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Nuestros parásitos

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Desafiando duros obstáculos de todos los credos, el inglés Charles Darwin publicó su obra El origen de las especies (1859), en la que, con base en la observación científica, muestra cómo  la sobrevivencia de  todo organismo biológico implica competir y destruir a su contrincante más débil. Bibliotecas enteras se han ocupado del tema y lo profundiza el israelí Yuval Noah Harari en sus trabajos académicos a partir de 2014  con su documentado De animales a dioses.

A nivel doméstico, nuestra generación venezolana, durante su infancia y adolescencia, sufrió los rigores cíclicos del aceite de ricino, casi obligatorio en la rutina familiar y por recomendación médica tradicional. Porque ese líquido de sabor amargo, repulsivo, nos purgaba de microbios y lombrices acumulados en todo el cuerpo en varias semanas, logrando que al expulsarlos se iniciara un plazo nuevo libre de toxinas. Se alertaba que el ricino es de semillas mortalmente venenosas, pero luego de purificadas en laboratorios y vendidas como laxante aprobado era el remedio preventivo de muchas dolencias crónicas o incurables.

En arte neto y puro, ahora llega  el extraordinario filme surcoreano Parásitos que evidencia cómo la lucha entre todas las clases sociales oculta ese latente trasfondo agresivo y letal. La lección se sugiere cuando ese daño potencial no se detiene a tiempo mediante purgas  civilizadas como son el voto popular limpio y la obediencia absoluta a sus leyes derivadas, emerge sin control toda la contenida carga destructiva de la barbarie, lo que en el actual  lenguaje político llaman totalitario populismo criminal.

Ante semejante reto se encuentra hoy, quizá como nunca antes, el hemisferio latinoamericano. Desde su independencia de los colonialismos se acostumbró a los primeros síntomas del mal parasitario: caudillismo, autocracia y dictadura que por constantes y sucesivos se fijaron como ley natural. Todavía le cuesta aplicar la terapia más efectiva hasta el momento: una democracia unitaria sólida que ya libre de sus propias chinches, pulgas, chipos y garrapatas, puede atenuar, o en el mejor de los casos postergar por tiempo largo, el fijo acecho de la animalidad. Y esa lucha por sobrevivir solo puede progresar cuando se corta de raíz la selva de bestias crecida sobre arenas y cementos. Venezuela, luego de nacionalizar su petróleo en 1975, ajustó cuentas y se logró un balance positivo para el progreso del país. Ahora solo con ayuda exterior, todavía puede extirpar a los parásitos que día a día le consumen sus minas en el territorio al sur del río Orinoco, expropiación que en Cuba tiene su foco directriz y se proyecta continentalmente.

Es que el germen parasitario, ya infiltrado en España, es la especie del chulocastrismo cubano, explotador, imperio injerencista, invasor. ¿Hasta cuándo habrá que soportarlo sin aplicarles el purgante de la semilla cruda? ¿Y romperle en sus narices las órdenes ilegales que se pretende extirpar solo con lógica civilizatoria?

¿Quién regala magnolias a cerdos, lobos y serpientes?

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