“La sociedad es una ola. La ola avanza, pero el agua de la que está compuesta no. La misma partícula no se eleva desde el valle hasta la cresta. Su unidad es solo una apariencia. Las personas que forman hoy una nación morirán el año que viene y se llevarán con ellos sus experiencias”.
“Aquel que sabe que el poder es innato, que entiende que la debilidad proviene de buscar la bondad fuera de sí mismo y, sabiéndolo, se lanza a su propio pensamiento, es quien puede caminar erguido, gobernar sus extremidades y obrar milagros”.
Ralph Waldo Emerson
Pocos días después del eclipse de luna de comienzos de este 2019, le escribí a un amigo quien tiene el don de inspirarme, y sobre todo la paciencia de aceptarme como soy:
Dicen que los eclipses marcan cambios. He quedado pegada de la imagen del “círculo”.
El círculo que se cierra, el de la luna llena, la figura capaz de aglutinar, de agrupar, toda esa energía de neutrones y protones alrededor de su núcleo. Una célula sana que “combata un cáncer diseminado”. Acabe con la cacofonía destructiva de un puñito de células agresivas. O ¿será que capturó mi atención el diseño gráfico en círculo del editorial de una revista francesa en la que alaban el último libro del profesor de filosofía a cuyas conferencias asisto? El libro habla sobre la “confianza en sí mismo”. Apunta la editorial: “En el momento en que nos invade la duda, el miedo al fracaso nos paraliza… no hay nada más agresivo, contraproducente que la orden de tener “confianza en uno mismo”. […] No es en “uno mismo” que debemos tener confianza, sino en aquellos capaces de hacernos bien, de ponernos “en confianza” y tener confianza en nosotros. Vean al animal humano en su nacimiento: prematuro, frágil, totalmente dependiente, completamente angustiado. ¿Tendría la confianza que venir de sí mismo? La confianza es un regalo que los otros nos hacen”.
Entonces, ¿cómo dejar de pasar la oportunidad de brindar “confianza” a quien regala, y hace brotar la “confianza y esperanza” en nosotros mismos?, le preguntaba a mi amigo, refiriéndome a Juan Guaidó.
En las líneas a continuación, me he permitido traducir e intentar resumir las ideas contenidas en el libro mencionado: La confiance en soi, de Charles Pépin, Allary Éditions, París, 2018. El autor parte de la noción de que la confianza surge del encuentro de uno con el mundo. El mundo sean “otros” o “lo otro”, el misterio de la naturaleza, de lo bello, lo místico. La confianza se construye “en relación”.
Abre Pépin su libro con la siguiente imagen: Le han quitado las rueditas esta mañana. A sus cuatro años, ella se ciñe a su bicicleta en un día de sol. Su padre corre a su lado, una mano sobre la espalda de ella, la otra sobre la silla. Ella pedalea cada vez más rápido, aferrada al volante. Su padre la alienta: “¡Pedalea sin parar, mira hacia delante, muy bien!”. Él suelta la silla. La niña toma velocidad. Está en equilibrio, rueda sin la ayuda del padre. Cuando esta se da cuenta, grita de emoción y pedalea más. Se siente libre y ligera: siente confianza.
Esta pequeña niña con su bicicleta extrae su confianza de tres fuentes. Primero, su padre. Ella no se lanza sola, sino con él, gracias a él. La confianza en sí es una confianza en el otro. Luego, sus propias capacidades. Ella ha integrado los consejos de su padre sobre cómo pedalear, cómo sujetar el volante. Ha adquirido una competencia. La confianza en sí misma es una confianza en sus capacidades. Pero hay más. La alegría que siente cuando toma velocidad va más allá de saber montar bicicleta. Es una alegría más profunda, que resuena como un agradecimiento a la vida. La confianza en sí misma es una confianza en la vida.
La confianza en sí mismo proviene primero de los demás. Esto podría parecer paradójico pero no lo es. Un recién nacido es infinitamente frágil, dependiente. Los primeros meses no puede vivir solo. El simple hecho de haber sobrevivido es la prueba que otros humanos se ocuparon de él. Poco a poco, el niño tomará confianza en sí mismo gracias a los lazos tejidos con los otros, a los cuidados, a la atención de la que ha sido objeto, al amor incondicional que recibe. El pequeño bebé siente que este amor no está condicionado a logros: es amado por lo que él es y no por lo que hace. De ahí surge el zócalo más sólido de la confianza que tendrá en sí mismo. Haber sido amados y vistos así nos otorga fuerza para la vida.
