El músico español Joaquín Sabina, autor de éxitos como «19 días y 500 noches» y «Peces de la ciudad», cumple 71 años este 12 de febrero. Para celebrar esta auspiciosa fecha, El Comercio de Perú publicó una entrevista exclusiva donde habla de su actividad creativa y su lucha contra la nostalgia.
«Lo primero que quise fue marcharme bien lejos». Para Joaquín Ramón Martínez Sabina, un tren y la llave de una pensión en Granada significaban la libertad. Tenía 17 años cuando se fue de Úbeda, de la casa de sus padres Adela y Jerónimo, a estudiar Filología Románica a Granada. Y 24 cuando empezó a cantar y tocar guitarra en bares y restaurantes exiliado en Londres. Ahí trabajó de mozo, hombre-anuncio y maquillador de muertos antes de empezar a cantar acompañado de una guitarra.
Esta vocación lo llevó hasta a cantarle por su cumpleaños a George Harrison en un bar, cosa que el beatle recompensaría con 5 libras que Sabina todavía tiene en algún rincón de su casa. «Yo soy yo por puro accidente», diría el andaluz. «Iba a ser profesor de Literatura en un instituto de provincias a lo Machado. Y es bastante probable que hubiese escrito libros de poesía que no hubiera leído nadie».
Ahora, con más de 12 discos grabados en estudio y una popularidad que, le gusta pensar, se la debe a que sus canciones no son hechas ni con la computadora ni con la calculadora, sino con el cerebro y el corazón, la sombra de los bares, las amanecidas y los excesos quedaron al otro lado de las puertas que pinta con plumones o con lo que encuentre. Sabina no sale a la calle. Aparte, no se baña en el mar hace por lo menos 15 años. No escucha música ni tiene llave de su casa.
El flaco Sabina ya no está tan flaco. Sabina es ateo, tímido y provocador, lúcido e inocente. Es también su voz ronca y el tequila en copa. Sus anillos de calavera y su insaciable apetito por los libros. Sus dibujos de madonas con aureolas y tetas grandes, y los cartelitos colgados en las paredes de su casa que dicen «Prohibido escupir en el suelo». Por lo menos hay tres, aunque rastrear cualquier cosa en sus paredes termina siendo un desafío exhaustivo. Es jueves por la tarde y en su casa en el centro de Madrid, con pantalones amarillos, zapatillas, con un cigarro apagado en una mano y en la otra un encendedor, se acomoda para empezar con la entrevista que se planeó hace tanto. Sabina acaba de cumplir 70 años. Pero a sus 50 y 20 no hará un elogio de la vejez. «Nostalgia, ninguna», dispara.
Cumpleaños entre amigos
—¿Cómo celebró sus 70 años?
—Mi cumpleaños lo celebré dos veces. Primero en setiembre porque el número 69 es mi favorito, aunque si miras el Kamasutra, es una postura muy fatigosa cuando tienes esa edad. Entonces, aprovechando que mi amigo el torero José Tomás había traído un mariachi maravilloso de México, para mi primer cumpleaños hicimos una fiesta inolvidable con mis amigos de Madrid: Serrat, Leiva, Luis García Montero, Benjamín (Prado), Almudena Grandes. Toda la gente con la que realmente vivo. Yo quería que mis amigos vieran a un buen mariachi, porque acá en Madrid son muy malos.
—Hubo otro regalo que lo sorprendió aparte del mariachi.
—Sí, lo que me regaló Jimena (su esposa) fue una sorpresa tremenda. Me trajo un tríptico de Francis Bacon. Que nadie se asuste, no son tres óleos tremendos, son litografías y son maravillosas.
—¿Cómo está de salud?
—Pues estoy muy bien. Ya me han dado el alta definitiva. Yo creo que el único problema que tenía era que cuando caminaba me molestaba la pierna, porque me acaban de poner un stent por un problema en la pierna derecha. Así que espero seguir estupendamente porque dentro de 20 días voy a ser el pregonero del Carnaval de Cádiz, que es muy disparatado y genial. Pienso patearme todo Cádiz.
—A los 70, ¿cómo le da pelea a la vejez?
—No lo sé, viviendo cada día. Yo no he tenido nunca visión a largo plazo, no he hecho nunca una cosa pensando en el año que viene. Solo sé vivir el día a día. Y en el día a día, por lo pronto, tengo la suficiente mala salud de hierro para seguir disfrutando. Cuando no la tenga, ya veré qué carajo hago.
