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Pablo

El pasado 6 de febrero falleció Pablo Antillano, periodista y politólogo egresado de la UCV con maestría en Comunicación Política y Gobernanza Estratégica en George Washington University.  Con una larga carrera de columnista y periodista, fue también profesor de Comunicación Política en ambas universidades y Premio Nacional de Periodismo Cultural 2000

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Me enteré de la muerte de mi tío Pablo cinco minutos antes de que empezara la proyección de Apocalypse Now. La función se había presentado ante mí como una oportunidad de distracción luego de una difícil y dolorosa conversación el día anterior con la chica que me gusta. Leí en la pantalla de mi celular el mensaje de mi madre y subí la mirada. Allí estaban, las palmeras ardiendo en llamas mientras comenzaba a sonar “The End”, una de mis canciones favoritas de The Doors. Pensé en salirme del cine. No lo hice. No sabía a dónde ir, pero quería ir a alguna parte. Preferí quedarme allí, sentado en las butacas del Trasnocho, y ver, con la visión nublada a ratos, las más de tres horas de metraje de una de mis películas favoritas.

This is the end / Beautiful friend.

Las imágenes aparecían en pantalla y trataba de concentrarme en ellas para no ver las que de forma involuntaria venían a mi mente: numerosas fiestas navideñas, una aventura disfrazado de Chaplin a los ocho años, dos cumpleaños, regalos, libros prestados, largas conversaciones sobre Luis Buñuel, discusiones sobre Zygmunt Bauman y Rafael López Pedraza, una caótica fiesta de año nuevo y un difícil encuentro frente a los horrores y el deterioro de la enfermedad. Veía al capitán Willard, interpretado por Martin Sheen, volverse loco dentro de su habitación esperando una nueva misión. Desconocía que horas después la escena se repetiría en mi cuarto, sin poder dormir, entre el dolor y la nostalgia.

Allí estuve durante tres horas sumergido en el descenso de Willard a los infiernos en busca del coronel Kurtz. Aunque había visto la película centenares de veces, se sentía como la primera vez. Sus imágenes y sonidos se me hacían tan perturbadores como cuando estaba en el colegio. Presenciaba todo aquel horror mientras Willard trataba de entender la mente de Kurtz antes de ir a su encuentro. Y pensaba en mi tío Pablo.

Pablo amaba el cine. No es casual que mi última conversación con él fuese sobre las nominadas al Óscar. Ambos disfrutamos mucho Roma y a él le había gustado Green Book más de lo que yo esperaba. Estaba al día, a diferencia de mí. Le recomendé First Reformed. Supongo que no llegó a verla. No hablamos del pasado, nunca lo hacíamos. Hablamos de películas. No lo suficiente, por supuesto.

Nuestras conversaciones solían girar alrededor de otros temas, como el cine y la literatura, nuestros grandes intereses. Usualmente me mandaba cosas de manera repentina, como fotos de un bar que había visitado donde grabaron algunos capítulos de Mad Men. O aquel local en homenaje al detective Sam Spade, creado por Dashiell Hammett. Incluso, la única ocasión en que me mandó un escrito suyo: un sesudo ensayo académico sobre Huxley. El texto llegó sin explicación alguna.

Recuerdo cuando no me decidía entre seguir estudiando Comunicación o cambiarme a Letras. Nos tomamos un café en la UCV antes de que diera una clase y me dio unos consejos que no seguí solo para darme cuenta de que tuvo razón desde el principio. Pablo parecía estar siempre al tanto de mi vida, aunque no manifestara muestras constantes de ello.

Así era mi relación con él. Teníamos puntos de encuentro. Su fama y su vida profesional solo las conocí por otras personas. Cuando le preguntaba por algo que había hecho, cambiaba el tema, usualmente preguntándome sobre nimiedades de mi vida. Todos sus logros que todavía me impresionan eran temas que no disfrutaba hablar conmigo. La revista Reventón, el exilio en Chile –y su posterior captura cuando el golpe contra Allende–, su libro de crónicas, sus reseñas, la ocasión en la que se encontró a Orson Welles en Irán, las entrevistas, los medios que fundó y en los que trabajó, la época como mad man del mundo publicitario, etcétera. El Pablo Antillano que existía para sus colegas y alumnos era distinto al que existe en mi recuerdo, pero coinciden en ciertos puntos: el buen ánimo, el humor mordaz, las provocaciones, los chistes, las referencias y la inteligencia. Mi tío, el fanático de los bares y el gran anfitrión, ese que siempre tenía un regalo para mí cuando iba a su casa.

El capitán Willard se adentraba en Cambodia con su barco y su tribulación, surcando las aguas de un río que parecía una serpiente interminable de horrores. El cine es nuestro refugio como a veces lo son los recuerdos.

