Tenía dos ediciones de la obra de Bernal Díaz del Castillo, La verdadera historia de la conquista de México. Una de ellas, lujosa, con tapas de madera coloreadas y bellísimos grabados, que atesoro en mi biblioteca, y una de bolsillo, en letra pequeña, editada por Porrúa, la gran editorial mexicana.
Su polémico título se debe a que fue escrita en respuesta a la versión abiertamente apologética del clérigo español López de Gómara, Historia general de las Indias y conquista de México, escrita según datos aportados por el propio Cortés, de quien fuera su clérigo en Argel, y otros conquistadores, carecía de la más elemental objetividad: su autor jamás salió de la península ni atravesó el Atlántico.
Díaz del Castillo, en cambio, participó directamente en los hechos, más que un cronista de la Conquista fue un “corresponsal de guerra”, acompañó a Cortés desde su salida de Cuba y participó de las innumerables batallas y combates librados por el extremeño hasta que luego de “la noche triste” reconquistara Tenochtitlán, diera inicio a la construcción del México colonial, tuviera su hijo con Doña Malinche y volviera a Medellín, en la España extremeña, a pasar sus últimos días.
La de Bernal Díaz del Castillo es una narración o, mejor dicho, una crónica de guerra riquísima en detalles, pintoresca y asombrosa, pues aunque fue escrita décadas después de acontecidos los hechos, guarda la frescura del observador y partícipe directo e inmediato en esos hechos verdaderamente portentosos. A dos milenios de distancia, es perfectamente comparable con la obra de Homero y otras narraciones de sucesos bélicos, como la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucidides. O la Guerra de las Galias de Julio César.
Descuellan en ella los detalles que ponen de relieve la capacidad y grandeza del soldado, del político, del diplomático y del gran estratega, dirigente y estadista que fuera Hernán Cortés. Sin ninguna duda: el español más excepcional de su tiempo. Un conjunto de virtudes y atributos que explican los alcances de su proeza. Del observador, en primer lugar, que comprendió los conflictos en que estaba inmerso un imperio despótico, abusivo y cruento, detestado por las distintas y populosas tribus que dominaba de un extremo al otro y del Pacífico al Atlántico centroamericanos, al extremo de preferir aliarse con el invasor y derrumbar el imperio, que unirse a él para combatir al invasor e impedir el derrumbe del que llamaran Quinto Sol.
La aparición de Cortés, sus naves, sus soldados y su parfernalia bélica –corazas, cascos, caballos, armaduras, cañones y arcabuces, posibilitados por un dominio tecnológico y material absolutamente desconocido por los originarios habitantes del nuevo continente, más un concepto de guerra total, mortífera, religiosa y mercantil– , a un escaso siglo del establecimiento y dominio de los sanguinarios aztecas sobre el territorio en el que asentarían su cruel e implacable dominio imperial, causó sobre los mexicanos sometidos por Moctezuma una impresión devastadora. Solo comparable, imaginariamente, con la aparición de unos extraterrestres según la épica y estremecedora narración radiofónica de Orson Welles. Fue, en efecto, La guerra de los mundos.
Los conquistadores no solo estaban provistos de una mortífera maquinaria de guerra total: tenían la justificación ideológica, civilizatoria, cultural y religiosa para superar todas las reservas éticas y morales como para asesinar al enemigo sin la más mínima conmiseración e imponerse de manera total, totalitaria. Y sentar sus creencias, sus ideas, su cultura y su civilización sobre pueblos situados a siglos de distancia del desarrollo entonces dominante en Europa. Fue una guerra absolutamente asimétrica: las guerras floridas de los mexicas, que no perseguían sino aprisionar a sus enemigos para esclavizarlos y usarlos como víctimas de sus sacrificios antropofágicos, contra las guerras a muerte y exterminio de los invasores.
Ello explica la verdadera carnicería que tuviera lugar en el México conquistado por Cortés y sus soldados. Choque de creencias, ideas, costumbres y usos que sería acompañado por las devastadoras y mortíferas enfermedades traídas por los invasores, que sin mayores efectos sobre quienes las importaban, habituados y adaptados a ellas, no encontraban anticuerpos ni otros tipos de defensas inmunológicas en los invadidos.
La monstruosa cifra de muertes que acompañan la conquista de México y los restantes territorios de la América precolombina, es mayormente producto de esas pestes y pandemias, principalmente de la viruela portada por los invasores, que efecto de las matanzas deliberadas, del uso del trabuco, la lanza y la espada. Lo que tampoco debe ser desdeñado.
Esa combinación y mezclaje del ultrajado con el ultrajador, compartiendo post festum un mismo idioma, un mismo lenguaje, una misma religión, una misma cultura y una misma civilización, conforman el conflicto existencial, iniciático de nuestra cultura hispanoamericana. Ella explica muchas de nuestras incongruencias, traumas y esta porfiada y reiterada marcha de nuestra locura. Una locura que, para nuestra infinita desgracia, se encuentra muy lejos de su sanación.
@sangarccs
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