El autor menciona un texto de Jacques Lacan sobre el «estado del espejo» en el que describe los primeros instantes de la “conciencia de sí” de un niño. Entre la edad de seis a dieciocho meses el niño ya se reconoce en el espejo. Pero, ¿cómo sucede la primera vez?
El niño está en brazos de un adulto que lo presenta ante el espejo. Apenas este cree reconocerse, el niño se voltea y con su mirada le pregunta al adulto: “¿Soy yo?”.
El adulto le responde con una sonrisa, con sus ojos o algunas palabras. Lo tranquiliza: “Sí, eres tú”. Las implicaciones filosóficas de esta primera vez son inmensas: entre el “yo” y el “yo-mismo”, el “otro” está presente desde el principio. Yo no tengo conciencia de mí sino a través de él, de otro. El niño no tiene confianza en lo que ve en el espejo sino porque tiene confianza en el otro. Es en los ojos del otro donde él busca esa seguridad interior, es en la mirada de otros que él se busca. Sin los otros, nosotros no podríamos desarrollar nuestra humanidad: sin los demás, no podríamos devenir lo que somos.
Se considera que la educación ha sido exitosa cuando los “alumnos” no necesitan más a sus “maestros”, cuando tienen suficiente confianza en ellos mismos para soportar el alejarse de aquellos que los han educado. Haciendo algunos pasos hacia lo desconocido, un pequeño niño asume sus propias alas. Los otros le han dado confianza, le corresponde entonces a él pasar a la acción y mostrarse digno. Para tomar impulso, se apoya en el amor, en la atención recibida de su familia y de aquellos que lo han criado.
Si bien no todos tenemos la suerte de tener, desde los primeros años de nuestra vida, lazos cálidos y reconfortantes, encuentros posteriores con otros que nos otorguen confianza no serán menos importantes. Algunas pocas palabras pronunciadas por un tercero desde el corazón pueden ser suficientes para dar confianza a lo largo de la vida.
Aristóteles tenía una definición muy original y muy justa de la amistad. Un amigo, para el autor de la Ética a Nicómaco, es aquel que nos hace mejores. En contacto con él, nos sentimos bien, progresamos, nos abrimos a dimensiones del mundo o de nosotros mismos que no conocíamos. El amigo, precisa Aristóteles, es aquel que nos permite “actualizar nuestro potencial”: gracias a él, o más precisamente gracias a la “relación” que tenemos con él, desarrollamos realmente, “en acto”, talentos que nosotros no teníamos sino potencialmente, “en potencia”.
La confianza es un regalo que los otros nos hacen. La confianza se construye “en relación”. Cuando los demás nos otorgan su confianza, ello refuerza la confianza que tenemos en nosotros mismos. Tomemos el ejemplo de un guía alpinista, quien detecta en el grupo un participante quien se muestra particularmente ansioso durante la fase preparatoria, y es este a quien el guía designa como primero en la cuerda. Muchas veces, ello es suficiente para liberar la ansiedad, para que el participante descubra en sí mismo más fortaleza. El guía le ha dado confianza por sus consejos, sus explicaciones, la repetición de los gestos y consignas, y, al otorgarle la confianza de pasar de primero, de él brotará la entereza para mostrarse digno de la confianza que le brindan.
Nadie puede desarrollar confianza en sí mismo solo. La confianza en sí mismo es antes que nada una historia de amor y de amistad.
La dimensión relacional de la confianza en sí mismo no debe hacernos olvidar la dimensión de las capacidades, las competencias, del entrenamiento, la práctica, la constancia, la perseverancia. “El genio, afirma Thomas Edison, es 1% de inspiración y 99% de transpiración”. No hay que olvidarlo cuando comenzamos a dudar de nosotros mismos. En el momento en que comenzamos a perder confianza en nosotros, mal que bien acabamos pensando que no somos lo suficientemente dotados, o talentosos, cuando quizá lo que sucede es que no estamos simplemente bien entrenados.
