Caos, animosidad, enfrentamientos, prédica a los convencidos, ad hominem y otros sesgos caracterizan a las redes sociales venezolanas en estos tiempos tumultuosos.
No hace falta recordar las ventajas y beneficios de las redes (Twitter, Facebook, Instagram), sabemos que dan voz a quienes no la tenían, permiten contactarnos con otros de forma fácil y rápida, así como informarnos y compartir intereses comunes. Pero las redes tienen un lado oscuro que, desafortunadamente, crece hasta opacar el luminoso, sobre todo en grupos humanos sumidos en la emocionalidad y la animosidad como la comunidad venezolana. Fuera del país, sin duda, pero sobre todo adentro.
Este tema lo he tratado en otros espacios. En mi columna de Univision publiqué en noviembre de 2018 un artículo titulado Sesgos inconscientes en las redes, donde destaco una lista de ilusiones y falsas atribuciones que la gente ejecuta en las redes. Una de ellas es el “empoderamiento sin poder propio”, es decir, la ilusoria convicción de que tenemos más influencia de la posible y un poder para cambiar la realidad que es poco más que inexistente.
En ese artículo concluyo que la gente en redes tiende a actuar como “vocero” (y a veces como “único-vocero”) cuando realmente es audiencia con herramientas de difusión. Es el rol lo que pesa, no las herramientas. Su vocería no tiene mayor influencia.
A algunos no les importa, pero a una mayoría sí aunque sea ilusoria. La incomunicación ocurre cuando miles de autoatribuidos voceros comienzan a hablar entre sí. Ninguno se lee o se escucha, excepto cuando se les refuerza positivamente. Este refuerzo positivo funciona a su vez como un “sesgo de confirmación”, aquel que hace que notemos y destaquemos aquello que nos refuerza e ignoremos lo que nos refuta.
De modo que la mayoría de los intercambios en redes son, en esencia, diálogos de sordos, pero de sordos que hablan mucho.
¿Qué afecta la conversación en redes?
En las redes venezolanas, todos los sesgos afloran, sobre todo por la desesperante situación interna, a lo que se suma una enorme población emigrante, que hace vida en países tan disímiles como Colombia, España o Estados Unidos. Y no obstante, todos conectados. Pero es sobre todo la tragedia social, económica y política del país la que exacerba los ánimo y aviva las llamas de la confrontación y la violencia verbal. La emocionalidad supera por mucho la racionalidad.
La hipersensibilidad y animosidad se sienten. “Tarifado”, “beata”, “borrego”, “Guaidó-lover”, “mudero”, “radical”, “tonto útil”, “de la secta”… así se llaman entre sí. El argumento ad hominem, aquel que antepone el ataque a la persona a la discusión de ideas, es pan de cada día. Ese abunda.
Tomemos, pues, este ejemplo: la batalla campal entre partidarios de Juan Guaidó y sus detractores. ¿Los detractores que vienen del chavismo? No, me refiero a los opositores anti-Guaidó. Los grados de furia, de -hay que decirlo- odio y de agresividad verbal se sienten casi dérmicamente en las pantallas de laptops y móviles.
Mi opinión es que no es Guaidó per se. Un análisis frío nos deja claro que no hay alternativa a Guaidó, apoyado por los países que pueden hacer algo. Los detractores lo saben. Entonces ¿qué produce la animosidad e instiga las llamas de la confrontación? En mi opinión: la desesperante situación de Venezuela, el colapso y la crisis humanitaria. Capriles tardó más de una década en ver caer su liderazgo ¿por qué la gente aguantó? Porque no había tal nivel de crisis. La actual debacle venezolana (a la que se le suma el hastío de 20 años) hace que el escaso semestre de Guaidó en la palestra parezca un década. Eso corre en su contra.
Que ha cometido errores, no hay duda. Muchas críticas son ciertas, razonables y necesarias. Pero he leído ataques basados en teorías conspiratorias, en rumores de Whatsapp o en “tubazos” que resultan falsos. Yo los verifico. Del diálogo de Barbados he oído no menos de 10 versiones distintas, contradictorias entre sí. Con las 10 versiones se ataca por igual.
La controversia por el chapuzón, por ejemplo, habría sido de una ridiculez proverbial en 2012 o en 2015, pero en 2019 es detonante de (casi) una guerra civil por Twitter. La carta de escritores, periodistas y académicos que una agencia denominó “intelectuales” es otro ejemplo de cómo la desesperación, frustración y hastío alteran los sentidos a niveles demenciales. No los culpo ni los critico, solo pido que nos preguntemos si estamos desatando la furia contra el verdadero culpable de la situación o estamos reaccionando contra esa situación per se. ¿O ambos?
Las redes son un gran desierto lleno de espejismos
En principio, yo observo una sobrestimación del propio poder. Si me descuido, también lo creo. El alcance de los mensajes, el eco que pueden producir nos empodera, hace sentir que estamos en (y somos) el centro del mundo. La gente confunde la posibilidad de influir con la influencia misma. Hay microinfluencias, en 10, 20, 100 personas. Gente que nos lee, nos comenta, comparte nuestra información con sus seguidores. Un porcentaje pequeño hará algo concreto que hayamos sugerido o instado. Pero es una gota de agua en el océano.
