidad existencial. Busco hacer de la memoria el cuerpo emocional de nuestra existencia”.
En Desde la orilla, la otra orilla los objetos integran paisajes reales e imaginarios, testimoniales y poéticos sin marcar límites o diferencias. Se trata de lugares de tránsito en un espacio transitado. Son mapas sensibles, topografías íntimas cuya complejidad es similar a la vida de millones de seres humanos que llegaron y se fueron del país. Son metáforas provisionales: bocetos de un modo de estar en el espacio y el tiempo.
Estos paisajes integran destinos, historias, miradas, viajes y modos de existir. No hay linealidad, aunque el orden parezca secuencial. La obra es un cruce de muchas orillas. No obstante, ninguna sugiere un límite. Tal como la complexión transparente de la estructura, los paisajes en su interior están abiertos al diálogo con la sensibilidad del otro.
El montaje de esta exposición duró varios días y fue una performance. Artista, objetos y transeúntes, durante el proceso de instalación de la muestra, recuperaron vivencias. Inevitablemente, estos “peroles” estaban vinculados al alma de cada quien. Quienes pasaban por ahí decían con entusiasmo y nostalgia: “Son fragmentos de tiempo”, “mira, sí hay punto”, “yo tuve uno de esos”, “esto somos nosotros”.
¿Por qué algo que suele ser invisible, como los objetos desechados, se hizo visible de forma tan contundente es esta instalación? Tal vez porque Asprino con su obra acerca al ser humano a las orillas de la existencia y de la cultura. Ahí le devuelve al alma sus objetos perdidos, le recuerda las fortalezas ganadas, las lecturas hechas, los juegos de la infancia y las imágenes cotidianas de las ciudades de Venezuela: mantas de buhoneros, maletas de inmigrantes y suelas desgastadas de tanto “patear” la calle.
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