Mi idea de quién era Pablo se complementaba con una leyenda llena de anécdotas. Una actitud algo anarquista que lo hacía dejar destapados los saleros de los restaurantes solo para que se armara un alboroto sobre un plato lleno de sal o dejando caer a propósito un pedazo de comida en el suelo para que “se pudra y se molesten los demás”. La maleta que tuvo de chico donde guardaba cosas y no dejaba que nadie viera su contenido. El estudiante brillante y excepcional. Las incursiones en teatro y televisión. Las largas discusiones con mi abuelo. El Premio Nacional de Periodismo.

Pablo era un provocador. A veces emitía opiniones que no eran las suyas solo para ver la reacción del otro. Solía sostener opiniones distintas a las de los demás. En cualquier debate con él uno terminaba más maravillado que derrotado. Invitaba al pensamiento crítico y luego aseguraba que dicho término era una mentira pretenciosa inventada por los intelectuales (otra palabra que detestaba).

No safety or surprise, the end.

Cuando terminó la película me apresuré a pagar el ticket del estacionamiento. Necesitaba ver a mi papá. Mis amigos que también habían asistido a la función ese día salieron a mi encuentro y me abrazaron. Luego, encerrado en el carro, finalmente pude llorar. Pensé en las películas, las fiestas de navidad, las anécdotas, las provocaciones, los chistes, las risas, un extraño y divertido paseo al Ávila, mis primas Verónica y Pimpi, mi papá y mis tías, la inagotable biblioteca de mi tío, sus consejos. Pensé en que todos perdemos demasiado tiempo y nada nunca es suficiente. Quise llamar a la chica del día anterior, pero terminé enviándole una penosa nota de voz de dos minutos. 18 chats de WhatsApp, 49 notificaciones de Twitter, 6 notificaciones de Facebook y 3 mensajes de texto. Yo solo quería hablar con ella. M. entendió el momento y habló conmigo y me calmó, como siempre, porque, aunque me gusten mujeres complicadas, siempre busco a las mejores personas que conozco.

Mi fascinación por las mujeres era algo que siempre pensé encontrar también en mi tío. Desde que tengo memoria, Pablo tuvo varias parejas. Se casó cuatro veces. Recordé una ocasión donde apareció en casa de mi papá de noche luego de una pelea y posterior ruptura con alguna mujer. Durmió en mi cuarto. Todas las mujeres que recordaba vinculadas a mi tío lo amaron intensa y profundamente. Todas eran mujeres inteligentes, bellas y fuertes, con opiniones que yo escuchaba desde mi perspectiva de niño y parecían, aun sin entenderlo, importantes y trascendentes. Irlanda, su pareja hasta el final, me regaló Rumors de Fleetwood Mac, un disco desconocido para mí en el momento y que terminaría siendo uno de mis favoritos. También somos las mujeres que amamos y nos amaron.

Come on baby, take a chance with us.

Llegué a la casa de Prados del Este donde mi tío había pasado sus últimos meses librando una difícil batalla contra un cáncer de páncreas descubierto demasiado tarde. La casa pertenecía a unos amigos de Irlanda. Allí encontré a mis primas y a varios amigos y familiares. Finalmente abracé a mi papá. Lloramos.

Vino a mi mente el inicio de la película, donde Willard dice que estando en la guerra quieres volver a casa, pero una vez en casa no quieres estar allí. Quieres volver.

Papá y yo salimos y nos paramos frente a la piscina iluminada del patio. Ya era de noche y desde el patio se podían ver las luces de la ciudad. Papá me contó cómo había pasado todo, cómo había estado allí, durante el último suspiro.

Mientras yo veía la siempre pasiva tranquilidad de la piscina, algo rozó el agua y siguió su vuelo. Volvió a pasar. “Un murciélago”, dijo papá. Yo no lograba ver nada. Algo se movió detrás: un rabipelado caminaba por el borde del muro, entre la maleza. Dos gatos se aproximaron a verlo. Empezaron a sonar grillos. Entre las matas que rodeaban la piscina se movía algo. Escuchamos un sonido que no reconocimos. Papá hizo una advertencia de cartografía medieval: “Seguro hay serpientes”. Podías sentir el peso de una advertencia en alguna parte.

This is the end.

Preferí seguir mirando a la piscina. Tras nosotros se llevaban a mi tío. El horror, el horror. Y allí, iluminados por la piscina, algo se movía entre las palmeras y la grama. Seguro hay serpientes. Supongo que todo el tiempo del mundo jamás será suficiente. Empezaba a extrañar a mi tío Pablo y no terminaba de acostumbrarme a la sensación.

Al día siguiente, rodeado de amigos y familiares, pensaría lo mismo en el Cementerio del Este, bajo el cielo más hermoso que había visto en mucho tiempo. No son los logros sino el recuerdo de nosotros en los demás lo único que importa. Luego iba a querer salir de allí, ir a otra parte, pero no sabría a dónde. Todavía no lo sé.

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