Lionel Messi se quitó con parsimonia la cinta de capitán, mientras daba pasos lentos hacia la salida. Avanzaba en silencio, pero no podía quitar su mirada de lo que pasaba al otro lado del campo. El estadio era un fuego rojo y blanco, un estallido de emoción por lo que acababa de pasar. Como casi nunca en la era moderna, el Athletic Club acababa de tumbar al gigante.
Y el capitán del barco, ahora hundido, masticaba la derrota que podría haber sido victoria si él, justo él, hubiera derrotado al arquero en la oportunidad más clara que tuvo en el partido, a tres minutos del final. Pero ese duelo lo ganaron los pies de un chico, Unai Simón, que se interpuso entre Lionel Messi y el gol.
Se pierde el 10 en las entrañas del estadio mientras Simón, este vasco de 22 años de edad -tan joven que estuvo un mes sin jugar por tener paperas- que vive su primera temporada como titular, está en lo más alto del racimo de otros vascos, sus compañeros, celebrando lo que pasa de vez en cuando.
Su equipo le ganó a Barcelona en una instancia decisiva; en este caso, los cuartos de final de la Copa del Rey, el torneo más tradicional de España. Eliminó a Messi, que no es poco decir.
El enojo de Messi se transformó en ganas de jugar
Si la agradable noche de invierno en Bilbao iba a medir al capitán argentino, embarullado como estaba en una disputa con los dirigentes de su club, el resultado del partido (este 1-0 para Athletic firmado por el potente Iñaki Williams con un cabezazo al minuto 92) no debe funcionar como guía de lectura. El enojo interno de Messi se transformó aquí en ganas de jugar.
No brilló, ni mucho menos, pero se implicó de principio a fin. Falló en esa jugada clave (que Simón soñará miles de noches), pero también se hizo cargo del rol que encarna en su equipo.
Remendado por la ausencia de un delantero central natural, el argentino decidió ser de a ratos el 9 y de a ratos el 9 ausente, retrasándose para llegar por sorpresa. Aunque esa palabra ya es imposible que le cuadre. No hay defensor en el mundo que se distraiga de él cuando está en la cancha.
El Athletic lo vigiló de cerca, le puso pierna, y él no rehuyó a la pelea: el árbitro Martínez Munuera lo amonestó a los 38 minutos del primer tiempo por golpear de atrás a Raúl García. «¿Por qué? ¿Por qué?, a mí», se leyó en sus labios varias veces, mientras quitaba a sus compañeros de la protesta para quedarse cara a cara con el juez.
Cariño y admiración por Bielsa
No solo los rivales lo respetan: los hinchas locales, que alguna vez le rindieron respetuoso silencio por un golazo que marcó en el viejo estadio de San Mamés, festejaban cada vez que le quitaban la pelota o le adivinaban un pase.
Detrás de un arco estaba, como siempre, una bandera que Messi puede mirar con cariño cada vez que viene aquí: en un fondo rojo y negro (de Newell’s), las letras blancas forman el nombre de Marcelo Bielsa.
Cuentan los que andaban por la zona de vestuarios que la última vez que Messi lo enfrentó aquí, cuando dirigía al equipo vasco, que el rosarino futbolista esperó al rosarino entrenador después del partido sencillamente para saludarlo. Al revés de lo que suele pasar con él.
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Silencio, pero «gritos» por las redes
Eliminado, Messi se fue del estadio apegado al silencio que suele emplear cuando gana o cuando pierde con Barcelona, una costumbre diferente a la que tiene últimamente con la selección. No apareció por la zona mixta después de terminado el partido, una tarea que quedó para Piqué y Jordi Alba, los otros capitanes.
Lo que tenía para decir por estas horas lo había expresado dos días atrás en su cuenta de Instagram. Aquellas palabras, un misil contra Eric Abidal, el secretario técnico del club, desataron una cadena nacional en los medios de Catalunya desde entonces, que no termina todavía. Y una crisis que el presidente, Josep Bartomeu, intentó apaciguar puertas adentro.
¿Se va o se queda?
Si Messi se va de Barcelona en el verano europeo es una pregunta que, al no poder hacérsela a él, se la repiten a sus compañeros cada vez que se presenta la ocasión.
Gerard Piqué, que se fue del Bilbao rengueando por una lesión, esquivó ese asunto cuando se paró frente a los micrófonos, pero no el de la polémica que envuelve al club: «En todos los clubes hay trapos sucios, pero no hay que sacarlos; todo el mundo sabe lo que ha hecho bien y lo que no», zanjó, con corrección política.
Quedar fuera de la Copa del Rey le quitó a Barcelona el menor de sus objetivos, aunque también el que más a tiro tenía.
Por delante le queda intentar arrebatarle el liderazgo de la Liga española a Real Madrid (al que visitará el 1° de marzo) y, más difícil todavía, avanzar en la Champions League, «esa Copa tan linda y deseada» que se le niega a Messi (y a su equipo) sistemáticamente desde 2015, cuando la ganó con sus amigos Suárez y Neymar. Paradojas: uno lesionado y otro en París, ninguno estará para ayudarlo ahora, en este momento crítico.
Por eso resultó tan sintomática la imagen inmediata a ese zurdazo que le negó el arquero: sus manos tomando su cabeza, una pintura exacta de este momento que vive.
A Messi le falta historia por hacer
A la temporada de Messi le quedan también momentos simbólicos por recorrer. Uno, el que más le importa al 10 en el tramo final de su carrera, es su empecinada búsqueda de un título con la selección: la Copa América lo espera en su patria cuando ya esté cumpliendo los 33. Pero hay otro que, aunque menos decisivo, será igual de fuerte.
El 25 de febrero visitará por primera vez en su vida el San Paolo. Un buen guiño le hace la Champions: es el momento indicado para que el Messi maradoneano de estos meses -el que declara con altisonancias- pise Nápoles, la ciudad donde el otro 10 es un mito viviente e incuestionable.
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