Bajo los puentes, en los cruces de calles o en plena acera, los peluqueros de Caracas inundan la vía pública con improvisados puestos de trabajo en los que atienden a clientes y sortean la crisis que vive el país.
A la luz del sol o a la sombra recatada de un árbol, los peluqueros ofrecen sus servicios. Algunos, como Franklin, montaron una mesa plegable frente a una silla de barbero ya ajada.
Otros, como Alberto, han adaptado bajo el viaducto de las Fuerzas Armadas un improvisado salón de belleza en el que no faltan espejos, banquitos para esperar turno ni tampoco la música de rigor de una peluquería.
Alberto, con 14 años de experiencia en el sector, sonríó y explicó que mandó pintar con un Bolívar ecuestre los pilares del puente a los que miran fijos los clientes mientras les cortan el pelo.
El grafiti del omnipresente Libertador está inspirado en la estatua con que se corona Caracas a apenas 200 metros de su barbería. También es publicidad a pie de calle: «Sirve para ubicar a personas buscando la plaza o un punto de referencia exacto».
«Es la representación de mi país porque mi país es algo muy bonito», dijo bajo el ruido de los vehículos que recorren cada día el puente sobre su cabeza.
Sin perder la sonrisa ni por un momento, comentó que él se especializó en «hacer dibujos» en el cabello, un detalle por el que acuden a él la mayoría de sus clientes. «A veces me toma media hora o 15 minutos pero hay que dedicarle tiempo».
Su peluquería, en pleno caos caraqueño, se ha convertido también en un pulmón de calma por el que caminan constantes los ciudadanos que miran el mural que da nombre a la peluquería.
Alguno de los transeúntes se para y pregunta a cuánto es el servicio: «A 1.500 en efectivo o 2.000 con punto», responde Alberto.
El precio es inferior al de cualquier comercio convencional en el que deben pagar el alquiler de la butaca o dar un porcentaje de sus ganancias al dueño. Un lujo que no se pueden permitir.
«La mayoría de las personas ahora prefieren trabajar por su propia voluntad, entonces decidí trabajar por mi propia cuenta, un local está difícil, es muy caro pagar el impuesto de la silla», dijo Franklin.
Franklin acomodó una mesa campestre bajo un árbol en un cruce de calles, el lugar perfecto para limpiar su material de trabajo y esperar que los vecinos se acerquen.
Pronto comienzan a arremolinarse clientes y curiosos alrededor de su punto de trabajo, plantado entre edificios construidos por los últimos gobiernos y en los que abundan simpatizantes del chavismo.
Entre ellos no faltan mujeres a las que les ofrece servicios de corte y depilación de cejas.
«Si yo no trabajo mis hijos no comen. El día a día es así: uno le va echando pichón a la vida», afirmó el peluquero mientras corta el pelo de un cliente que es uno de los pocos taxistas que recorren la ciudad y que paró para que se enfríe el motor de su carro.
Aprovechando el tiempo de espera y la sombra, se pone en manos de Franklin, que pasó la máquina sin piedad por su escasa mata de pelo.
Con sus máquinas conectadas a puntos eléctricos callejeros, Franklin comparte una máxima con su vecino Howard Revilla, que a sus 19 años aprendió de él y ahora ofrece sus servicios en la siguiente esquina.
«La relación con el cliente es más agradable», comentó el peluquero que acaba de retomar su trabajo en la calle después de hacerlo durante algún tiempo en un establecimiento en que «no podía dialogar con mucha gente».
Howard se guardó para el final el argumento definitivo en favor de la calle: «Uno busea. Pasan mujeres y les echa piropos». A su lado una mujer, unos años mayor que él, sonrió.
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