Para comenzar uno debe sentir “placer” en desarrollar esas competencias. Aquellos que se alejan de la estricta lógica de adquirir competencias, obtienen antes confianza en ellos mismos, simplemente porque el placer les permite relativizar y sentirse más relajados. Por ende, una habilidad se convierte más fácilmente en confianza cuando esta nos permite progresar en el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, de nuestros recursos, nuestras cualidades, nuestros gustos. Ninguna confianza en uno mismo es duradera sin un previo conocimiento de sí mismo.
Según Nietzsche, en Así habló Zaratustra, todo depende de lo que tengamos en el “fondo del vientre” al buscar ser competentes. Si solo nos guía el “instinto del miedo”, si nos dirigimos hacia una experticia solo por miedo a lo desconocido, entonces nunca desarrollaremos una verdadera confianza. Seremos competentes pero nos sentiremos confiados. Inversamente, podemos perseguir competencias utilizando lo que Nietzsche denominó el “instinto del arte”. Por curiosidad y no por cautela. Para desarrollar la vida en nosotros, y no para huir de ella. Como aconseja Zaratustra: desarrollemos nuestras habilidades pero con alma de artista, para tomar de ellas el impulso, no para confinarnos a ellas. La vida es imprevisible, muchas veces injusta y, en el fondo, bastante inquietante. Solo si careciéramos de lucidez, estaríamos completamente tranquilos y seguros dentro de nuestras competencias. Ellas deben ser más una capacidad de repetir aquello que ya sabemos hacer, y deben convertirse en el terreno para desarrollar nuestra creatividad. Algo así como entregarnos a una lenta mutación desde la maestría hacia una aceptación del “dejar ser”… gracias a todo aquello que hemos aprendido, experimentado, integrado, nos autorizamos por fin a tener confianza en nosotros mismos.
La confianza no significa tener garantías. Confiar en sí mismo es saberse capaz de acoger los riesgos, las vicisitudes, sin ilusionarse pensando que la vida es previsible. Más allá de la competencia adquirida, es el camino andado y la manera en que lo hemos recorrido lo que constituye nuestra verdadera experiencia, nuestro tesoro. A lo largo de ese camino hemos descubierto nuestra relación a la adversidad, al fracaso y al éxito, hemos medido nuestros talentos, nuestro deseo, nuestra ambición; hemos ganado en conocimiento de nosotros mismos. Ningún otro puede recorrer ese camino por nosotros.
“El hombre debería aprender a detectar y a observar ese destello que, en su interior, atraviesa su espíritu como un rayo”, escribe Ralph Waldo Emerson en un breve texto titulado “La confianza en sí mismo”, publicado en 1841 dentro de sus Ensayos. ¿Cómo lograr tener confianza en nuestro juicio para poder zanjar, decidirnos, ante una urgencia? Esa capacidad de escucharnos es simple y compleja a la vez. Simple, porque no requiere de ningún don. Compleja, porque no es fácil alcanzar esa calidad de total presencia en el corazón de la acción, en la urgencia o bajo presión. Se trata de dejar que todas las partes de uno se expresen en concierto: la razón y la sensibilidad, la consciencia y el inconsciente… para lograr verdaderamente escucharnos, sería suficiente no dejar que ninguna de nuestras facultades se impusiera a las demás.
Escucharse no es fácil. Para lograrlo hay que comenzar por no someterse a las verdades admitidas, debatirlas, interrogarlas. Dudar. Saber escucharse implica integrar el saber y no olvidar cuestionarlo. Emerson escribió: “Es fácil, estando en el mundo, vivir según la opinión del mundo; es fácil, en soledad, vivir según la nuestra, pero hay grandeza en aquel que, en medio de la multitud, guarda con una suavidad perfecta la independencia de la soledad”.
