Cumplía siete años cuando de la mano paterna conocí a Guta Warshawska, mi tía materna, y a su esposo, Abraham Hirshbein. Llegaron al destartalado muelle de La Guaira y desde entonces laguer en yidish, derivado del alemán lager –campamento–, sonó en casa y de por vida como lúgubre SOS.
Mientras de día me deleitaba con un largo resumen de Las mil y una noches para niños en la voz impresa de la sobreviviente Sheherezade, en las horas nocturnas de al menos un año me torturaron los relatos de horror narrados por esos tíos quienes por su destreza en la costura sobrevivieron en Auschwitz, pues fueron obligados a fabricar uniformes para sus verdugos y batas carcelarias. Sin saber el uno del otro, separados por un alambrado de púas, se reencontraron en su pueblo natal en el año 1945. Oí sus relatos en el yidish que aprendí por malcriada y curiosa, pues en ese idioma secreteaban mis padres.
El nombre Auschwitz se convirtió en el emblema de los 800 y más guetos, campos de trabajos forzados, de concentración y de exterminio fraguados por el régimen nazi a fin de acabar con la judeidad europea mediante el genocidio, su operativo sistema luego conocido como Holocausto, en hebreo Shoá.
Después el mundo mirón y mudo que mintió alegando “no lo sabíamos” los imitó bajo lemas políticos colonialistas y de partidos en los cinco continentes. Un método criminal que los nazis admitieron abiertamente como “solución final” para ejecutar su limpieza racista. Solo que estos discípulos un tanto prudentes por la evidencia de su complicitado silencio la llamaron con otras palabras. Entre ellas Revolución de 1789 en Francia, que precedió al sanguinario Gobierno del Terror y pasó a la Rusia soviética como Bolchevique, a su vez implantada con fusilamientos masivos y la inmensa cárcel siberiana, infierno extendido con invasiones a la misma Europa que los consideró sus admirables salvadores contra el hitlerismo.
Y son ya muchos los apellidos que la acompañan con sus millones de muertos, a saber, stalinista, maoísta, peronista, castrista, bolivariana, chavomadurista, farcista, evoísta , yihadista y así por el estilo. Sus crímenes de lesa humanidad continúan a menor escala y dispersos en tiempo y espacio, por medio de calculadas hambrunas, epidemias, pestes, torturas, masacres tribales de minorías y disidentes políticos que obedecen al mismo criterio. Discriminar por diferencias étnicas y religiosas, violar leyes institucionales –los tres poderes democráticos–, retorno a la monarquía absoluta agnóstica o teocrática, con su élite militarista a cuyo cargo se ejecutan los mecanismos que separan, dividen, apresan, asesinan, suicidan, expulsan. La intolerancia que se limpia con sangre y ceniza. En nombre de su tiránico dios o del pueblo hipnotizado, sumiso, despojado, resignado, crean el radical mandato controlador llamado totalitarismo.
El 1 de noviembre de 2005 la Asamblea General de las Naciones Unidas despertó de un larguísimo letargo que duró medio siglo y designó el 27 de enero (liberación de Auschwitz) Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto, más de 20 millones, incluidos los caídos en batalla y civiles pasivos. De ellos, 6 millones de judíos fueron eliminados en proceso genocida planificado con estricta y eficaz burocracia.
La diferencia de la actual reacción frente a esta clase de conducta criminal oficializada con etiquetas populistas como socialismo del siglo XXI es la que ejecutan algunas sociedades. Todavía les funciona el instinto vital de su legítima defensa y proceden a lo reconocido en textos bíblicos como el ojo por ojo, en sabia jerga popular a “quien a hierro mata, a hierro muere” y “lo que es igual no es trampa”. Son pocos pero aprendieron la lección y nunca irán al matadero como mansas ovejas ni ofrecerán su otra mejilla ante la bestia que por su naturaleza no razona, solo devora.
Se niegan a repetir aquella macabra historia cuando una mayoría de ojos no quiso ver, de oídos no quiso escuchar, de voluntades no quiso impedir. Y por omisión o tardanza, fueron cómplices.
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