Trabajador de la cultura
—Lo han descrito como un «antiestrella». ¿Cómo se definiría?
—Nunca me ha gustado el estrellato. Yo me considero un trabajador de la cultura, fundamentalmente en la letra de las canciones, en la poesía, que también escribo y publico. Pero yo no quería ser famoso, yo quería ser cantante o poeta, lo de la fama es un traje añadido que te ponen y que generalmente te queda demasiado grande o demasiado pequeño.
—¿Le incomoda ese traje añadido?
—Sí, por eso vivo bastante alejado de eso, haciendo lo posible y hasta lo imposible por que me dejen tranquilo y no pertenecer para nada a ese mundo que tú llamas el estrellato.
—¿Está preparando un nuevo disco?
—Estoy empezando a escribir cosas, y para octubre espero ya tener un puñado de canciones nuevas y empezar a grabarlas.
—Este año hará una gira junto a Joan Manuel Serrat.
—Sí, en octubre haremos unos 10 conciertos en Latinoamérica. Siento mucho no ir al Perú esta vez.
—En alguna entrevista dijo que no tiene capacidad de rencor sobre las críticas. ¿Qué sintió cuando lo criticaron por abandonar el último concierto que dio en Madrid en junio del año pasado?
—Esto nunca lo he contado, pero yo estaba llorando en el camerino, con un ataque de desesperación y diciendo: «No puedo, no puedo, no puedo». Noté que estaba al 20% de mi capacidad, que no me salía la voz, y antes de que fuera más grave decidí irme. Pero las críticas no solo no me dolieron, sino que me parecieron muy benignas.
—Ha dicho que la música consuela, pero nunca escucha música.
—No escucho música porque me gusta demasiado y me influye mucho. No puedo hacer nada si estoy escuchando música; se me va la cabeza. Pero cuando empiezo a escribir canciones escucho un poquito porque en lo único que pienso es en eso.
—¿Qué escucha cuando está escribiendo?
—Dylan, Cohen, Georges Brassens y algunos italianos que me gustan mucho. También tango y José Alfredo Jiménez. Pero en mi vida diaria prefiero un buen libro un millón de veces. Mi gran pasión es el lenguaje.
—Y sin un libro sobre la mesa de noche, ¿qué lo consolaría?
—Volvería a mi vida canalla.
Tan joven y tan viejo
Sabina no sale a la calle a menos que haya una comida o tenga una cita con el doctor. Sin redes sociales y sin celular, se sumerge en la clandestinidad para escribir y dibujar sin más distracciones que las maratones de series policiales que ve en la televisión o el paso silencioso de sus seis gatos, amantes de su cama y, algunos, de las cremas catalanas que se come.
—¿Cómo está al día del pulso de la calle sin salir de su casa?
—Porque leo tres periódicos al día y veo todos los telediarios. Porque tengo un oído muy fino, a casa viene mucha gente y les tiro de la lengua y me cuentan. Y, si estoy viajando, siempre leo un periódico del lugar en el que estoy.
—Disfruta mucho la prensa chicha peruana, además.
—Sí, eso me encanta. Me encanta la barbaridad, la falsedad, la austeridad, ese choriceo, el canallerío horrible, esas fotos de tías en bañador. Las declaraciones, los titulares me encantan.
—¿Cuál cree que es la enfermedad del Perú?
—La inconsistencia del Estado, que no se ha conseguido hacer un Estado fuerte, con una Constitución que respete todo el mundo. Creo que la corrupción es muy grande y a unos niveles muy misios, como decís vosotros. Pero hay algo que me gusta muchísimo del Perú, y es que es un país fundamentalmente de escritores y de poetas. Así lo conocí yo.
—¿Qué fue lo primero que conoció del Perú?
—Los Poemas humanos de César Vallejo, que me deslumbraron a mis 18 años en la universidad y que no me han dejado de acompañar ni un momento. Y luego tuve la enorme suerte de ser amigo de Mario Vargas Llosa y ser hermano de Alfredo Bryce, que ha dormido en esta casa un montón de veces, y que ha escrito las dos novelas más divertidas: La vida exagerada de Martín Romaña y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Mi casa está siempre llena de peruanos y me gusta mucho que sea así. Mi familia política es mi familia más querida.
—A Vargas Llosa lo conoció gracias a un libro.