Solemos tener mucho talento para mentirnos a nosotros mismos; somos muy diestros para no escucharnos. Tener confianza en nuestra intuición, aprender a escucharnos, es simplemente ser libres. Cuando nos cobijamos detrás de medias-verdades, cuando nos sometemos a “sabias” opiniones, es nuestra libertad la que no asumimos. La buena fe es la confianza en nuestra libertad. La libertad es más que la ausencia total de obligaciones. Somos libres, escribe Bergson, cuando somos plenamente nosotros mismos, cuando logramos acoger en el instante la totalidad de nuestro pasado, de lo vivido. Escucharse es una aceptación de nuestra irreductible complejidad. Entonces, la confianza en sí mismo es en todo nuestro ser. Nuestra mismidad no es un núcleo, una pepa, una semilla. El ser es múltiple, paradójico, cambiante: al momento de acogerlo como tal, asimos, rozamos, nuestra libertad. Entre menos obedezcamos ciegamente a los dogmas y las tradiciones, más se abre el espacio para la confianza en uno mismo. “Confía en ti mismo”, pregona Emerson, “cada corazón vibra según su cuerda de hierro”. Aprendamos a escuchar su vibración, a detectarla. A prestarles menos atención a los ruidos periféricos, a las voces de todos aquellos que repiten que “es muy urgente”, “que esto o aquello no se discute”, que “las cosas siempre han sido así”. Esas voces no callarán nunca. Tener confianza es encontrar la fuerza de darles las espalda y voltearse hacia uno mismo para lograr escucharse.
Buscar la belleza, la belleza de la naturaleza, del mundo, del arte, es una manera de aproximarnos a nosotros mismos. Más que una “evasión”, la belleza nos sumerge en el fondo de nosotros para encontrar en ella la posibilidad de la confianza. “¿Por qué hablar de confianza en sí mismo?”, se pregunta Emerson. “Hablemos mejor de aquello que tiene confianza ya que ella existe y está en obra”. Para él, “aquello que tiene confianza” y “está en obra” es una fuerza divina cuya presencia sentimos en el momento que nos separamos de la agitación, y nos encontramos en la paz de la naturaleza. Aquello que Emerson llama fuerza divina, la llamaron energía cósmica, los estoicos; o Dios, los cristianos; o Naturaleza, los románticos; o “élan vital”, Bergson… En el fondo, lo importante, es lo que nosotros sentimos cuando nos dejamos llevar por la contemplación del cielo, de unos girasoles mirando el sol… sentimos que algo en la belleza de la naturaleza “existe y está en obra”. Comprendemos entonces que la confianza en uno mismo es quizás más que una confianza… en sí. Ella es también confianza en aquello que obra en la naturaleza, en ese impulso que la atraviesa y la perfora en su belleza. Volvemos a la idea de que la confianza es sí mismo es siempre al mismo tiempo confianza en algo más que uno. Al igual que un niño que construye su confianza porque sabe que puede contar con los demás, la confianza en nosotros que nos da la belleza es al mismo tiempo una confianza en la fuerza que vibra en la naturaleza y que la hace tan bella. Detrás de la confianza en sí mismo existe una confianza más oscura, más secreta, también más profunda, en “otra cosa” que uno mismo.
Existe también confianza en la duda. Al decidir se trata de hallar la fuerza para comprometerse en la incertidumbre, lograr avanzar en la duda, a pesar de la duda. Toda decisión conlleva por definición un riesgo, de incertidumbre, de acertar o equivocarnos. Entre más consintamos a esa parte de riesgo, más capaces seremos de decidir y de hacerlo aceptando el inherente riesgo. Existe una diferencia entre elegir y decidir. Elegir reposa sobre criterios racionales para armarse antes de la acción. Decidir es compensar la insuficiencia de criterios para hacer uso de nuestra libertad. Elegir es saber antes de actuar. Decidir es actuar antes de saber. Somos entonces más libres cuando decidimos que cuando elegimos, puesto que no estamos comprometidos a obedecer a criterios indiscutibles. Pero esta libertad, muchas veces, nos perturba. A veces quisiéramos poder abordar una decisión como si pudiésemos colocar todos los parámetros en un computador para su análisis, y luego lográsemos obtener una respuesta inequívoca que nos indicara la buena opción. Pero ese computador no existe y muchas veces la incertidumbre nos paraliza. Olvidamos cuán apagada y monótona sería la vida si todo fuese certero y previsible. Podemos equivocarnos y las consecuencias pueden ser penosas; sin embargo, los avatares son la sal de la vida humana. Si rechazamos la realidad del riesgo, esta negación nos socavará desde el interior nuestra lucidez, y nuestra capacidad de escucharnos. Si fuertes en lucidez, decidimos en consciencia, entonces seremos capaces de acoger más serenamente la posibilidad inherente que una decisión no sea la correcta. Ganar confianza en sí mismo exige por ende una metamorfosis interna: debemos abrirnos a la profunda aceptación de la incertidumbre. Esta apertura es difícil puesto que estamos acostumbrados a usar nuestra inteligencia para limitar la incertidumbre. Este cambio nos acerca a la sabiduría de la decisión.