Es decir, los “influencer” efectivos son muy pocos respecto al número de usuarios. Incluso, la influencia es casi siempre comunicacional, es decir, Likes, retuits, sharing, comentarios. Pero no hay cambios de opinión, ni aprendizajes y mucho menos acciones concretas distintas a interactuar en redes. (En cambio, acciones colectivas con un #hashtag multitudinario sí han logrado movilizaciones importantes).
Tampoco nos confundamos con nuestro “núcleo de habituales”, ese grupo que puede ser numeroso, digamos, docenas de personas con las que siempre intercambiamos y en quienes tenemos cierta influencia. Esas personas piensan como nosotros y eso las hace “especiales”: no hay rivalidad, sino complicidad. Algunas incluso adoptan parte o todo nuestro pensamiento sobre algo. Rara vez hay debate en lo político, por ejemplo, solo afirmación mutua.
Hay pues una transposición de los roles audiencia-vocero. Y, por cierto ¿voceros de quién? De uno mismo.
“¿Pruebas? No hacen falta”
Es importante diferenciar entre compartir información fáctica (noticias o datos) y dar opiniones. Pero en la práctica lo que observo es una fusión de datos verificables y opiniones nebulosas. Es decir, usan estas últimas como si fuesen las primeras. Pocos (por no decir casi nadie) valoran y respetan las estadísticas auténticas, la información de medios reconocidos, los expertos y los dictámenes de la ciencia. ¿Cuántos no dijeron el fin de semana aniversario del primer alunizaje que tal viaje ni ningún otro habían ocurrido y que todo fue un montaje?
Al pedir pruebas dan con toda seguridad y firmeza argumentos una y otra vez desmontados y refutados por expertos, medios y científicos. Otro ejemplo: ¿cuántas veces ha tenido uno que defender la vacunación pública y obligatoria de enfermedades como el sarampión ante alguien que me habla de teorías conspiratorias?
La mayoría de la gente a la que uno le pide pruebas hace una de dos cosas: se pierde o afirma sin que le tiemble el pulso que no hacen falta o que su palabra es suficiente evidencia o la de dios o la de eventos no mostrados ni nombrados. El ego en vez de la ciencia. Ese nivel de discusión es subterráneo y yo le huyo.
El eco y la resonancia
Otro asunto que noto es lo que llamo el “eco de nosotros mismos”. Cuando alguien afirma algo y decenas, cientos o miles lo comparten, se llega a creer que los hemos enseñado o convencido. La certeza de una idea se refuerza con aquella parte de la audiencia que la apoya, de modo que ese grupo se destaca y el resto se descarta.
Con esa minoría lo que ha ocurrido es que le han dicho lo que ya saben, ya creen o quieren escuchar. Es muy tranquilizador saber que no hay que cambiar de idea u opinión. El sesgo de confirmación es aquella tendencia a resaltar y recordar aquello que confirma nuestras creencias. Si salimos 20 veces de la casa sin paraguas y no llueve, ni pensamos en eso. Pero si salimos 2 veces sin paraguas y llueve nos decimos: “Cada vez que salgo sin paraguas llueve”. Hay gente a la que 50 personas manifiestan estar de acuerdo con lo que dijo, pero 2 le dicen que está equivocado. No puede dejar de pensar en esos 2, no porque dude de estar en lo cierto, sino porque le da rabia que lo cuestionen o contradigan.
Otro ejemplo del eco son las consultas y encuestas. Una persona arma una encuesta y una mayoría abrumadora le da la razón. ¿Refleja eso el conjunto de usuarios conectados? No, refleja una mayoría de personas que piensa como el autor de la encuesta. La forma de lograr un resultado confiable es que se haga la consulta sobre una muestra estratificada y representativa de la población que se estudia. Si se pregunta sobre preferencias de refrescos, quizá se logre información representativa. Pero si se interroga sobre algo político, en un país hiperpolitizado y de gente encerrada en “silos de opinión” como Venezuela, el resultado será un gran sesgo de confirmación.
Convencer es vencer
Lo difícil es lograr un cambio de pensamiento en alguien que piensa distinto. Uno en decenas de miles lo logra, una que otra vez. En general nos agrupamos en esos “silos” de ideas, de creencias y de opiniones. Confundimos a los que piensan igual con una audiencia abierta al cambio pero en realidad casi todos quieren ejercer poder, no aprender y ni siquiera enseñar. Por eso se reafirman mutuamente. Como ese infame juego de “sígueme y te sigo” en Twitter, pero con la petición de “estar de acuerdo conmigo en tales o cuales temas y yo te apoyo en los tuyos, que son versiones de los míos”.
Y ojo, nadie está exento. Yo prácticamente no tengo chavistas en mis seguidores de Twitter. Hay algunos, sigo a Aporrea y otros medios chavistas para estar informado de lo que dicen, pero son minoría en mi timeline. Y no creo que pueda ser de otra forma.
No quise abrumarlos con demasiado texto, así que dividí el artículo. En la segunda parte daré otros ejemplos de por qué la discusión política en Venezuela ha sido deforestada por la crisis, se ha desertificado y está llena de espejismos.
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