El valor de la verdad es piedra angular en la edificación de toda comunidad política. El Estado y el Derecho requieren sustentarse en un profundo respeto a este valor, cuyo imperio es presupuesto indispensable tanto para la realización de la justicia, como para el logro de la paz: dos elementos claves para alcanzar la gobernabilidad y la estabilidad política.
Sin estricto apego a la verdad, mal puede imperar la justicia, ya que esta última solo puede brillar cuando es pronunciada sobre la base de hechos ciertos y fehacientemente comprobados. Sin fundamento en la verdad, toda sentencia judicial será hija de la arbitrariedad y madre de la injusticia.
De igual manera, cuando el funcionamiento del aparato estatal se aparta de este valor fundamental, la credibilidad de las instituciones resulta corroída; generándose entre la ciudadanía un clima de desconfianza, incertidumbre y desasosiego generalizado; con lo cual la paz de la comunidad política se vacía de contenido, quedando reducida a la tensa calma: estadio situacional en que, a pesar de la ausencia de guerra, se experimenta la ausencia de paz.
En medio de la mayor crisis nacional de nuestra historia, la sociedad venezolana tiene ante sí la titánica tarea de reinstaurar los cimientos morales, políticos y jurídicos de la República; entre los que se encuentra la verdad. Restablecer el imperio de este principio-valor en nuestros distintos ámbitos relacionales, y muy particularmente en el de la comunidad política que todos conformamos, es una impostergable misión y una grave obligación intergeneracional de los venezolanos. Se trata de la reparación de un profundísimo daño moral, psicosocial e institucional; gestado durante dos décadas de este totalitarismo adicto a la mentira, el engaño, la posverdad y la manipulación mediática, que es el chavismo.
Para cumplir con éxito esta histórica misión, los venezolanos hemos de tener presente que, en nuestro sistema político-constitucional, la verdad no es un mero valor axiológico, y dista mucho de ser una idea carente de concreción jurídico-institucional. Por el contrario, en Venezuela, este valor ha sido acogido dentro del ordenamiento jurídico, confiriéndosele un lugar relevante en el Derecho Público, con efectos prácticos en toda la institucionalidad republicana.
Así, en nuestra república, la verdad es más que una norma moral; alcanza a ser un principio jurídico-político, desarrollado mediante normas constitucionales y legales plenamente vinculantes y exigibles a todo ciudadano; y muy particularmente a aquellos que se encuentren investidos de autoridad, que son los mayores responsables de la vida pública y que, por tanto, deben abrazar y restablecer el referido principio-valor, en procura de perfeccionar toda estructura social, cultural, económica, jurídica y política del país.
El vigor de la verdad como principio jurídico-político, sin duda alguna ha de ser restablecido en toda la institucionalidad republicana. No obstante, como prioritarios, nos atrevemos a considerar tres ámbitos en particular, a saber: 1. el ejercicio del poder público; 2. el régimen de los medios de comunicación social; y 3. la configuración del sistema educativo.
Empezando por el poder público, resulta indispensable que la rama judicial se encuentre en manos de ciudadanos de una probidad ejemplar y ejemplarizante. Para ser juez o magistrado no basta con acreditar titulaciones universitarias en Derecho; más allá de la necesaria formación académica, se requiere de hombres y mujeres con un profundo compromiso con la verdad, sin cuya valoración jamás podrán administrar verdadera y auténtica justicia.
En ello, quienes hoy ocupan –en buena medida por usurpación- los órganos jurisdiccionales de la República, tienen la gran responsabilidad de intentar recordar –o, acaso, aprender por primera vez– aquel principio fundamental que, en su paso por el alma mater, intentaron enseñarles sus profesores de Derecho Procesal; y el cual fuera plasmado por el legislador en el artículo 12 del Código de Procedimiento Civil: “Los jueces tendrán por norte de sus actos la verdad, que procurarán conocer en los límites de su oficio…”.
La República está urgida de un Poder Judicial independiente y ajeno a toda parcialidad política. Solo así la sociedad venezolana podrá confiar en la administración de justicia; y, por ende, no se ameritará constituir ninguna «comisión de la verdad» para llegar al fondo de los hechos de que se trate; pues tal figura no tiene lugar dónde y cuándo el Poder Judicial es fiel a su misión de conocer la verdad, tenerla por norte de sus actos y declararla mediante sentencia.