En la dicotomía entre “elegir” y “decidir” para un místico como Kierkegaard, es una locura creer en Dios: la más bella de las locuras, pero locura al fin. No tenemos ninguna “razón” para creer en Dios. Basta mirar la violencia de la Historia, la imaginación del hombre para hacer mal, más bien encontraríamos más razones para no creer. Pero entonces, dice Kierkegaard, somos más libres de creer: de decidir que existe. Si la existencia de Dios fuera demostrable por un razonamiento científico, un sistema de ecuaciones o la armonía del mundo, entonces no tendríamos sino que creer: su existencia se levantaría a partir de un saber. Al afirmar que la fe implica una decisión y no una elección, Kierkegaard la libera de la sumisión a dogmas y argumentos. Esta se convierte en un asunto de un corazón libre, de pura confianza. Esto nos apunta hacia algo esencial: cuanto más la decisión se aleja de una simple elección racional, más nos pide esta que aprendamos a tener confianza en nosotros mismos. Esta confianza en nosotros, cuando alcanza su punto incandescente, se encuentra con una confianza en algo más allá que nosotros mismos.
Enseñemos a los niños lo antes posible la diferencia entre elegir y decidir. No hay que erradicar todas las dudas para decidirse. Nuestra libertad está en avanzar en la duda. Aquellos que han hecho avanzar la humanidad se comprometieron sin estar seguros de los resultados de sus acciones. Tuvieron la audacia de afrontar lo incierto. “El trayecto del mejor de los barcos”, escribe Emerson, “no es más que una línea quebrada formada de cientos de bordes”. Es que el barco no tiene otro camino, cuando el viento le viene de frente, que jugar con él: debe tirar hacia los bordes para avanzar. Intentar y rectificar. Errar es de humanos y es nuestra única forma de avanzar. Nos aseguramos, y luego arriesgamos. Sabemos elegir y osamos decidir. La confianza en sí mismo es un vals a dos tiempos.
“Hacer” para darse confianza a sí mismo. “Hacer”, “meter las manos en la masa”, “arremangarse la camisa”, y observar cómo nuestras acciones modifican la realidad, puede traer realización humana e intelectual. Confianza. Tomemos como ejemplo un hombre joven que se dispone a vivir una noche de amor: es su primera vez. La mujer tendida a su lado lo impresiona. Sueña con ella desde hace tiempo y la imagina tan experimentada… Es ahora. Pero él no tiene ninguna experiencia. ¿De dónde puede entonces venir su confianza? De la acción antes que nada. De sus caricias, sus besos, reales. Lo real que tiene bajo la palma de sus manos, contra sus labios. Su confianza viene de su relación con ella, del lazo que teje con ella. Si se pretende experto puede encontrarse encerrado en sí mismo, sin punto de apoyo y perdiendo sus medios. Si por el contrario, confiesa que es su primera vez, se podrá dejar guiar por ella. La confianza vendrá entonces de ella para hacerse suya. Es el proceso de la confianza en sí mismo: una apropiación progresiva que solo permite la acción.
Si la confianza en sí mismo se conquista en la acción, quiere decir que ella no es una confianza en un “sí mismo” puro, desprendido del mundo. Se trata de una confianza en el encuentro de “uno y el mundo”. Un encuentro que no dominamos del todo, que nos reservará sorpresas, y será rico en enseñanzas. Es entonces no solamente en sí mismo que se trata de tener confianza, sino en ese encuentro entre los otros y uno, entre el mundo y uno que solo permite la acción. El matiz es decisivo y quizás liberador. Cuando la falta de confianza nos paraliza, corremos el riesgo de vivir el “debo avanzar” como una interjección paradójica, pero es quizás la acción la que nos dará confianza. No todo depende de nosotros. Existe aquello que depende de nosotros y aquello que no. El pensamiento estoico desde Marco Aurelio a Séneca reposa en esta distinción. Debemos, a medida de lo posible, actuar basados en aquello que dependa de nosotros; pero tener confianza en nosotros mismos es también confiar en aquello que no depende de nosotros y que la acción puede desatar.
