“El poder no se opone a la libertad. Es la libertad la que distingue el poder de la violencia o de la coerción”. Byung-Chul Han
Nuestra reflexión sobre la democracia es impajaritablemente también sobre el poder que, a su vez. es energía, impulso, dirección, movimiento, volición consciente entre seres humanos y la forma que resulta de esas fuerzas sociales, económicas, religiosas, políticas, sociológicas e históricas, asiste en la definición de la democracia, cual sistema de vida y forma de gobierno.
Ello nos traslada a una importante constatación: el poder sigue la suerte de la sociedad que, lejos de depender de él, le ofrece un cosmos para su concreción. Un lance simbiótico se juega entonces entre la sociedad y la instrumentación que la cohesiona y en tal carácter complementa.
La democracia se articula en esa dinámica con el curso de los tiempos que van diluyendo la masa en la individualidad de todos. En el Renacimiento y con las revoluciones posteriores se producen dos hallazgos o al menos dos reencuentros. De un lado, en el ciudadano y el particular de cada uno, y del otro y para sustentar ese fenómeno descrito, despierta la democracia que tenia 20 siglos en el sueño o en el eclipse después de obnubilarse entre las autocracias y la manipulación teocrática de la emergente oligarquía religiosa. El poder progresivamente se desconcentra y descentraliza en la medida que la sociedad se abre para albergar en ella y nuevamente una propuesta de isonomia, isegoría e isocracia.
El poder es de todos, para todos, pero también se demanda responsable ante la sociedad a la que sirve. Las monarquías pierden mucho en esa centrifuga y una suerte de compendio de las demandas que, recuerdan a Sieyes y a Constant y al tercer estado se universalizan, por algún tiempo sin embargo para, seguidamente, volver a erupcionar por la fuerza de las renovadas asimetrías.
La secularización que trajo el Renacimiento, pero también se posicionó con él, rasga los velos, pero no solo del hombre como unidad y proyecto sino de la sociedad que correrá en paralelo una estampida liberadora de un lado y del goce de sus libertades y entre ellas las políticas. Las revoluciones, sin excepción, fueron hitos de ese devenir que el ciudadano y su álter ego, el individuo, conjuntamente con la comunidad fabricaron, afectando, incidiendo, modelando la sociedad y el mejor testimonio de ello obra en el “tiempo histórico” que advierte Koselleck y el “sattelzeist” como la idea ínsita fenomenológicamente a la modernidad.
Cada una de las grandes revoluciones descubrió un hombre pero también una sociedad que en el envión conmovió la dialéctica del poder, confirmando entonces un trípode sobre el que se fue legitimando la democracia como el natural, racional, evolutivo sistema de vida y así llegamos a la actualidad, que en nuestro criterio postula también uno de esos grandes cambios pero con características diferentísimas a las anteriores.
El siglo XX en su primera mitad fue testigo de un especial estallido de genio en las artes, las ciencias, la filosofía que empapó también a la segunda mitad, además vivió en esta, la cosecha de los derechos humanos. El Círculo de Viena y en general el espíritu germánico, hombre, comunidad y poder, sin embargo, conocieron en las primeras décadas dos guerras y un asalto brutal, obscuro y sórdido que fraguó episodios de sequía para la humanidad que aún nos avergüenzan. Brutal paradoja, pues, en la que se desarticuló lo que venía siendo un signo de progreso del pensamiento crítico y del ideal del Estado-nación. Morían los imperios, no obstante, y en el trance se posicionaba dominante, pertinente, paradigmática la democracia.
Pero no fue ni será jamás suficiente. Ni siquiera la derrota de las formas totalitarias con su gesticulación cruel, indignante, soez e inhumana dejo ahito al trío de hombre, sociedad y poder que siempre en el vector económico articulará su resaca inconforme y ambiciosa; pero esta vez, me temo, no será cambiando para consolidarse cual centrípeta sino más bien como centrifuga que pone a prueba a los actores de ese constructo histórico.
El siglo XXI recibe ese legado y rompe a mi juicio los moldes, trayendo como real y genuina ruptura, a la secuencia subsiguiente y no continuidad en el paralelismo histórico gatopardiano del ideal social, liberal, democrático. Este nuevo siglo abre una nueva era sin proponérselo, pero sin evitarlo; al contrario, acometiéndolo frenéticamente. Paso a explicarme.
El ideal liberal pareció prevalecer y para siempre, pensaron algunos, a raíz de la caída del Muro de Berlín y la tesis del pensamiento único cundió con Francis Fukuyama, haciendo una temeraria afirmación sobre el fin del curso histórico. Vencido el Este, el Oeste estaba condenado a ocupar todos los espacios y con ello un modelo de organización social, económica, política e institucional que traía en el paquete un patrón de democracia basado en la legitimidad del piloto económico liberal y, las convenciones formales de consulta electoral periódica para sostener, así, un parámetro deliberativo y contralor que vestía un referente decisorio. Nuevamente, el hombre, la sociedad y el poder tributaban en el mismo cauce, pero el nuevo siglo traía en su pensamiento toda una problematización derivada de la asunción de los nuevos valores de arquitectura y cultura que la revolución tecnológica instrumentaba, aceleradamente.