—Sí, cuando se enteró de que yo tenía la primera edición firmada del Ulises de James Joyce no me creyó. Entonces lo invité a casa para que la viera. Ahí nos hicimos amigos, y además yo me conmoví mucho porque no he visto a nadie pasar las hojas de un libro como si fuera sagrado. Ahora, desde que está con la Preysler no lo he vuelto a ver, pero yo no juzgo esas cosas, me parece estupendo que esté enamorado.
—¿El Ulises de Joyce es lo más preciado que tiene?
—No, es lo más caro. Lo más preciado son todas las primeras ediciones de Vallejo, incluidos Los heraldos negros y los Poemas humanos.
No me dirían machista
—¿Se considera machista?
—Desde luego no me libro de la educación católica, machista y franquista que tuve, como todos los españoles de mi generación. Imagino que algo habrá por ahí, pero yo lucho todos los días contra mí mismo por encontrar dónde está lo correcto y la verdad. Creo que ninguna de las mujeres que ha vivido conmigo diría que soy machista.
—Hay gente que piensa que sus canciones son machistas.
—Creo que hay un feminismo que se excede. Si por determinadas feministas fuera, nunca se habría publicado Lolita de Nabokov ni se hubieran hecho muchísimas de las películas que amamos. La guerra que llevan contra Woody Allen es tremenda, porque además fue a juicio por todas las cosas de las que lo acusan y salió absuelto. Y perderse a Woody Allen me parece un pecado de lesa cinematografía.
—Por otro lado, hay quienes opinan que la frase «Ni una menos», y el mensaje que está detrás, le quita relevancia a toda violencia que no sea hacia el género femenino.
—Yo creo que las estadísticas de la brutalidad masculina contra las mujeres son reales y son insoportables. Así que, visto el panorama, creo que estos hombres son unos bestias y animales.
—¿Está a favor del aborto?
—El aborto me parece una tragedia, pero creo que las mujeres deben decidir sobre eso y que tiene que estar legislado. Cuando yo vivía en Londres, el aborto en España estaba prohibido y cientos de españolas fueron a abortar. Yo casi siempre iba al aeropuerto a recibir a alguna amiga. Yo soy un poco como decía Pasolini: «Lucharé todo el tiempo para la legalización del aborto, y una vez que se legalice emplearé las mismas fuerzas para luchar contra el aborto».
—»No estoy a favor de la nostalgia», ha dicho. ¿De qué está a favor?
—De la memoria. Creo que hay que acordarse de todo y que todo te nutre y te enriquece, pero no creo en absoluto que cualquier tiempo pasado fue mejor. Todos los artistas que admiro, casi sin excepción, hablan de la infancia como el terreno mágico de donde viene toda su obra. Yo en lo absoluto. Hasta que no tuve 18 o 20 años y estuve en la universidad y fui libre de ir a donde quisiera y con quien quisiera no me sentí un ser humano realizado. Así que nostalgia, ninguna. De hecho, si me dieran la opción de volver a mi juventud, yo diría que no.
—Ha dicho que la vejez la lleva bastante bien, ¿no le tiene miedo a la muerte?
—No, le tengo muchísimo miedo al deterioro, por eso dije antes que mientras pueda seguir viviendo con una calidad de vida como la que aún sigo disfrutando, tendré buen carácter. Lo he pensado muchas veces: quedarme ciego y no poder leer me parecería una pérdida de vida que no sé cómo llevaría. Lo peor, también iba a decir, sería que el médico me prive de fumar, pero ya me lo llevan prohibiendo 30 años.
—Le acaban de regalar un cigarro electrónico.
—Sí, y no pienso probarlo.
Antes de terminar la entrevista, con el tequila a la mitad de la copa y prendiendo otro cigarro, recuerda que hace muchos años le llegó a casa una invitación para el cumpleaños de un judío muy rico relacionado al arte. Para su fiesta, había contratado nada menos que a los Rolling Stones para un concierto privado. «La tarjeta decía que los caballeros teníamos que llevar esmoquin. Como nunca he tenido uno y, además, nunca he dejado de ser un cateto de pueblo, dije que a mí ni él ni nadie me dice cómo tengo que vestirme para una fiesta. Y no fui», cuenta. «¿Y se perdió a los Rolling Stones?», le pregunto la periodista sorprendida. «¡Sí!», finaliza, y la tos se confunde con la carcajada.
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