Comprender las virtudes de la acción implica no definir la acción simplemente como aquello que viene “después” de la reflexión. Somos hijos de siglos de platonicismo y de racionalismo occidental, de la desvalorización de la acción a favor de actividades intelectuales o contemplativas. De allí nuestra dificultad en comprender el poder de la primera acción. La acción no es simplemente la puesta en práctica de un proyecto elaborado con madurez. Ella es el encuentro de un sujeto, no necesariamente seguro de sí, y el mundo en parte previsible, pero solo en parte. La verdad de la acción no puede entonces encontrarse en la reflexión que la antecede: su verdad reside en la acción misma.
Nuestras crisis de confianza suelen tener sus orígenes en traumas infantiles, en habernos sentido desvalorizados, humillados públicamente, reducidos a una esencia mediocre. En estos casos, la distinción filosófica clásica entre ser y devenir puede liberarnos. Nosotros no somos: no hacemos sino devenir. ¿No tenemos confianza en nosotros? No es grave: tengamos confianza en lo que podemos devenir. Pueden suceder tantas cosas al ponernos en movimiento. Actuar es invitar al ser a la rueda de la existencia, invitarlo a salir de sí, es invitar al ser a “expandirse” más que replegarse. Entonces si no tenemos confianza en nosotros, tengamos más bien confianza en lo que nuestra acción es capaz de crear al ofrecernos un punto de contacto con el mundo. Tengamos confianza en aquello que depende de nosotros y aquello que no, tengamos confianza en aquello que nuestra acción ya está remodelando, tengamos confianza en la suerte que nuestra acción puede provocar, tengamos confianza en esos hombres y mujeres que encontraremos y que nos darán quizás ideas, consejos, esperanza, y por qué no, amor.
“La única cosa de la que podemos sentirnos culpables… es de haber cedido en nuestro deseo”, dijo Jacques Lacan. “No ceder nuestro deseo, serle fiel, es estar sobre nuestro eje, fiel no a una esencia ni una identidad sino a una búsqueda…”. No existe una verdadera confianza en sí mismo sin fidelidad a nuestra mismidad, sin coherencia interior, sin la alegría profunda que acompaña esta coherencia. La fidelidad a nuestro deseo es el antídoto al veneno de la comparación.
Tener confianza en la vida es apostar al futuro, creer en el poder creador de la acción, apreciar la incertidumbre en vez de tener miedo… Tener confianza en la vida, para los epicúreos, es tener confianza en el azar, en la abertura infinita del campo de lo posible. Cuando creemos discernir la justicia o la verdad solo a través de nuestras facultades humanas, dejamos de hecho que Dios nos ilumine. Emerson llega a afirmar: “Nosotros no hacemos nada por nosotros mismos”. ¿Cómo pensar que la confianza en sí mismo se remita solamente a adquirir una maestría, un dominio de conocimientos?, siempre hay en la confianza una cierta forma de abandono. Tener confianza en la vida es abandonarse a su misterio. Es aceptar, acoger, aquello que se nos escapa. Se trata de hallar el coraje para afrontar lo incierto en vez de evitarlo. Encontrar, en la duda, la fuerza para lanzarse.
Además de compartir sus ideas, agradezco a este autor de cuyas líneas aquí me he apropiado, para regresar a la esfera que hoy nos atañe como venezolanos y nos golpea como habitantes de un maltratado y hermoso país:
Confiemos en el momento, el hito en nuestra historia, en el doloroso camino andado, en el aprendizaje adquirido por cada uno de nosotros, por separado y en sociedad, para así recomenzar gracias a la renovada confianza que una nueva generación de políticos, servidores públicos, nos brinda; y hagamos crecer, alimentemos en ellos, su confianza en sí mismos gracias a confianza que nosotros les otorgamos. El círculo se habrá cerrado.
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