En efecto, ya la cultura no sigue siendo ideas y paradigmas originados en el seguimiento del ser humano y su enganche social. Tal como nos explica convincentemente Mario Vargas Llosa, el espectáculo filtra y posiciona en su lugar. No importa que el cantante no disponga de un torrente de voz si más bien se contornea y sugiere, a gusto del consumidor, un viaje a todas las fantasías. Cada uno siente que puede y debe ser. Una corriente de individualismo se coloca como paradigma y sobresalir por lo distinto, como antes dijimos, es el objetivo.
La tecnología contribuye en la apariencia, a fraguar en la comunicación masiva con Internet y la telefonía móvil celular, una vía de alcance jamás visto de contacto y penetración de los unos y los otros, pero, igualmente, dota a cada cual del instrumental con el cual, relacionándose se va distinguiendo, decantando, identificando.
La nueva sociedad, por así llamarla, aloja a todos y estos a su vez se reconocen en un afán de trascendencia pero en el presente común. Los arquetipos de lectura cambian, el tiempo de ocio se orienta hacia la preferencia banal que por su amplitud se señala como un fenómeno a aprovechar económicamente y cada giro, cada reorientación descubre una oportunidad para afirmarse en el concepto existencial de un prototipo individualista y petulante ante el cual la sociedad cambia su ascendiente, cediéndolo al ìcono común de un individualismo tallado en la concienciación que postula un cada cual para sí y el espectáculo lo es todo.
Ese trance fenomenológico es políticamente interpretado como una reformulación de los valores y sentimientos otrora comunitarios y hoy, segregacionistas. El bien común se trastoca en mí como perspectiva de bienestar societario, por un objetivo que realizándose, me complace más que me conviene. El individuo se busca entre los demás, pero para reafirmarse en la distancia y no para crear con el común lazos de pertenencia. La sociedad se segmenta, se divide, se segrega, se grupaliza.
Para coherentemente, pero también intuitivamente, consumar el movimiento, será menester, legitimar la disensión a través de comportamientos y presentaciones de personalidad y del asiento formal del derecho de cada cual a ser lo que quiera. Occidente todo y los satélites culturales compraron para siempre en el mercado de los derechos humanos que son más bien derechos articulados en la personería del individualismo institucionalizado. Para ello, el discernimiento no se hará desde un mismo cardinal ético y moral sino el que parezca o interese o atraiga o llame la atención de cada cual y así, relativizan la cultura y los comunes valores existenciales, creando una brecha existencial profunda.
Demasiado sugerente el fenómeno para que el egoísmo que traemos en la etiqueta genética no se traduzca en acciones concretas. Políticamente tenemos al populismo que simplemente sintoniza en la necesidad y en el bajo psiquismo su fuente de alimentación. El bien societario, compartido, comunitario, no se implica, no sería posible con los unos y los otros sino, como la inmediata y sencilla aspiración de realizaciones personales, ahora que sé que yo lo soy todo. Los buenos números macroeconómicos y la medición de los progresos sociales no me han ganado porque mi racionalidad es otra. Eso es un punto a considerar en el caso chileno y en otra medida también en el caso boliviano. La sociedad consiente un descarrío de alteridad ciudadana y la democracia, no sabe dónde está y desde luego tampoco puede saber cómo volver donde estaba. Primeramente debe reconocerse a sí misma.
El escenario es pues otro, los protagonistas también, la política se trunca como ejercicio, el poder se pervierte y se deslegitima y además es desplazado por la dominación fáctica que sobrevive a la reacción institucional. En el primer acto de la obra que pudo llamarse Yo seré lo que quiero ser y que no diré lo que soy, pero tal vez pueda encontrarte siéndolo si tu lo eres también.
Se nos pierden los tiempos y los espacios, me explicaba hace días Asdrúbal Aguiar, y la instantaneidad de Paul Virilio no logra más que describir el fenómeno. La democracia, como podemos deducir, se turba y se atrasa, es sorprendida y postrada a ratos, queda en la cuneta del instante histórico con una tonelada de basura fétida que la cubre.
¿Crisis? Brecht o Gramsci tal vez responderían mejor, llamados a rendir posiciones juradas, pero no esperaríamos más porque, nos guste o no, vivimos otro tiempo y el que puede venir no solo requiere volver a ser pensado, sino sobre la marcha, reinventado y concomitantemente al hombre, a la sociedad, al poder y desde luego a la democracia.
@nchittylaroche
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