Conforme a la Constitución y la Ley, el Poder Ejecutivo, el Poder Electoral y, en general, todo organismo público; deben funcionar con sujeción al principio de transparencia administrativa; el cual, para la ciudadanía, representa una garantía de fácil acceso a la verdad en relación con sus respectivas gestiones públicas. Sin apego a este principio de transparencia –y aunque ello no fuere de manera dolosa– habrá siempre una reprochable ocultación de la verdad.
El Consejo Moral Republicano, integrado por el defensor del pueblo, el fiscal general y el contralor general de la República; tiene especial responsabilidad en la restauración de la verdad como valor fundamental de nuestra vida republicana. Los artículos 274 y 278 de la Constitución, le imponen la obligación de prevenir, investigar y sancionar los hechos que atenten contra la ética pública y la moral administrativa; así como promover actividades pedagógicas dirigidas al conocimiento y estudio de las virtudes cívicas y los valores trascendentales de la República; uno de los cuales, conforme al artículo 45 del instrumento que rige el funcionamiento de este órgano del poder público (la Ley Orgánica del Poder Ciudadano), es precisamente la Transparencia, que exige de todo funcionario “el respeto del derecho de toda persona a conocer la verdad, sin omitirla ni falsearla”.
La ciudadanía exige credibilidad a la República y, a su vez, esta necesita la confianza de los ciudadanos para preservar su legitimidad como expresión jurídico-organizativa de nuestra nación. En este sentido, los órganos del poder público deben garantizar a todos los venezolanos su derecho de acceso a la información veraz; así como respetar la comunicación libre, plural, oportuna, imparcial y sin censura (artículo 58 de la Constitución); sin la cual los medios se ven impedidos de informar la verdad. La libertad de prensa es una garantía constitucional, y también una condición sine qua non para el pleno vigor de la democracia. De igual manera, informar la verdad es un derecho del mismo rango y valor que el de tener acceso a ella.
El declarar la verdad es un deber legal de todo ciudadano, incluidos los gobernantes. No fue el robo de documentos en Watergate lo que en 1974 provocó la salida de Richard Nixon de la Presidencia de Estados Unidos; mas sí lo fue su pretensión de encubrir tal hecho, es decir, su afrenta a la verdad en una sociedad política en que este valor es altamente estimado. En nuestro país existen normas jurídicas que constriñen a los gobernantes en igual sentido; pero, al no haber división de poderes ni Estado de Derecho, quien hoy usurpa la Presidencia de la República –al igual que antes lo hiciera su difunto predecesor– se permite mentir a sus anchas, ocultar la verdad de manera impune; ello bajo el amparo de sus colegas usurpadores del Tribunal Supremo de Justicia y del Consejo Moral Republicano.
Por otra parte, observamos que el valor fundamental in comento también ha de ser restablecido en el sistema educativo venezolano. Tras largos años de su utilización como maquinaria ideologizante en favor del socialismo castro-chavista, resulta perentorio que el Estado Docente retorne al marco constitucional (artículo 102), que establece que la educación “está fundamentada en el respeto a todas las corrientes del pensamiento”. Una educación ideologizada e ideologizante se encuentra totalmente desnaturalizada como instrumento para la búsqueda y encuentro de la verdad.
Particularmente, en el ámbito de la educación superior, el régimen, de manera sistemática, ha asfixiado presupuestaria y financieramente a las universidades nacionales autónomas; por ser espacios de intelectuales entre los que son abierta minoría los adeptos a la “revolución bolivariana”. Pero, al mismo tiempo, se ha instituido y provisto de recursos a la Universidad Bolivariana de Venezuela: una institución que, desde su fundación en 2003, ha sido utilizada como el más alto espacio para la ideologización en favor del autodenominado «socialismo del siglo XXI»; lo cual constituye una inefable negación de la esencia académica y del espíritu universitario que, tal como lo establecen los artículos 1 y 4 de la Ley de Universidades, se encuentran en la “la tarea de buscar la verdad”, de manera “abierta a todas las corrientes del pensamiento universal”.
En este escenario, la desideologización de la enseñanza ha de ser, sin duda, de nuestros mayores esfuerzos por recuperar los cimientos institucionales de nuestra República. Y en ello queremos cifrar hoy nuestra esperanza ciudadana y académica.
Más pronto que tarde, habremos restablecido el orden de las cosas en nuestro país. En ese tiempo resplandecerá nuevamente la luz de la verdad; y, con ello, el venezolano, ya liberado de su esclavitud a la mentira sistémica instaurada por el régimen, tendrá nueva oportunidad de experimentar una de las más grandes promesas del Redentor: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:32).
@JGarciaNieves
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